Por Pedro Barría Gutiérrez.- Es difícil analizar objetiva e integralmente el fenómeno de la violencia. Primero, debido a la emocionalidad y polarización que suscita, no existe un claro y uniforme rechazo de la violencia. Segundo, más allá del área política y social, la violencia crece en muchos campos, lugares y circunstancias (familias, relaciones amorosas, tránsito vehicular, escuelas, trabajos, religión, delincuencia, narcotráfico). Tercero, no hay un abordaje interdisciplinario para su estudio (¿alguna Universidad estará haciendo algo en ese sentido?). Cuarto, la tendencia a la minimización de los fenómenos graves (“No, en Chile esas cosas no pasan”). Por ejemplo, ante las primeras informaciones sobre graves casos de corrupción, hace unos 15 años, la élite dirigente los minimizaba comparándonos con otros países. “No, cómo se les ocurre, de ninguna manera. Chile no es un país corrupto”, se decía. Ese optimismo sin base terminó ante sucesivos escándalos públicos masivos: la corrupción en el Ejército, Carabineros, los aportes empresariales a la política, la colusión empresarial en las farmacias, los pollos y el papel higiénico, los abusos de pedofilia y poder en la Iglesia Católica y otras confesiones.
La violencia, expansiva y creciente, es parte de la actual crisis de convivencia. No hay ámbito en que no impere. Podría arrastrarnos a un estado de confrontación en todos los planos, no solamente en la política. Colombia hace varias décadas vivió un prolongadísimo enfrentamiento armado agudo, llamado “la violencia”. Amainadas las confrontaciones, el tema fue estudiado interdisciplinariamente, a través de investigaciones impulsadas por el Estado.
Al margen de personas y grupos que embozada o desembozadamente piensan que es bueno vivir en un estado de permanente violencia y caos, es imperioso eliminar la violencia para construir relaciones humanas y grupales de colaboración y no de confrontación, mejorar la calidad de vida y superar así la incertidumbre y el miedo que muchas personas padecen en Chile hoy. La mera invocación a la esperanza y la fe no bastan. Se requieren acciones concretas de construcción de paz, en el pensamiento, las actitudes y las conductas.
Chile es hoy un país cada vez más violento. La violencia penetra por cualquier intersticio –no requiere un forado— y se asienta en la mente y corazón de muchas personas y en todos los campos de nuestra vida. Hasta ha surgido la “violencia vial”. No pocos incordios entre conductores terminan a golpes, fierrazos y/o balazos, con destrucción de vehículos, lesiones y a veces muerte. Ha recrudecido la violencia en los delitos. ¿Por qué delitos que antaño se limitaban al despojo de bienes, sin extrema violencia, ahora se realizan con una innecesaria violencia y crueldad en portonazos, encerronas, alunizajes y asaltos? ¿Será que el contexto de violencia en que vivimos ha provocado la rebaja de los límites “éticos” hasta para las acciones delictuales? ¿No influirá ese contexto en la indiferencia y desprecio de los narcotraficantes respecto de las inocentes víctimas fatales de sus enfrentamientos?
Para la superación de esta cultura de la violencia no bastan constituciones o leyes, sino se requiere educación, pedagogía social y socialización política en la colaboración, hacia todos los sectores del país, sus instituciones, partidos políticos, organizaciones sociales y principalmente hacia niñas, niños y adolescentes. Se requiere un tajante repudio unánime a la violencia, o por lo menos mayoritario. Si en la Constitución de 1948, se escribió que “Italia repudia la guerra”, ¿por qué no nuestra nueva Constitución no podría señalar que Chile repudia la violencia en todos los planos y no solo contra las mujeres, como la limitan algunos constituyentes?
Un grave escollo para la condena a la violencia es el aura de legitimidad que le han brindado algunas ideologías pre nucleares, no reevaluadas a la luz de las realidades actuales. Así, muchos actos de violencia activa, cruel, innecesaria e injusta contra personas indefensas y bienes, a partir de octubre de 2019 pasaron a constituir motivo de orgullo para sus autores y de admiración de muchas personas. La tortura, al contrario, no goza de legitimidad. No hay –o son muy pocos— los torturadores que reconocen serlo y defienden su oficio.
Muchas personas que condenan la violencia intrafamiliar, contra mujeres, niñas, niños y adolescentes, no lo hacen con la violencia innecesaria contra personas y bienes con motivo o no de una protesta. Esta incongruencia ciertamente contribuye a la mantención del contexto de violencia.
La violencia nos enfrenta a un problema ético. La condenamos decididamente en cualquier tiempo, área y lugar o callamos y la relativizamos comparándola con otras violencias. La violencia es un abuso de poder en contra de un vulnerable. En todo tipo de violencia, la persona violenta despersonaliza a su víctima reduciéndola al carácter de objeto de su imposición y dominación.
Para Simone Weil la violencia transforma a la víctima en cosa. Para ella, escapar de la fuerza y la violencia solamente se logra por una suerte de milagro, una salida de la oscuridad a la luz, el salto a un plano más elevado que lograron ciertos individuos y fundadores, como Buda, Krsna, Sócrates o Jesús. Podríamos agregar a Ghandi, Mandela y Martin Luther King.
Hay que desterrar el odio como emoción y la violencia que engendra, antes que el odio mate a Chile como clamó tantas veces el Cardenal Silva Henríquez. Si no, continuaremos hundiéndonos en un foso sin fondo.
Chile es hoy un país violento y no puede haber aspiración más humana que dejar de serlo.
Pedro Barría es abogado y mediador, miembro del Club del Diálogo Constituyente