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Las tumbas de nuestros antepasados

Por Fidel Améstica.- No me mata la distancia / ni la ausencia de un latido, / ni la pena, ni arrogancia… / solo me mata el olvido. (Copla en el Memorial de Paine en el mosaico de Juan Manuel Ortiz Acevedo).

Yannis Ritsos fecha el 20 de marzo de 1968 su poema «Las tumbas de nuestros antepasados», en Leros, una inhóspita isla del Egeo donde la Dictadura de los Coroneles lo mantuvo preso en precarias condiciones de salud. Para los 30 años del golpe chileno en 2003, lo traduje con la invaluable ayuda de don Miguel Castillo Didier. La versión de Heleni Perdikidi de 1979 no me satisfacía, desconfiaba de su versión. Necesitaba entrar en la cadencia de esos versos narrativos, ceñidos no a la métrica, sino que al ritmo de la prosa, de los períodos enunciativos, algo entre el verso y la prosa poética, como si uno escuchase la voz de un testigo cuyas cicatrices se adivinaran bajo el velo de las palabras:

Era imperativo guardar a nuestros muertos así como su entereza, no fuera acaso que en algún momento
nuestros feroces rivales los exhumaran y se los llevasen consigo. Y entonces,
sin su protección, peligraríamos por partida doble. ¿Cómo viviríamos
sin las casas, nuestros muebles, nuestros terrenos, sobre todo sin
las tumbas de nuestros antepasados guerreros o sabios?

Perdikidi traduce así el inicio del poema: «Conviene que guardemos a nuestros muertos y su fuerza». Suena a un consejo, una propuesta, cuando la expresión original conjuga un verbo impersonal (πρέπει, prepi) en pasado imperfecto, y con sentido imperativo y de urgencia inevitable: «έπρεπε να φυλάμε» (éprepe na filame), «teníamos que cuidar», como que no había de otra. Y lo que traduce por «fuerza» (δύναμη, dínami) es más bien un vigor en la fortaleza de ánimo, de carácter moral incluso en el contexto de los versos.

Custodiar, vigilar, proteger: Era imperativo guardar a nuestros muertos así como su entereza. ¿Y quiénes de nuestros muertos? Guerreros y sabios. Su vigor en específico. Terminaremos sin duda, cada cual, en condición de difunto, y aunque nos iguala el que todos respiremos oxígeno, bebamos, comamos y aportemos con nuestras deposiciones, no así el cómo ocupamos el tiempo que nos tocó. Quien responda a la vitalidad, tras el despacho al silencio, permanece, por ley de conservación de la materia y la energía: no se crean ni destruyen, solo se transforman. Quien no viva realmente, ¿puede morir en verdad?, ¿tiene derecho a esa majestad?

Para los helenos, en su historia milenaria de guerras, tiranías, migraciones y refugiados, los restos óseos de sus antepasados son parte del equipaje. Incluso, los huesos de sus santos ortodoxos son besados. ¿Qué hay en ello?, ¿fanatismo acaso? No, tan solo veneración por la propia memoria: individual, familiar, social, espiritual… humana.

Si los enemigos saquean el vigor de nuestros antepasados, sin esas reliquias, nos quitan todo. ¿De qué sirven los terrenos, las casas, los bienes materiales, sin aquello que les da sentido? El producto del trabajo no es la base, sino la consecuencia de contar con un fundamento de vida: si perdemos las cosas que nos permite el sudor de nuestra frente, saber quiénes somos y de dónde venimos nos posibilita continuar, crecer, prosperar, y no anquilosarnos en la frustración, la rabia o el resentimiento. Y Ritsos pone un ejemplo:

[…] Recordemos
cómo los espartanos robaron los huesos de Orestes desde Tegea.
Sería menester
que nunca nuestros enemigos supieran dónde los tenemos
enterrados. Sin embargo,
¿cómo podríamos alguna vez saber quiénes son nuestros enemigos
o cuándo y de dónde aparecerán? Por tanto, sepulcros grandiosos, no;
adornos llamativos, tampoco ―esas cosas atraen la atención y la envidia.
Nuestros muertos
no las necesitan en absoluto ―sobrios, modestos y silentes ahora,
son indiferentes al hidromiel, las ofrendas, las glorias vanas.

