Por Javier Maldonado.- ¿Qué estará pensando El Pensador de Rodin? Es posible, muy posible, que esté ensimismado haciéndose la pregunta que algunos no quieren hacerse: ¿Cómo llegamos a esto?
Para haber llegado tenemos que haber partido, salido, iniciado el viaje hacia el fondo más negro de nuestra historia moderna, en algún momento. Esto es, por su parte, la realidad objetiva, aunque algunos escépticos pensemos que la objetividad no es mucho más que puras subjetividades contraídas a una sola. Así, la reflexión de cómo llegamos a esto significa que el viaje hacia la nada misma ha consistido en un irse deshaciendo, abandonando todo lo que se fue construyendo durante al menos un siglo, cien años de construcción, para llegar a la nada misma, el punto cero de la creación.
La vieja República de Chile era, fue, una realidad honorable, con sus altos y bajos, sus normales complicaciones, propias de toda adolescencia, crisis de crecimiento, pero nada impresentable. Parafraseando a Belgrano, es posible afirmar, con nostalgia, que fuimos ricos, cultos, educados y decentes. En unas cuantas décadas nos convertimos en pobres, maleducados y corruptos. Porque la Tercera República es una muestra de lo peor que una clase política mediocre e infame pudo haber concebido. Lo más visible de lo visible es que nunca antes tan pocos hicieron tan poco por tantos, como quizás habría dicho un famoso inglés muy inteligente e ingenioso, de ilustre memoria.
Pero, yendo aún más adentro, ¿qué habrá pensado Rodin que debía estar pensando su pensador? Sentado frente al mar (¡la- lara- laralara -laralá!), habrá estado pensando ¿qué hago aquí, en las antípodas, en la finis terrae de los renacentistas, tan lejos de cualquier parte? ¿Dónde estás, Rodin?; ¿por qué permitiste que me trajeran a este lugar al que acude tanta gente sin nada más que hacer que mirarme con curiosidad? ¿Es que no me vas a dar una mano? Miro a los paseantes de reojo y los encuentro absortos, haciendo como que me miran, pero volcados hacia adentro, hacia el sí mismo de cada uno, perplejos. No son como los que van a los museos, que al fin fingen un interés en las formas, el dinamismo escultural, la postura entre forzada y relajada de la obra; estos, los de aquí, vienen no a verme a mí sino como un pretexto para fugarse, en parte de ellos mismos, cada uno de su cada uno, y en parte, de lo cotidiano que los consume, lo de todos los días, todo el día, que no logran entender. Yo querría intentar un diálogo con ellos, intercambios de pensamientos y modos de reflexionar, pero estando aquí, la verdad sea dicha, no están aquí. Se podría pensar que no están en ninguna parte, exiliados en su incertidumbre, desviviendo… dicho de otro modo, retrocediendo constantemente en el tiempo, algo así como rogando por una explicación.
La cosa es que no sé si apenarme o no. En verdad lo lamento por ellos, desconcertados, al garete como dicen los marineros, navegando sin rumbo hacia ninguna parte. ¡Qué perdida de energía y de proyecciones! Sí, yo sé que también estoy detenido en el tiempo, pero es que mi tiempo es atemporal, y si alguien quiere saber en qué tiempo estoy tendrá que investigar a mi creador, Rodin, y consultar, pesquisar, qué pretendió él cuando me esculpió.
