Por Patricio Zamorano, desde Washington DC.- Una oleada de pueblos indígenas que apoyaban la candidatura presidencial de Luis Arce-David Choquehuanca derrotó al principal candidato de derecha, Carlos Mesa por 20 puntos, devolviendo la democracia a Bolivia. Y con todo el gobierno de Estados Unidos y la Organización de Estados Americanos (OEA) en contra. Apenas unos días después, alrededor del 80% de los votantes chilenos decidió por referéndum volver a fundar su país con una nueva constitución.
Estos acontecimientos trascendentales representan victorias gemelas para la independencia de América Latina, el rechazo al neoliberalismo radical, el deseo de reforma socioeconómica y la insistencia en la autodeterminación desde las bases ciudadanas.
En el caso chileno, los marcadores históricos están por todos lados. En Bolivia, una elección democrática restauró el protagonismo político de los líderes indígenas luego de un golpe de Estado que buscaba revertir los logros del “proceso de cambio”. Ese fue un acontecimiento histórico. Y en un fenómeno similar, el plebiscito en Chile significa que, por primera vez en la historia del país, la Constitución será redactada por representantes elegidos directamente por voto popular.
Esos 155 delegados constitucionales, que serán elegidos en abril de 2021, tienen como objetivo representar la amplia diversidad de organizaciones de base, opiniones políticas, derechos sectoriales y los intereses legítimos de grupos más allá de las élites tradicionales.
El domingo 25 de octubre cientos de miles de chilenos de todas las áreas del espectro político se reunieron en el centro de Santiago alrededor de la ahora llamada “Plaza de la Dignidad” para celebrar pacíficamente, durante toda la noche, con música, bailes y cánticos de esperanza. Con casi 7,6 millones de votantes, es la mayor participación electoral desde la restauración de la democracia en 1989.
El origen bolivariano de una nueva esperanza chilena
La historia de este proceso es asombrosa. Les guste o no a los socialdemócratas y conservadores en Chile, la semilla del impactante resultado electoral del domingo se plantó en 1999 en Venezuela. En ese entonces, el poco conocido líder progresista Hugo Chávez, quien se postuló con una plataforma de una “agenda bolivariana alternativa”, fue elegido presidente de Venezuela rompiendo el muro político creado por los 40 años del acuerdo de Punto Fijo que alternaba el poder entre dos partidos políticos, que excluían a los movimientos populares y el avance de los derechos sociales. En ese momento, este nuevo líder, que también ganó por amplio margen, convocó a una “Asamblea Constituyente”. Hace apenas un par de años, esa pequeña y tímida frase se potenció entre pequeños grupos de partidarios de la Revolución Bolivariana en Chile.
Poco a poco, la idea de elaborar una nueva constitución ganó popularidad entre los miles de participantes en las protestas callejeras espontáneas. Los manifestantes fueron sometidos a una brutal represión policial que, entre miles de violaciones a los derechos humanos, cegó a cientos de manifestantes, con los ojos destrozados por balas de goma.
Décadas de agudo deterioro de las condiciones de vida en el país considerado como el “milagro neoliberal de América Latina” destrozaron la narrativa del establishment e iniciaron el proceso que se materializó este histórico 25 de octubre.
Debido a que el origen bolivariano-chavista de este movimiento para reformar la constitución no sentó bien en la clase política conservadora, ésta modificó la expresión “Asamblea Constituyente” en la versión final de la votación, por el nombre “Convención Constituyente.” No importa. Chile, uno de los últimos baluartes del neoliberalismo radical, respondió finalmente a ese deseo de reformas de gran alcance que llevó antes a los pueblos de Ecuador (2007), Bolivia (2006) y Venezuela (1999) a reescribir sus estatutos institucionales.
El fin de la economía neoliberal radical
El efecto simbólico y concreto más importante de la decisión popular del domingo 25 de octubre es que el neoliberalismo radical comenzó y terminó en Chile, exactamente 40 años después de que la Constitución de 1980 fuera aprobada bajo una dictadura que impuso toque de queda militar y represión generalizada. El ultranacionalista Pinochet eligió, irónicamente, una ideología extranjera para enmarcar su reinado de terror. Los Chicago Boys, reclutados por líderes religiosos conservadores que prestaron apoyo ideológico a la dictadura, fueron bienvenidos en Santiago.
Las teorías de Milton Friedman se aplicaron pronto en Chile, en un experimento social sin control impuesto bajo mando militar: decenas de miles de chilenos fueron torturados, desaparecidos, arrojados al Océano Pacífico con el abdomen abierto, exiliados y expulsados de cargos gubernamentales. En este contexto sangriento, la ideología neoliberal de los Chicago Boys se fundió dentro de la Constitución, que privatizó aspectos fundamentales de la vida de los chilenos. Esta Carta Magna imbuyó principios de inversión de capital y ganancias en sectores clave y sensibles como educación, salud, pensiones, las regulaciones laborales y otras áreas socialmente vitales de la economía. El contrato entre el Estado y la ciudadanía se privatizó por completo.
