Por Edgardo Viereck Salinas.- Un pintor amigo de la cannabis en crisis existencial decide darle sentido final a su vida de manera poco usual. Dar el gran golpe de la vida a una sucursal bancaria de la ciudad. En el camino convence a un experimentado ladrón profesional y algunos otros amigotes para que lo ayuden. El grupo produce más risa que respeto y, por momentos, inspira ternura.
La historia de siempre se anuncia de entrada y uno se prepara en la butaca para ver el estrepitoso fracaso de un proyecto con olor a delirio. Pero el plan parece perfecto y aunque obviamente no es así, algo nos resulta irresistible de mirar. A medida que vemos los preparativos del golpe, vamos conociendo a unos personajes que exudan humanidad. Están hechos de todos nosotros y eso es clave para los propósitos de esta película.
Porque no estamos ante un simple intento por entretener con una “historia real” que moviliza desde la morbosidad propia de un noticiero sensacionalista. Para nada, aquí el ejercicio va en el sentido exactamente contrario. Nos proponen un juego narrativo que se instala ante nuestros ojos para dejarnos atónitos minuto a minuto. Las situaciones son cada vez más bizarras y, si bien no caen en lo inverosímil, nos obligan a aceptar que Latinoamérica luce a ratos como un espectáculo bien lamentable.
Incluso un asalto con toma de rehenes puede volverse un chiste cruel porque todo se ve patético, deslucido, antiheroico y, sobre todo, sin propósito. Lo que define a esta banda de asaltantes es su falta de objetivos. El que idea todo lo hace por conseguir “hacer foco” en su destartalada vida. El experimentado ladrón al que convoca como mano derecha declara con mucho orgullo que roba por robar, por lo que se siente haciendo, por no se sabe bien por qué. Y el resto del grupo se va sumando por la plata sin siquiera tener claro cuánta plata les caerá a cambio de correr el altísimo riesgo de terminar encerrados. Pero da lo mismo, porque al final del día las opciones son igualmente decepcionantes.
Lo que tienen al frente -policías, jueces, los guardias y clientes del banco, la vecina chismosa, el que trae las pizzas, es decir el mundo entero- no son más que una galería de figuras opacas y sin vida que parecen sacadas de algún museo de cera falto de mantención. Frente a este patético panorama, la promesa de nuestro protagonista significa un poco de sangre corriendo en las venas y mucha adrenalina. Y dólares. Y lingotes de oro. Y más dólares y más lingotes de oro. Y entonces los veinte palos verdes valen la pena, sobre todo, por la aventura de sentirse capaces de darle una patada en el trasero al sistema.
Paris bien vale una misa, dijo alguien una vez, y estos chicos se estudiaron bien esa lección. Hay que vivir. O mejor dicho, sentirse vivo. Transgredir la ley parece ser un camino válido en un mundo pacato y cínico repleto de moralistas chatos y mediocres que se mantienen en la “legalidad”, pero siempre torciendo la norma, doblándola para curvarla hasta casi romperla. Así lo hace el fiscal cuando no desmiente con suficiente convicción las acusaciones de corrupto que le hacen los asaltantes a través del negociador a cargo del Ejército. Así de mal se ve también el mismo negociador, sacado de alguna tira cómica tan mala que no dan ni ganas de saber cómo termina. Ni hablar de la prensa y los mismos rehenes que entre todos no hacen uno.
Es demasiada la falta de altura y de integridad en todos y en todo como para pedirles más a estos principiantes con ínfulas de delincuentes profesionales. Ni siquiera tienen actitud como para usar armas de verdad, lo cual paradójicamente resulta ser su tabla de salvación a la hora de pelear una rebaja de sentencia. Todo es como de juguete en esta historia: la ley, los policías, el banco, los malos, los buenos, las pistolas y metralletas. En definitiva es una falta absoluta de épica. Todo es y no es. Todo para la risa y al final unas imágenes de archivo nos recuerdan que así no más es la cosa en este lado del mundo. Llamado a la paciencia porque es lo que hay hasta nuevo aviso. A pesar de todo, ver esta película es una sana manera de volver a sentarnos en el lugar que nos corresponde. Es un ejercicio de honestidad carente de cualquier auto indulgencia. En tiempos de iracundos estallidos y ambiciosas revueltas masivas, hacer esto es un remezón de humildad y autocrítica. No es menor.