Pienso, para consubstanciarme conmigo mismo, que el viejo quiso darle forma material a lo metafísico de las ideas, y enfatizarlo en mi inmovilidad. Claro que ésta es aparente, porque si estoy pensando lo hago a velocidades variables, dependiendo de las ocurrencias. Pero hete aquí que aparece otro detalle; volvamos al principio. ¿Qué estaré pensando? A mi alrededor se mueve la gente y me produce la más completa certeza de que no son felices, aunque ser o no ser feliz sea aleatorio. Siento, eso sí muy fuerte, un sentimiento de vergüenza que antes no tenían. Pero ¡cuidado! Cuando digo “antes”, me refiero al pasado lejano, cuando este país era la República y era honorable y los chilenos, de un modo u otro, se sentían orgullosos de serlo. Es cierto que nuestra historia es muy poco ejemplar. En el pretérito pluscuamperfecto, que en gramática es el pasado del pasado, fuimos un reino inventado para que un príncipe pudiese casarse con una reina. Los secretarios y ministros de la reina exigieron que, por razones de protocolo, el pretendiente fuese del mismo rango que la deseada. Así que el emperador del mundo, padre del cuasi novio, exigió a sus secretarios que solucionaran el problema diplomático. Miraron los mapas y encontraron, allá abajo, en la curvatura inferior del planeta, un territorio, una supuesta provincia de España inventada por uno de sus invasores que vagaban por lugares imposibles. Ergo, la convertirían en reino, un reino que nadie en su sano juicio iría a comprobar su existencia territorial. ¿Y cómo podrían llamarlo? Muy fácil, majestad, Chile, el reino de Chile. Y así Felipe Habsburgo, apenas príncipe de Asturias, se convirtió, por secretaría, en rey de Chile, y se puso al mismo nivel que su tía María Tudor, prima de su padre, la pretendida, reina de Inglaterra. Es histórico. Está documentado. En tanto reino, era sui generis. Un reino sin rey visible. Una provincia que era un reino. Un reino que era una provincia. Una provincia que era una capitanía general, es decir, un cuartel militar mandado por un capitán general, el primero de los tres que hubo en el tiempo. Ese es el origen hacia 1550. La capitanía general lo fue durante 300 años. En 1827 se convirtió en república y los invasores españoles tuvieron que irse, una vez más, con la cola entre las piernas sin haber conquistado nada y sin haber sometido a nadie.
O’Higgins, en 1818, firmó el decreto por el cual los que hubiesen nacido en estas tierras se llamarían “chilenos”. Freire, en 1827, firmó el decreto que declaraba que el reino se llamaría, a partir de ese día, República de Chile y sus habitantes, reafirmaba, chilenos. El papa Vaticano rechazó la independencia de Chile y sólo la aceptó en 1846. Lo que ninguno firmó fue la vocación resuelta de los nuevos chilenos para matarse los unos a los otros en cruentas y periódicas guerras civiles, por cuestiones políticas: entre 1812 y 1891, nueve guerras civiles, miles de muertos ¿y por qué? Porque liberales y conservadores no se querían en lo absoluto. No existía la izquierda, una izquierda para echarle la culpa. Eran ellos, fueron ellos, los instaladores de la violencia política que nunca más se contuvo. Hasta hoy en la mañana. Bueno, dirán algunos no sin razón, ajustes necesarios, el futuro así lo exige. Pero dado que el futuro es hoy, es decir, que el futuro es siempre ahora mismo, si las ideas no se ajustan, entonces cambiamos la diplomacia, la argumentación ideológica por la preeminencia de los señores Smith & Wesson, siempre dispuestos, bien dispuestos, a dar una mano.
Lo otro, lo oculto, aunque sea lo más evidente, es que la pobreza en la educación da lugar a una falta de valores éticos básicos, que a su vez abren camino a la corrupción, que forja siempre una matriz perversa. La conjetura más cierta será entonces que El Pensador está pensando una pregunta que es indispensable hacer y responder: ¿Qué hacer cuando no se soporta más, cuando el calor quema los adoquines y el asfalto por donde corre una cólera que no se sabe de dónde viene (aunque se sospeche) ni adónde lleva, aunque se presuma? El sentido común, piensa El Pensador, sugiere que no quedarse callados, levantar la voz, decir a gritos lo que más duele, lo que lastima, como una forma única de empezar a sanar. Como dice la publicidad de un producto de belleza:¡ porque lo merecemos!
No hay modelos de felicidad, quiero decir modelos referenciales que indiquen que todo lo que se parezca a tal cosa es signo de felicidad y que, por el contrario, todo lo que deje de parecerse a la misma cosa, sea signo de no felicidad. Entonces, digo, pienso, la existencia en este lugar no es fácil, es más difícil de lo que parece. Estas personas se quedan con cara de pregunta, pero en esa cara no aparezco yo. Se preguntan qué están haciendo aquí, por qué vinieron, para qué. Quizás, conjeturo, en busca de una respuesta, la respuesta que no encuentran en ninguna parte, la respuesta a las preguntas que hacen y que nadie les responde. Un hombre parecido a un cuadro del belga René Magritte tiene cara de estarse preguntando, pensando, quiero decir ¿cómo llegamos hasta aquí? ¿cómo llegué yo hasta aquí? Y me mira como siguiendo mi propia mirada, con cara de que tal vez yo tenga la respuesta que él no tiene y que no ha podido conseguir a pesar de su insistencia.