Por Fidel Améstica.- A inicios de los noventa aprendí algo de alta significancia. Si hurgan en los diarios de la época y archivos de noticiarios, encontrarán frases muy parecidas: «Chile no es un país corrupto», «Es un caso aislado», «Aquí lo que hubo fueron irregularidades», «Puede que sea ilegítimo, pero no transgrede la ley», y así por el estilo. Codelco, La Nación, inmobiliarias y demases, dignos y ejemplares. Y un fenómeno nuevo: edificios que una vez terminados pasaban meses y años sin ser ocupadas sus oficinas en arriendo, en Santiago centro, El Golf.
Cuando los enunciados se reiteran con mucha semejanza entre sí, muy bien construidos, impolutos e impermeables a la réplica argumentativa, afinen las narices ante esa asepsia y perfume: lo que ocultan es la pudrición. Bien maquillado, este país caminaba con las escaras a punto de reventar. Al «Justicia en la medida de lo posible» de Aylwin, vino como discurso de cierre del siglo XX la «modernización del Estado» y «tener visión de futuro» de Frei Ruiz-Tagle. Pero lo más republicano fue la frase de Lagos, y que inaugura nuestro criollo siglo XXI: «Dejemos que las instituciones funcionen», y ya es historia lo del caso MOP-Gate.
No hubo justicia. La modernización del Estado no es más que un ajuste de motor completo para un camino sin vuelta atrás. La visión de futuro es darle la espalda al pasado. Y las instituciones… bueno, funcionan en esta máquina. Ningún ideologema en esas proclamas. El mayor triunfo del diablo es cuando ya nadie cree en su existencia, ¡ojo! Y quedamos huérfanos, a la deriva, sin poder arraigarnos en nada más que la subsistencia en un país sin carnaval en el que pudiesen respirar de vez en cuando nuestros demonios. Esto explicaría quizás nuestra veleidad, nuestra tendencia a la polarización, las revueltas cada 30 o 50 años, las barras bravas. Que la sociología y la antropología hagan su tarea. Aquí manda la biblia del crecimiento económico, porque el crecimiento espiritual no entra en esta baraja.
Luego vendrían Bachelet I y Piñera I; Bachelet II y Piñera II. De un extremo a otro. ¿Quién entiende esto? ¿Tan aburrido es este país? ¿Y qué hacer? Los juveniles e inmaculados rostros del Frente Amplio entran al ruedo. Vino el estallido social, el Acuerdo por la paz y la nueva Constitución: plebiscito de entrada, rotundo por el Apruebo; y el de salida, y con más votación, Rechazo. El fracaso del proceso constitucional da para varias páginas, y lo menos que se puede decir es que solemos olvidar que los votos son prestados nomás.
La experiencia de la tiranía cívico-militar caló profundo: después de vivir el dolor y la humillación, ya a más nadie le importó nada. Cada uno que se arme una vida como pueda. ¿Y la solidaridad? Para eso está la Teletón. ¿Y los pueblos originarios? Sí, no son muchos, y está bien que existan, pero por allá, y que hablen en su lengua si quieren. Lo que importa es la seguridad, que nadie me quite «lo que a mí me ha costado», ni los flaites, ni el fisco ni las financieras.
Los grafitis del octubrismo reiteraron las palabras «libertad» e «igualdad». Por ninguna parte leí «fraternidad». Muchos perdieron sus ojos y la vida, y la cárcel siempre es para el pobre. ¿Y el pueblo unido? ¿Hay pueblo acaso? La masa no es lo mismo que el pueblo, este tiene raigambre, memoria, identidad, empuje y voz propia; y la otra es algo informe, indefinido, manejable, voluble.
No se entienda, de ningún modo, que menosprecio ni menoscabo el pronunciamiento de las urnas. El país habló, y muy claro: Rechazo a la propuesta constitucional de la Convención. Las razones de ello podrán parecernos como nos parezcan, pero se actuó ajustado a derecho. Y aparecen, entonces, los políticos de uno y otro lado diciendo saber lo que es o quiere la «gente»; nunca se refieren al «pueblo».
Se planteó que «la gente» quería cambios. Luego, que «la gente» no quiere «aventuras revolucionarias» ni «experimentos estatistas». La elección de los adjetivos habla mucho de quienes los profieren y de las ideologías que no sinceran. Y cabe la interrogante: ¿«La gente» se pregunta a sí misma qué cosa quiere?, ¿se pregunta a sí misma quién es y hacia dónde va?, ¿o se conforma y solaza con una mera imagen de sí misma? Si la revuelta de 2019 fue por justicia, libertad e igualdad, ¿entendemos todos lo mismo con esas palabras? ¿Será posible que una gran parte asociara esos términos a la falta de acceso a bienes que otros sí pueden poseer? Habeo, ergo sum: Tengo, luego existo.
