Por Álvaro Guerrero.- El film «El Padre» (The Father, Inglaterra, 2020), de Florian Zeller,
se abre con una pista: hay algo que está ocurriendo afuera del departamento donde vive el protagonista Anthony (homónimo Anthony Hopkins). Es una mujer, que pronto sabremos se trata de su hija, viene a visitar a su padre para darle una noticia inesperada, y en la escena, fundida con los créditos, Anne (Olivia Colman) se encamina al edificio, sube las escaleras y arriba a la puerta, es todo. Sin embargo en una película como esta, donde el director Florian Zeller juega subvirtiendo el drama “familiar” en suspenso, y el suspenso a su vez en herramienta expresiva del punto central del drama: la pérdida de la memoria y la conciencia en una mente anciana, es algo que se torna a lo menos una mínima guía de sentido, no tanto de dirección.
La hija se acerca su padre, lo reprende suavemente por haber peleado con la encargada de cuidarlo durante el día, le confiesa dolorosamente que debe acostumbrarse a una cuidadora ya que ella se irá a vivir a París, lugar donde ha conocido a alguien. Para ella, tras un divorcio supuestamente ocurrido hace un tiempo indeterminado, parece ser la última oportunidad de vivir, para el padre la sentencia final de soledad.
Rápidamente las cotidianas anécdotas al interior del departamento irán diluyendo el orden de causa y efecto. El mundo externo existe, al menos sabemos que hay una hija, la forma de su cara, pero los tiempos van perdiendo coherencia no solo para el personaje central sino para nosotros como espectadores. El proyecto nos incluye de esa forma, hundiéndonos en la incoherencia temporal que parece afectar progresivamente a la percepción de la realidad que sufre Anthony.
Cabe preguntarse si es ese un ejercicio éticamente humanista en el interior del cine mismo y en relación no solo con su personaje sino con la vejez, sobre todo pensando en su guión, en la estructura del filme ¿Es este un espejo sensato o atinado a la hora de reflejarnos aquello que seremos, irremediablemente? Nos puede irritar con toda razón lo que director y guionista hacen con nosotros en la medida de perdernos en el sinsentido de acciones que se repiten una y otra vez con rostros que cambian como en un sueño muy formal, tanto como terrible es para Anthony el proceso terminal de la perdida de referentes en una mente que se va apagando. Pero es que también nos puede llegar a perturbar lo que se le hace al anciano al travestir el puzzle de la demencia en suspenso al servicio de una narrativa cargada de acento y arte dramático inglés.
Los personajes que rodean a Anthony no son victimarios, de hecho se sienten víctimas de una carga demasiado pesada que estructura sus vidas. Es la puesta en escena la que los puede postular tanto como testigos de la decadencia de un hombre, como corporalidades que junto a la de el mismo se mueven en círculos irritando la misma puesta en escena. Y ese es el momento en que entra a tallar el peso del rostro de Olivia Colman, pero especialmente del de Anthony Hopkins. El teatro de la película remite a sus cuerpos, sus movimientos y sus gestos, la cámara a veces es un simple medio para situarnos frente a un escenario, un plano escenario, otras veces incluye a dos rostros dentro del encuadre en primer y segundo plano, o el pasillo del elegante departamento que recuerda convulsa y a la vez esquemáticamente a un hospital (toda la historia parece un esquema de un desorden superpuesto), pero es en esos dos rostros donde, y solo allí, no podremos perdernos de las emociones con sentido, cuando las circunstancias han dejado de importar, y tal vez de existir.
Hopkins cuenta con rienda suelta. Tienes ochenta años, haz lo que desees, parecen haberle dicho, y lo hace. Lo suyo es la película en sí, ahí donde el departamento y todos sus extensos y asépticamente burgueses espacios decorados con la estampa de la clase media acomodada londinense, en una potencial claustrofobia que nunca llega a desarrollarse porque prima el aire siempre semi vacío, solo sirve al viejo interprete a modo de alto contraste, con la carne que declina su vigor, la piel manchada, los ojos brillantes en el fuego congelado de una memoria que tal vez no renuncia aun a obtener algunas respuestas a unas pocas preguntas de la misma biografía personal.
No se trata naturalmente de cualquier rostro para nosotros, los espectadores tan perdidos como el, sino el de un actor brillante que ya es una marca registrada de fin de siglo y comienzo del siguiente, un coloso más en el olimpo del arte dramático británico, es Hannibal Lecter y es Hopkins quien ha llegado finalmente a la senectud, aquello que nos espera a la vuelta de la calle a todos. Olivia Colman lo acompaña en un ejercicio apretado de represión, muy conciso y hasta patético. La hija menos querida por el padre que lo acompañará hasta que no puede sino soltarlo. Su rostro en un automóvil que se aleja no es sino expresión de una tragedia de la vida, la tristeza absoluta que se sublima en la sensación de cierta liberación. Es un escueto momento de emoción vital dentro de un formalismo acentuado de unos pocos personajes quienes cumplen impecable pero funcionalmente su papel en el esquema.
Si bien cabe volver a preguntarse finalmente si en esta película-ejercicio la comedia negra puede llegar a rozar la presencia en la misma desestructuración de la historia, si la crueldad puede subyacer a este proyecto que no nos invita sino que nos incluye “a la fuerza” en su programa y su razón de ser, hay que destacar que todo se cierra con el plano de una arboleda, con el verdor de las hojas que cubre toda la pantalla embebiéndonos de una intensa sensación de vida justo tras haber asistido al espectáculo de una confusión sin límites en la decadencia de la mente. Es una elección de polaridades que a diferencia del resto, no deja dudas pero se abre, tal vez felizmente, a la ambigüedad de sensaciones.
Álvaro Guerrero es antropólogo y editor del sitio de cine www.elderroche.com