Por José María Vallejo.- La expresión “igualdad sustantiva” es un concepto que se repite bastante en la propuesta de nueva Constitución, sin que dentro del texto se defina lo que significa. Se señala que es un principio que orienta los derechos establecidos en el texto, que los enmarca.
Parte en el artículo 1 señalando que el país “Reconoce como valores intrínsecos e irrenunciables la dignidad, la libertad, la igualdad sustantiva de los seres humanos…”. No la igualdad, sino la igualdad con el apellido “sustantiva”.
En el artículo 6, señala que “el Estado promueve una sociedad donde mujeres, hombres, diversidades y disidencias sexuales y de género participen en condiciones de igualdad sustantiva, reconociendo que su representación efectiva es un principio y condición mínima para el ejercicio pleno y sustantivo de la democracia y la ciudadanía”.
En el artículo 25 se señala una diferenciación más clara al afirmar que “toda persona tiene derecho a la igualdad, que comprende la igualdad sustantiva, la igualdad ante la ley y la no discriminación”. Y luego en el inciso segundo del mismo artículo: “El Estado garantiza a todas las personas la igualdad sustantiva, en tanto garantía del reconocimiento, goce y ejercicio de los derechos fundamentales, con pleno respeto a la diversidad, la inclusión social y la integración”. Y ese artículo finaliza con: “El Estado adoptará todas las medidas necesarias, incluidos los ajustes razonables, para corregir y superar la desventaja o el sometimiento de una persona o grupo. La ley determinará las medidas de prevención, prohibición, sanción y reparación de toda forma de discriminación, en los ámbitos público y privado, así como los mecanismos para garantizar la igualdad sustantiva. El Estado debe tener especialmente en consideración los casos en que confluyan, respecto de una persona, más de una categoría, condición o motivo”.
El parámetro de igualdad expuesto en la propuesta está explicado con claridad en el libro «La Constitución Feminista», donde las abogadas Florencia Pinto Troncoso y Verónica Undurraga Valdés, lo exponen en un ensayo específico sobre el concepto titulado «Igualdad en perspectiva feminista».
Señalan que el concepto tradicional de igualdad responde a una norma social que termina igualando sobre la base de los criterios hegemónicos.
“El derecho a la igualdad formal se explica normalmente utilizando la fórmula aristotélica de que hay que tratar igual a quienes son iguales. Esto refleja el valor que puede tener la coherencia al momento de juzgar situaciones equivalentes, pero como en la vida real nadie es idéntico a otro, el problema se traslada a determinar qué criterios utilizamos para definir cuáles diferencias entre las personas son irrelevantes y por lo tanto no debieran tomarse en cuenta para darles un trato diferenciado.
La sola fórmula de tratar igual a los iguales no responde esa pregunta y es necesario acudir a criterios externos.
La prohibición expresa de discriminación en razón de ciertas características como raza, sexo, orientación sexual, situación de discapacidad, entre otras, que está presente en muchas legislaciones, lo que busca es precisamente señalar ciertos factores que por regla muy general deben considerarse irrelevantes al momento de juzgar si dos personas se encuentran en igual situación frente a la ley”.
Al respecto, ponen un ejemplo que ilustra la desigualdad real de las mujeres en la sociedad versus la igualdad basada en la norma hegemónica:
“Una limitación importante del concepto de igualdad formal es que condiciona el trato igualitario a una comparación, lo que tiene el riesgo de que se exija para conceder un trato igualitario a un determinado grupo, que esa persona se asimile a los modos de vida o prácticas del grupo que sirve de modelo. Los grupos que sirven de modelo son aquellos hegemónicos que reciben un tratamiento al que quienes reclaman igualdad aspiran. De este modo, las mujeres deberían recibir igual trato en el trabajo que los hombres siempre y cuando trabajen exactamente igual que los hombres, lo que impide, por ejemplo, cuestionar el modo en que está organizado el mercado del trabajo y sus prácticas, que asumen que los trabajadores no tienen personas dependientes o labores domésticas a su cargo”.
“De este modo -señalan las juristas- la igualdad formal no cuestiona los modelos hegemónicos y solo invita a unirse a ellos a quienes se asimilen. El supuesto modelo neutral es en realidad el modelo hegemónico. Este es un problema no solo para las mujeres, que deben probar ser como hombres para recibir los derechos que ellos reciben, sino que para todos los grupos que reivindican una identidad propia a la que no debieran tener que renunciar para acceder a un trato igualitario. Las identidades diversas deben celebrarse, no hay que eliminar la diferencia sino prohibir el trato perjudicial que sufren las personas que no se ajusten a la norma, mediante una revisión de la propia norma que permita acomodar dicha diferencia.
El derecho a la igualdad formal cumple bien su objetivo de protección cuando la causa del trato desigual es un acto intencional de discriminación cuya causalidad es fácil de identificar. Es por eso que los tribunales, y típicamente el Tribunal Constitucional chileno, normalmente utilizan criterios como la razonabilidad de la diferenciación o la exigencia de
un ánimo hostil respecto de las personas que resultan afectadas por el trato diferenciado. Sin embargo, la concepción formal de igualdad no logra dar cuenta de muchas situaciones en que una determinada medida aparentemente neutral, adoptada sin ánimo hostil, o incluso las consecuencias impensadas de un conjunto de medidas o situaciones no atribuibles fácilmente a la voluntad de nadie en particular, pueden producir un impacto diferenciado desproporcionado y perjudicial respecto de un grupo determinado. Por ejemplo, las medidas propuestas por el gobierno para la reactivación de la economía golpeada por el Covid-19, afectan desproporcionadamente a las mujeres porque implican invertir en la creación de empleos en áreas de la economía que ocupan casi pura mano de obra masculina. Es por eso que el artículo 1 de la Convención CEDAW define discriminación contra la mujer como toda distinción, exclusión o restricción basada en el sexo que tenga por objeto o resultado menoscabar o anular el reconocimiento, goce o ejercicio sobre la base de la igualdad del hombre y de la mujer, de los derechos humanos y las libertades fundamentales en las esferas política, económica, social, cultural y civil o en cualquier otra esfera”.
Es por eso que la idea de hablar se igualdad a secas o de igualdad formal en la Constitución, no representaba algo suficiente, porque, a juicio de este concepto, podría mantener desigualdades existentes. Ante esto, la propuesta conceptual, que ahora es base de la propuesta de Carta Magna, debía dar un giro.
“Las estructuras limitan la libertad y las oportunidades de los individuos al posicionarlo en ciertas relaciones laborales, de poder y subordinación, de deseo y sexualidad, de prestigio, estatus, etc. Las estructuras mayores se sostienen en la operación de múltiples interacciones a nivel micro. Pero la desigualdad que sufren las mujeres no solo es producto de acciones voluntarias hostiles hacia ellas, sino que resulta en gran medida de esta confluencia de factores que sitúan a las mujeres en estructuras de las que nadie es directamente responsable, pero a las que todas y todos contribuimos. Es por eso que una constitución debe reconocer una concepción de igualdad sustantiva cuyo objetivo sea transformar estas estructuras y permitir una igualdad real”.
Dicha transformación de las estructuras se basa en cuatro dimensiones (lo tomamos literal desde la exposición de las abogadas):
Esta concepción de igualdad explica, sobre todo al admitir que se trata de una concepción asimétrica, las medidas de discriminación positiva puestas dentro de la propuesta Constitucional, particularmente con los pueblos originarios y diversidades sexuales (también se habla de “grupos históricamente excluidos”), en términos de reparación y compensación.
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