El experimento social continuó impactando dramáticamente la vida de los chilenos mucho después de que terminó la dictadura de Pinochet, principalmente debido a la larga sombra que proyectaba la Constitución de 1980. Su rígido mecanismo de enmiendas y la trampa electoral creada por abogados de derecha y constitucionalistas conservadores requerían súper-mayorías para sacar al país del sistema creado por los Chicago Boys y Pinochet. Es por eso que incluso los llamados “gobiernos socialistas” (el de Ricardo Lagos y los dos mandatos de Bachelet) fueron incapaces de instituir reformas significativas.
La votación del domingo pasado y las masivas protestas callejeras que han envuelto al país durante varios años (los estudiantes habían liderado una ola de amplias movilizaciones antes de 2019) finalmente liberaron a la nación de esta traba política.
El rechazo a 40 años de cruel neoliberalismo en Chile no es de extrañar. El aparentemente saludable desempeño macroeconómico del país no oculta la realidad de lo que la población padeció en Chile durante la dictadura y hasta el día de hoy. Hoy, la mitad de la población sobrevive con menos de 500 dólares al mes. Aproximadamente el 70% gana menos de $700. Como informó COHA hace unos meses:
Aproximadamente la mitad de los 9 millones de trabajadores chilenos[1] están endeudados.[2] Un estudio de junio de 2017 mostró que el 31% de los endeudados tiene una carga financiera superior al 40% de sus ingresos, y el 22% de los deudores tienen una carga financiera superior al 50%. Asimismo, el 43% de los deudores tiene ingresos mensuales menores a $500.000 pesos, equivalentes a poco menos de $700 según el tipo de cambio actual.[3] Es simplemente imposible llegar a fin de mes con tranquilidad.
Los niveles actuales de desigualdad son simplemente difíciles de creer. Chile es ahora uno de los ejemplos más dramáticos de desigualdad social y económica del planeta:
Todo conduce a la desigualdad. Según un informe de la CEPAL de 2019, el 1% más rico de los chilenos posee el 26% de la riqueza del país.[4] Y Chile ocupa el séptimo lugar entre los países más desiguales del planeta, según informó el Banco Mundial en 2018.[5]
Ahora, el desafío para los movimientos sociales progresistas en Chile es asegurar de que la nueva Convención Constitucional no sea cooptada por los políticos conservadores ricos y sus benefactores corporativos. Sus candidatos llenarán los minutos de televisión y los anuncios de los periódicos. La asamblea de representantes que refundará el país redactando una nueva constitución, debe estar a la altura de las expectativas de tantas generaciones de chilenos que han buscado crear un país que proteja y cuide a todos sus habitantes, en lugar de solo a los privilegiados.
Los resultados de la votación del domingo 25 de octubre indudablemente decepcionarán a las fuerzas pro-mercado en las Américas. La “historia de éxito del Chile” neoliberal no resultó como habían planeado. Pasarán años para que el país y su población se recuperen del experimento de los Chicago Boys, importado de esa tierra lejana, Estados Unidos, con políticas que ni la nación más ardientemente capitalista se atrevió a aplicar en su propio país.
Esperemos que Chile pronto deje de ser conocido como una de las naciones más desiguales del mundo y llegue a ser reconocido como una tierra de equidad, igualdad de oportunidades y también igualdad de derechos. Quizás el sueño del presidente Salvador Allende, compartido a través de una dramática señal de radio desde el Palacio de la Moneda, consumido por las llamas tras los bombardeos de la Fuerza Aérea ese fatídico 11 de septiembre de 1973, finalmente se haga realidad 40 años después de su sacrificio:
Tienen la fuerza, podrán avasallarnos, pero no se detienen los procesos sociales ni con el crimen ni con la fuerza. La historia es nuestra y la hacen los pueblos. (…) Tengo fe en Chile y su destino (…) Mucho más temprano que tarde, de nuevo se abrirán las grandes alamedas por donde pase el hombre libre para construir una sociedad mejor.
Este último domingo 25 de octubre de 2020, parte de ese sueño se convirtió en una realidad de esperanza.
Patricio Zamorano es académico y analista internacional, co-director del Council on Hemispheric Affairs. Jill Clark-Gollub y Fred Mills colaboron como editores de este artículo.
Publicado originalmente por el Council on Hemispheric Affairs, COHA.