El hecho histórico que menciona el poema se remonta al conflicto, posterior a las Guerras Médicas, entre Esparta y Tegea, relatado por Heródoto. Los espartanos tomaron del heroon (ἡρῷον) de Tegea las supuestas reliquias de Orestes. El sentido de este robo es incidir en la lealtad del héroe hacia Esparta. «Poseer» un héroe es signo de prosperidad y protección, así como de identidad y raigambre. Algo similar ocurre con Cimón de Atenas llevando los huesos de Teseo a su polis, o lo que cuenta Dionisio de Halicarnaso sobre el heroon de Lavinia dedicado a Eneas —o de este a su padre Anquises—. En la cultura cristiana, cumple un rol análogo el martyrium, pequeña edificación ofrendada a los mártires como «testimonio», que es lo que significa martyrion (μαρτυριον).

En el caso de Esparta, apoderarse de los restos de Orestes no tiene un valor meramente supersticioso: es un símbolo religioso, político y cultural que la pone en condición de apropiarse de un pasado predórico y liderar la Liga del Peloponeso. Equivale a adueñarse de los símbolos patrios y oficializar la historia como la cuentan los vencedores, porque bajo esos símbolos se busca la cohesión nacional en un sentido de «patria». ¿Suena conocido?

De ahí que, para resguardarlos, a los ancestros no haya que hacerles grandes monumentos para no despertar la envidia y la codicia de nuestros enemigos. Y ahí viene el giro de actualidad de estos versos: ¿Cómo reconoceremos a nuestros enemigos?, ¿de dónde y cuándo aparecerán? Nuestros muertos no requieren de hidromiel, ofrendas ni glorias vanas, ni de actos públicos grandilocuentes, ni de oraciones rimbombantes, menos de agua bendita y devociones vacías. ¿Qué demandan entonces? Ser atesorados, ¿pero cómo?:

[…] Mejor
una simple piedra y una maceta con geranios, señal secreta,
o incluso nada. Más seguro aun, conservémoslos en nuestro
interior, si podemos; […]

¿Será este el modo de atesorarlos? Una humilde señal, una piedra, testigo arcano de las generaciones humanas; una maceta con geranios, la flor del pobre, aguantadora y de aroma sutil, apenas domesticada; o ni siquiera nada de lo anterior, y más seguros estarían en lo sagrado de nuestros corazones… si es que calificamos. Y aquí vuelve la pregunta: ¿De dónde y cuándo saldrán nuestros enemigos?, ¿acaso somos de fiar?

Soljenitsin cita un proverbio: «las mismas manos que nos habían puesto las esposas —cuenta— mostraban ahora las palmas en ademán conciliador: No conviene… No conviene remover el pasado… Al que recuerde lo viejo, que le saquen un ojo. Pero el proverbio acaba así: Y al que lo olvide, que le saquen los dos» (Archipiélago Gulag). Y Heinrich Böll, a propósito de la manipulación pública de la memoria de aquellos jóvenes que murieron durante la Segunda Guerra Mundial, se pronuncia de esta laya:

El horrendo aparato de la opinión pública se ha orientado hacia la solemnidad: prensa, radio, cine; suena la música, las autoridades lloran, sus rostros se conmueven, sus manos temblorosas las muestran a sus contemporáneos, sentados en sus cómodos sillones ante el televisor y siguen desde allí el acto de las honras fúnebres; el espectador se sentirá obligado a compartir la pena y, por un instante, dejará el cigarro que tiene en la mano, solo por un momento; él, que está cargado con el peso de una culpabilidad mayor que la del error político: la indiferencia. […]

Nos complace oír que se tenga al tiempo en que vivimos por único, extraordinario; en realidad lo es: ciertamente, jamás la indiferencia alcanzó proporciones tan gigantescas frente a la enorme suma de dolor y a la letanía de los dolientes. Nunca hasta ahora fue la majestad de la muerte tan menospreciada. Ese mínimo aprecio facilita el asesinato del mañana; pasar con encogimiento de hombros sobre la muerte del mañana, es aceptarla ya hoy.

(«Día de la conmemoración de los héroes», 1957. En Artículos, críticas y otros escritos).

