Por Fidel Améstica.- Vivi solía reclamarle a la clepia porque no daba flores. La regañaba. «Te cuido, te riego a diario, te converso, y tú, naca la pirinaca», más o menos le decía. En un pequeño macetero adosado a la pared que daba a su peluquería, la enredadera creció no mostrando más que el lustre de sus hojas. Más plantas daban vida a ese espacio que conjuntaba una terraza, su casa, el jardín y su peluquería, trabajo y negocio que le dio por años independencia económica y libertad para decisiones vitales.
Más amiga de mi esposa Berta, también cultivamos el cariño cotidiano y fiestas de cumpleaños tanto en su casa como en la nuestra, primero con su esposo Marcelo y después, ya separada y con un pololo que también fue su amigo y un amor distinto que la hizo crecer, con Leo, experto cocinero y entusiasta cantor de rancheras a punta de teclado y sombrero ad hoc. A sus hijos los vimos madurar y construir sus vidas.
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Algo notable de su carácter eran sus dichos o formas de interpelar lo cotidiano. Se hizo amiga de la Negra, mi mujer, cuando la peinó para nuestro matrimonio. «Cuando te vea el lunes, ya no te podré decirte Bertita, sino que A-bier-ti-ta», así empezó el cariño. Entre las peripecias de ambas, supe de algunas; por ejemplo, llegaban a un local de textiles o lanas, y al no ver a ninguna vendedora, Vivi profería en un tono educado y cordial: «¿No hay ninguna ramerita cabrona que atienda por aquí?».
En otra ocasión, vieron a dos indigentes en la vereda, en flagrante estado de intemperancia, tirados en el suelo, sucios y malolientes, con su cajita de vino blanco para capear el calor, y en un arrebato doméstico, los increpa: «¡Ñañi! (así llamaba a su esposo Marcelo), ¡no te dejé en la casa! ¡Qué estái haciendo aquí con el Fidel! ¡Nosotras dejando los pies en la calle para las compras de la casa y los perlas dándose la gran vida! ¡De vuelta, no los quiero ver aquí y cuando lleguemos a la casa, ahí vamos a conversar! ¡Ya!, ¡partieron nomás!».
Cuando iba a cortarme el pelo con ella, siempre me preguntaba: «¿Cómo lo vas a querer, Negrito?». Y yo, muy serio: «¡Como Luis Fonsi, Cholita!». Y me espetaba: «Yo corto el pelo, no hago milagros». Y me pasaba una máquina que por años prometió que iba a cambiar. A veces me sentía como en la peluquería de Cantinflas. Siempre me cobró barato, aunque cada vez que iba le pedía rebaja, solo para estimular su irreverente verba. Y pese a tener una peluquería, jamás le agradó que la llamaran «peluquera», se definía a sí misma como «estilista» (por algo había estudiado varios años su oficio e incluso se pagó algunos viajes al extranjero para perfeccionarse). Además, de que tenía estilo, lo tenía, inconfundiblemente.
Como es de toda lógica y esperable, por su trabajo, las hacía de confesora, psicóloga, consejera o pañuelo de lágrimas. Conocía su barrio y a su gente. Más de alguien seguro le contaba sus cosas para presumir más que nada, no sé, que se compró un auto, que se va de vacaciones al extranjero, que el marido o el hijo tiene un puestazo o qué sé yo. Ella solo escuchaba; que recuerde, nunca elaboró un juicio de valor sobre ese tipo de personas, que por lo usual presumen para ocultar carencias que no se confiesan ni a sí mismas.
Muchos le decíamos «Cholita», porque ella misma llamaba a sus amigos así. Me gustaba eso; tiendo a creer que de modo inconsciente nos recuerda nuestra ascendencia afro que hemos olvidado. La riqueza de nuestra morenidad viene de una paleta diversa. Al ver a niños jugando en la calle, exclamaba con una sonrisa: «¡Qué felices se ven estos bastarditos!». A los gatos los llamaba «pichirilo» o «pichilerito», y lo más probable es que ignorara que la palabra es italiana, napolitana para ser más específico, piccirillo, «niño». A nuestra pequeña quiltra peluda, la Sandunga, la llamaba «Cochi Cochi», y esta saltaba y chillaba cuando la sentía venir incluso antes de que doblara la esquina cuando venía a nuestro hogar.
Con un par de sus amigas, Elia y Berta, mi compañera, tenían sus viernes de Lulú, en su casa o en la nuestra. Jugaban cartas, dominó, se servían su trago, se noticiaban de sus vidas, le daban al karaoke, y ahí la Vivi siempre ponía el tema de Gilda «Fuiste», y en los interludios deslizaba por el micrófono: «Yo soy Vivi». Un tiempo y un espacio solo para ellas, respirar y reponerse de las tensiones o agravios que el mundo suele ofrecernos a todos. Y en nuestra casa, Vivi, la Cholita, vio que la clepia tenía flores, «¡y a mí por qué nunca me da!; ¡siempre me da flores secas!»…
«¿Cómo que flores secas?», la interrumpió mi esposa Berta sorprendida. Y resultó que su clepia nunca le había dado flores porque cuando estaban abotonadas tenían un aspecto cercano al marchito, por lo tanto la Cholita tomaba las tijeras y las podaba. «¡Esas son las flores, Vivi! ¡Son los botones que están por abrir!»… Al enterarse y reírse de sí misma, exclama a su propia persona: «¡Ahí tenís ají pa’ tu caldo, estúpida!», frase que aplicó a muchísimas situaciones.
