Por Michelle Juárez.- Camino por las entrañas de mi país Guatemala al encuentro de los brazos amables, las mentes brillantes y las sonrisas cariñosas que se han convertido en la imagen del heroísmo ante mis ojos. Es marzo de 2021. O ¿será marzo de 1980?, creo que es marzo de 1890, no sé. Parece que por acá el tiempo se detuvo en una eterna época de escasez, un tiempo en el que todo falta menos los sueños de un futuro diferente.
Ah, no, no retrocedí en el tiempo. Continúo en pleno siglo XXI con su tecnología y comunicación sin barreras, pero aquí en Guatemala, en esta esquina derruida de Centroamérica, parece que las barreras sí existen, siempre han existido y son lo único que permanece disfrazado de analfabetismo y abuso de poder.
¿Cómo sé que avanzando sobre la polvorienta carretera que rompe la Sierra de las Minas no estoy caminando de espaldas al futuro? ¿Qué me asegura que no me metieron en una máquina que va hacia atrás en la cuenta de los años de dictaduras, genocidio, bananeras, expropiaciones y esclavitud?
Ya encontré evidencias de que sigo en el 2021: en medio de un campo árido cubierto por un polvillo macilento ha desaparecido la selva virgen, el bosque nuboso y la biodiversidad que confiaba en el buen juicio y agradecimiento humano. Entonces no me queda más que reconocerme parte de un sistema fallido que nos ha arrastrado a la indiferencia, pero me niego a rendirme y dejarme absorber por ese gusano espacio temporal que fragmenta la realidad a su antojo donde solo la injusticia y la desigualdad avanzan como señoras por su casa, bien seguras de que su prole crecerá y engordará a expensas de las comunidades burladas, hastiadas y miserables.
No sé por qué mis palabras siempre destilan un levemente intenso sonido contestatario, pero es que no encuentro sosiego frente a la hipócrita y descarnada realidad de nuestra insípida conciencia social que no ve más allá del derecho de nuestra nariz mientras que el 99.9% de los demás, los sin ventura, dan patadas de ahogado. ¿Qué hacer frente al reclamo de mi gente? Quisiera verlos a los ojos, a cada uno de ellos, y asegurarles que no merecen lástima y socorro sino la validación y la dignidad que brindan las oportunidades, esas que jamás debieron desvanecerse como el dulzón humo del incienso en la catedral durante una misa de cuaresma.
Claro que además de herramientas para el desahogo, mi cerebro y mis manos sirven como instrumentos listos para construir, proponer y ejecutar lo que sea necesario con tal de que las comunidades que visito superen su rezago y rompan esa burbuja de subsistencia en la que están atrapadas porque no se vale simplemente berrear una queja vacía desde la comodidad de mi casa urbana con agua potable y frijoles refritos con margarina mirasol light; no se vale exclamar con los ojos bien abiertos: «¡Qué barbaridad, pobre gente!» No se vale cruzarme de brazos sentada cómodamente en mi pérgola clasemediera con aires wannabe.
¿Qué es lo que sí se vale? Se vale darse una vueltecita por los potreros más allá de la casa patronal, sacudirse la modorra de la siesta y arremangarse las mangas para echar punta junto a quienes luchan por educar, proteger y amar a sus hijos, a sus alumnos, a sus vecinos. Se vale detener este retroceso, se vale provocar que la máquina del tiempo construida en Guatemala nos haga dar un salto hacia el futuro de bienestar y desarrollo que todos, absolutamente todos merecemos. Eso se vale.
Michelle Juárez es Licenciada en Comunicación y Letras por la Universidad del Valle de Guatemala. Posgrado en edición por la Universidad Complutense de Madrid. Columna publicada en Casiliteral.com
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