Natividad Llanquileo, que integró la Convención Constitucional, afirmó que «no justifico a las poblas que se sienten condominios». Pésimo enfoque, porque se entiende que el no plegamiento a un lenguaje que enarbola una «causa justa» supone arribismo, desclasamiento, racismo, homofobia y un largo etcétera nacido de la frustración. A su vez, al enunciar «la pobla», en ese tono, muestra no más que un desprecio a lo que dice defender, aunque en códigos que no nacen ni son de «la pobla».
Las personas no solo queremos subsistir, sino que también prosperar. ¿Y cuáles son los modelos para alcanzar ese objetivo? El de los winners, el de «los vivos», los oportunistas, los que «la hacen». ¿Qué atractivo tiene ser honesto, solidario, estudioso y aplicado? ¿Se puede culpar a «la gente» por ello cuando hoy a los profesores de toda la educación no se los ve como formadores sino que como prestadores de servicio? Lo del Instituto Nacional es sintomático de lo que pasa en Chile: nadie quiere élites, aunque no todos entiendan lo mismo con esta palabra. Cada cual cree que lo suyo vale lo mismo que lo de cualquier otro y si lo puede imponer, mejor. Los que andamos en micro y en metro lo vemos a diario.
Se manoseó hasta el hartazgo la metáfora de la «casa de todos» para referirse a una Constitución que nos uniera. Mentira. Este es un país que se odia a sí mismo, que nunca agradece lo que tiene y lo que es; todos y cada uno envidiamos lo que tiene el otro. El sentido crítico, propio del estatus de personas inteligentes, muchos lo asumen como arrojo descalificatorio. Si la palabra es la casa del Ser, de acuerdo a Heidegger, ¿quién puede vivir en algo así? Agustín Squella entendía que en una «casa de todos» a unos les va mejor que a otros, pero todos se sientan a la misma mesa. Bueno, aún no tenemos casa, hay que comer donde se pueda.
Sonia Montecino prefiere hablar de una Constitución que sea la «mesa de todos». Qué hermoso poder vivirlo. Comer el mismo alimento preparado con amor, vernos las caras, hacer la sobremesa, incluso si se dan discusiones, aunque no a tal punto que a uno se le quite el apetito y le den ganas de pararse e irse. Y que nos repartiéramos las tareas a la hora de comer: unos van por los insumos, otros los cocinan, unos ponen el mantel y los cubiertos, algunos ayudan a servir; después unos cuantos recogen la mesa, otros lavan los platos y los guardan. Solo que un porcentaje enorme de nuestras familias están quebrantadas, y ese modelo de convivencia, de calidez, poco y nada se transmite. Hay un montón de hijos e hijas (o si lo prefieren, «hijes») a la espera de la muerte de sus padres para cobrar su tajada por poca que fuese.
Pienso que esto es más bien un juego. Un país con tantas odiosidades, rencores, injusticias y miserias (pese al crecimiento económico); lleno de lenguajes endogámicos y conductas atropelladoras, de mojigatería en la corrección política incluso entre amigos cercanos; un país así, para que no nos matemos unos a otros, necesita una cancha donde jugar y descargar ahí todas las energías acumuladas, resolver los problemas en un partido. Si el proceso constituyente ha de proseguir, debiese terminar en una buena cancha, «una cancha para todos». Sin embargo, para entrar al juego, hay que saber jugar; y si se quiere ir y ganar un torneo, hay que prepararse y dar lo mejor. Unas veces se ganará y en otras, habrá que saber perder. Nadie las gana todas, pero siempre habrá un partido que jugar. Y obvio, saber las reglas y respetarlas.
Días antes del plebiscito, pensaba en todas las «gentes» que conozco. Y me dio pavor: «una persona, un voto». En cada esquina, en cada casa, en cada familia, hay un malnacido, un sinvergüenza o un oportunista, con una imagen superlativa de sí mismo, pinteado y perfumado, y aun así apesta. El pueblo es variopinto en su igualdad. No es el fin del mundo tampoco. Tengo amigos y aprecios importantes entre los que eligieron una u otra alternativa, y no renunciaré a comer con ellos en una misma mesa, bajo un techo común, antes de ir a jugar el siguiente partido, aunque nunca fui muy bueno para la pelota, pero en algo hay que transformar lo que uno come, ¿o no?: «Dime en qué transformas lo que comes, y yo te diré quién eres».