Vivi, la Cholita, falleció el 19 de enero pasado. Cinco o seis meses antes le detectaron un cáncer colorrectal en etapa 4, lo que significa metástasis, y para peor, en el hígado. Hacía más de un año, o más de dos, no recuerdo, iba al médico a explicar sus molestares, y siempre le dijeron que eran hemorroides, y solo cuando exigió los exámenes vieron lo que era en verdad. «¡Yo conozco mi cuerpo! ¡No son hemorroides!». A partir de entonces, todo se aceleró.
Cargaba en su corazón la pena de haber perdido a su madre y, antes, a su hermana. Y ahora, su padre también cargaría con la de ella. Y aquí quiero hacer una pausa, un paréntesis…
Si la Cholita hubiese sido una tal por cual, cuya alma se hubiese corrompido, habría sido necesario declarar por lo menos tres días de duelo nacional y los edificios públicos tendrían que izar la bandera a media asta. Más de algún diario o medio habría echado mano a la falta de pudor a granel para depurar la memoria. Vivi no era tan importante como para merecer esas monsergas y loas públicas desvergonzadas, que le podaran la memoria como ella lo hizo con los botones de su clepia.
No hay muerto malo ni guagua que sea fea. Es verdad. Ningún finado puede hacer daño ya, y los recién nacidos portan la belleza de la vida que se inicia. Quienes mueren, sin embargo, dejan un rastro, y quienes crecen y se desarrollan se afean según sus acciones. Y del rastro y las acciones de la Cholita, puedo atestiguar algo que no me esperaba: una evidencia y un milagro.
La evidencia, no por evidente, solemos verla. Y es que todos moriremos. Todos lo sabemos, pero a nadie le gusta hablar de la muerte. El milagro, creo, se relaciona con lo que una muerte genera o despierta alrededor. Y eso que se generó alrededor tiene varias palabras: solidaridad, fraternidad, generosidad. Solidaridad, por las cualidades de sólido, firme, compacto; fraternidad, por natural y genuino; generosidad, por bien nacido, nobleza y capaz de engendrar vida.
Se nos olvida que muchas personas murieron en soledad durante la pandemia de covid, que no hubo un rito fúnebre para despedir a nuestros seres queridos, como tampoco lo hubo para los detenidos desaparecidos. Viviana murió de 54 años. «¿Tienes miedo, Cholita?» —«No, pero a veces me da pánico». Y estas palabras las oímos mientras la cuidaban quienes la querían. Mi esposa era su apoderada ante los médicos y le inyectaba sus medicamentos por el catéter que ella misma aprendió a colocar; Leo, su pareja, le preparaba la comida y se la daba, y le conversaba; Elia, Vicky, Rosita Helena, Pamela, se turnaban, aseaban su casa, la bañaban… Todos colaboraron para acompañar el mejor morir posible, para que la vida pueda continuar. Ahí estuvieron, sólidos, firmes, genuinos, nobles… dando el amor que tenían.
No quería que nadie más la fuera a ver. Morir es un acto íntimo y sagrado, no se está en exposición pública. Aquí, el pudor va de la mano con la dignidad. Y una vez que nos acercamos a su cuerpo ya sin respiración ni latidos, habiendo recuperado su rostro tras los dolores y la desesperación, con una expresión de alivio y serenidad, besamos sus manos, su frente, sus pies…
Más que la pena, brotó en el corazón de cada uno el sentido de la sacralidad de la muerte, que ese cuerpo sin vida ante nosotros es sagrado, que es merecedor de todo el respeto del mundo, y estamos en paz. Cada cual colaboró con algo: llevar su cuerpo al cajón, barrer la terraza, disponer el espacio donde sería velada, en su casa, no en una capilla, no en una funeraria, sino que en su casa, hasta donde llegó también Marcelo para agradecer, acompañar a sus hijos, abrazarnos.
Cuando dio su último aliento se escucha una fiesta a lo lejos. Un coro de mujeres, como si fueran las bacantes o las ménades, cantaban a capela y al unísono: Fuiste mi vida, fuiste mi pasión; / fuiste mi sueño, mi mejor canción. / Todo eso fuiste, pero perdiste. / Fuiste mi orgullo, fuiste mi verdad / y también fuiste mi felicidad. / Todo eso fuiste, pero perdiste (…). «¿Escuchan?», dijo Leo tendido junto a la Cholita. «Es la canción de Gilda que cantaba la Vivi».
¿Quién dijo que hay que estar con el pueblo? ¿No será mejor ser pueblo?… pero SER PUEBLO, no una masa vociferante y veleidosa, una masa ignorante de la que se sirven algunos; porque el pueblo es grande, cuida su memoria y a su gente, sabe recibir la vida, acompañarla y despedirla. Y en ese camino, aprendemos a perderle el miedo a la vida. Y creo que la vida se trata de eso, de aprender a perderle el miedo a la muerte, a morir. Por ahí va la forma natural del milagro.
Quienes mueren dejan un rastro, un perfume que de vez en cuando nos visita. Pensaba ese 19 de enero, de madrugada, que la Cholita no conocerá a la criatura que su hija Javiera trae en su vientre; Vito, su otro hijo, queda solo en la casa, y es probable que su padre lo acompañe. Las iglesias y religiones podrán decir lo que quieran, pero nadie sabe lo que viene después, el cuento no es como lo cuentan, hay un misterio ahí. Apenas somos un balbuceo de la vida en busca del calor de la vida, y vemos que la vida llama a la vida, y la vida la devora. Eso es todo.
Al salir a la terraza esa noche, vi que la clepia había florecido. ¡Ahí tenís ají pa’ tu caldo!
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