Por José Luis López Blanco.- Ha producido preocupación la propuesta de la Convención Constitucional referida al Poder Judicial en que, además de eliminar la calidad de Poder Público, propone la creación de un Consejo de Justicia, que estaría encargado del nombramiento, gobierno, gestión, formación y disciplina, en el sistema nacional de justicia.
La designación de los jueces se haría por un período determinado de tiempo, quedando su continuidad sujeta a una evaluación satisfactoria del Consejo de Justicia. Comprensiblemente existe el riesgo de que, interesados en conservar sus cargos, los jueces dicten sentencias que sean satisfactorias para los integrantes del Consejo. Se teme que esta nueva estructura pueda afectar gravemente su independencia.
La oportunidad nos hace recordar el libro “Elogio de los Jueces escrito por un abogado”, de Piero Calamandrei, destacado académico italiano. Puede resultar extraño que se piense en el elogio de los jueces estos días, en Chile. Los procesos son, en general, muy lentos y algunos han reclamado que parece haber desorden en la administración de justicia. La prensa ha publicado severas observaciones a conductas reprochables, afortunadamente escasas y aisladas. También se han criticado sentencias. Ciertas quejas se inspiran en consideraciones políticas, no satisfechas por determinados fallos.
El sistema judicial no ha recibido una calificación positiva en la opinión pública.
Sin embargo, quienes durante años actuamos en este campo, hemos podido observar un trabajo metódico, sincero y esforzado de los jueces.
En espacios más bien reducidos, y con una notoria escasez de recursos, lidiando con miles de casos que ingresan al sistema, ellos tratan de cumplir con el principio que les señaló hace un tiempo, con motivo de la celebración del día del juez, don Enrique Tapia, quien fuera Presidente de la Corte Suprema, en el sentido que, en sus sentencias, el juez debe “provocar la paz social a través de una decisión justa de los conflictos”.
El concepto de Poder Judicial reside, precisamente, en la autoridad de las sentencias de los jueces, las que -según sea el caso- pueden alterar profundamente la vida de los ciudadanos; en ocasiones con efectos dramáticos. Efectivamente, una sentencia puede ordenar la privación de libertad de una persona y en casos gravísimos, condenarlo a prisión perpetua efectiva. También los jueces pueden declarar la nulidad de un contrato, entre ellos el matrimonio, y asignar la custodia de los hijos menores, sólo a uno de los cónyuges; las decisiones judiciales pueden ordenar el embargo y remate de bienes, la paralización de un proyecto industrial o minero, o de transporte, o la construcción de un edificio por razones medioambientales.
Para adoptar ese tipo de decisiones, ciertamente complejas y difíciles, los jueces deben gozar de total independencia, analizando cada caso con una mirada serena y profunda, al margen de todo interés personal y libres de presiones de terceros.
A veces, lamentablemente, confundiendo y enredando el trabajo judicial, suelen aparecer en el foro personajes, especialistas en incidentes e intrigas dilatorias, totalmente separadas de la justa defensa de una causa. También se presentan otros actores, como dice Calamandrei, “llevando en su legajo recomendaciones secretas, ocultas peticiones, sospechas sobre la corruptibilidad de los jueces y esperanzas sobre su parcialidad”.
La pérdida de independencia de los jueces constituye un riesgo enorme, no sólo para el sistema judicial, sino que para toda la sociedad.
Cabe confiar que la nueva normativa constitucional que, en definitiva, se apruebe, permita que nuestros jueces, en medio de su soledad y silencio, puedan llegar, como señaló el entonces Presidente de la Corte Suprema “a la convicción que con su decisión están otorgando justicia y se ajusta el derecho”.