A veces, los monumentos y grandes ceremonias mienten, ocultan al héroe al hacer de su muerte una cosa pública, al institucionalizarlo con la palabra «caído» o «mártir». Nuestros héroes y heroínas nunca buscaron ese crédito, no se veían a sí mismos como salvadores ni mesías, solo cumplieron con su deber más allá de sí mismos. Los frutos de la lucha y la sabiduría justifican a sus gestores. El guerrero no vence si no actúa con sabiduría en su arrojo. Sabios y guerreros, generosos y vitales en sus acciones, moldean el camino hacia el bien y la verdad, y al escucharlos en la memoria dentro de nosotros mismos, posibilitamos la aparición de la belleza, y esta, por muy amarga que sea en el decir de Rimbaud, nos vuelve a humanizar, nos da la salvación, si salvación alguna es posible.

La majestad de la muerte otorga el mayor de los silencios. Ese es el que debemos escuchar. La indiferencia ofrenda ignorancia, intolerancia, barbarie, promiscuidad, corrupción, quema de brujas, funas y entronización del lumpenaje, condición esta última que atraviesa todas las capas socioculturales y divididas por ingresos. Puede que los enemigos no sean externos. ¡Quién lo diría!, ¿no?

Nuestros muertos, antepasados guerreros o sabios, llegan a héroes por proteger a los demás con sus logros. Una etimología hipotética, como todas las etimologías, remite «héroe» al latín hērōs y a su vez, al griego antiguo ἥρως (heros), pero ambos derivados del indoeuropeo ser- («cuidar», «proteger»), parte de verbos como «observar», «conservar», «preservar» o «reservar», que devienen del latino servare (tener, guardar, conservar). Y también es parte de servire, «servir» en función de esclavo, el servus. Aunque aquí hablamos de personas libres. Platón, en el Cratilo, hace jugar a Sócrates con las palabras «héroe» (ἥρως) y «amor» (ἔρως), como si el primero derivara del segundo; y Robert Graves, más por intuición poético-filológica que por expertise lingüística, relaciona «héroe» (noble, señor) con el sacrificio en honor a Hera, diosa cuyo nombre integra la raíz que significa «estación», «tiempo adecuado» y «hora» (ὡρα), étimo que desciende del indoeuropeo yer- (año, estación). Sea lo que fuere, los héroes permanecen como antepasados elevados a rango divino, en tanto símbolo, amuleto y talismán, cuyos actos nacen de un servicio a un amor que excede su ego y son, a la vez, agentes de fertilidad.

En este Día de Todos los Santos, en que aquellos que en el purgatorio aprobaron los créditos que les faltaban se asoman a la luz del paraíso, según la Iglesia católica; en este Día de Muertos, cuando los cementerios avivan su negocio con globitos y remolinos, y la masa cumple con un trámite ritual aséptico; tras el Halloween o Víspera de Todos los Santos, cooptado por el lumpenconsumismo —término que acuñara la filósofa chilena Lucy Oporto en 2019—, lejos de la subversión carnavalesca y más cercano a una caricatura de la muerte, más digerible, bien valdría quizás no saber de los antepasados, ni de nuestros padres, abuelos, amigos, seres con los que tuvimos un vínculo personal y que con ellos aprendimos a jugar, a leer, a equivocarnos, a tolerar las diferencias, a conocer el amor. Cada uno hizo su aporte y solo les basta ser recordados por aquellos a quienes conocieron mientras vivían.

Toda vez que igualamos o superamos los logros de nuestros seres queridos, y que además nos llevan la delantera, honramos su memoria; los guardamos con sencillez y en secreto con nuestras acciones, no con las palabras, porque para hablar bonito y escribir mejor, más vale callar en la fila.

Yannis Ritsos escribe su poema deportado en Leros, y la razón de ello lo atestigua el primer verso: «έπρεπε να φυλάμε» (éprepe na filame), «teníamos que cuidar», «era necesario proteger». «Era imperativo guardar a nuestros muertos así como su entereza». Y el precio de esta custodia lo pagaba en ese instante. ¿Cuántos habrá dispuestos a pagar un precio alto por los huesos de sus muertos? Y nuestros restos, ¿serán dignos de tal memoria en pos del arrojo y la sabiduría? Por eso,

y mejor todavía, que ni siquiera nosotros sepamos dónde yacen.
Así como están las cosas en nuestros tiempos ―quién sabe―,
puede que hasta nosotros mismos los desenterremos y los tiremos por ahí uno de estos días.