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La peligrosa erosión del monopolio de la fuerza del Estado

Por Pedro Barría.- Cualquiera fuere la teoría político-filosófica sobre la cual se asentare la legitimidad de un Estado democrático, éste necesita el reconocimiento y acatamiento de toda la sociedad de un principio básico: el monopolio de la fuerza y de las armas de parte del Estado. Si ese monopolio comienza a ser erosionado y desafiado por grupos armados (delincuentes o terroristas), la existencia misma del Estado queda en riesgo y el país en cuestión, puede pasar a una guerra civil, a un estado larvado o abierto de confrontación política diaria o al asedio permanente de personas y familias por grupos delictuales muy violentos y fuertemente armados.

Si a ello agregamos control de territorio por esos grupos, la ineficacia del Estado podría terminar en su disolución. No es alarmista pensar que un proceso así esté viviendo Chile, pero aún estamos a tiempo para evitar sus peores, funestas, trágicas y dolorosas consecuencias.

El monopolio de la fuerza y de las armas por el Estado responde al sentido común. Siendo su principal función brindar seguridad, proteger a sus habitantes y asegurar el respeto a sus derechos humanos, ella no puede cumplirse si grupos paralelos al Estado se arman, ocupan territorios regionales o comunales y desarrollan violentas acciones de guerra.

El control de territorio por alguno de esos grupos, instala un Estado dentro del Estado, ya que su acción -protectora de sus habitantes y represora de los grupos violentos- no puede desarrollarse en esos espacios.

En un ambiente de inseguridad, polarización, violencia y atentados contra la propiedad y la vida, es comprensible –no justificable— que puedan surgir grupos que proclamen la autodefensa tipo far west frente a la ineficacia del Estado. El problema es que es muy fácil pasar a la organización de bandas paramilitares que, como ha ocurrido en Brasil, Colombia y tantos países, cuya acción criminal “higiénica” sea la eliminación de cuanta persona o grupo consideren indeseable: pobres, enfermos, viejos, lisiados, prostitutas, gitanos, inmigrantes, delincuentes, homosexuales, lesbianas, personas trans y disidentes políticos o religiosos, mostrando nuevamente el Estado su ineficacia al ser incapaz o no querer proteger los derechos de los afectados.

Esto no es exagerado. Acostumbrados a los trágicos embates de la naturaleza, al parecer tenemos la tendencia a la minimización de fenómenos socio-políticos graves en este país que simplonamente llegó a ser calificado como la Suiza de América (“No, en Chile esas cosas no pasan”). Hace unos 15 años, ante las primeras informaciones sobre graves casos de corrupción, la élite dirigente reaccionaba más o menos así: “No, cómo se les ocurre, de ninguna manera. Chile no es un país corrupto”. Ese sempiterno optimismo sin base, se desplomó ante sucesivos escándalos públicos masivos: la corrupción en el Ejército, Carabineros, los aportes empresariales a la política, la colusión empresarial en las farmacias, los pollos y el papel higiénico, los abusos de pedofilia y poder en la Iglesia Católica y otras confesiones.

Actualmente en Chile están operando grupos armados que desafían el legítimo monopolio de la fuerza y de las armas por el Estado. En la Araucanía, poblaciones copadas por el narcotráfico y en diferentes sitios de las ciudades, organizaciones criminales violentas asuelan a las personas con portonazos, encerronas y otros “métodos”.

Ciertamente la estrategia para enfrentar a cada uno de esos grupos debe ser distinta. Desgraciadamente parece no haber alguna estrategia. Al narcotráfico y grupos delincuenciales hay que perseguirlos con toda la fuerza de la represión del Estado y de su aparato judicial. No puede haber diálogo o negociación con ellos.

Pero los grupos que levantan reivindicaciones identitarias históricas deben ser tratados con diferentes políticas y una combinación de acciones. El fin de las acciones de la ETA en España no se logró exclusivamente con medidas policiales represivas –necesarias y no descartables por cierto-, sino también con diálogo y negociaciones, desarrolladas a veces en medio de atentados, bombazos y secuestros.

Usted se preguntará si se puede dialogar y negociar con terroristas. No solamente se puede, sino que es una obligación ético-política hacerlo.

Debate ha suscitado Izkia Siches al afirmar que el futuro gobierno va a dialogar con todos los actores en la Araucanía, incluida la CAM. Ello es lógico porque para alcanzar la paz ante poderosos grupos armados terroristas que destruyen vidas y bienes, hay dos vías: su derrota militar o una negociación.

La efectividad de la segunda es evidente (Irlanda del Norte, el país vasco), en términos de mucho menores costos. Además, la paz negociada puede ser duradera si el acuerdo contempla los intereses de todos los actores. En el triunfo militar, es probable que resurja la violencia de parte de los grupos irredentos derrotados.

Quienes hemos trabajado en negociación y mediación, sabemos que condiciones sine qua non para el éxito de un acuerdo, son la inclusión de todos los actores –por cierto la CAM– y la confidencialidad de las negociaciones.

Las críticas a la Dra. Siches repiten mitos forjados en el desconocimiento de la disciplina negociadora: que el diálogo legitima el uso de la violencia por los grupos alzados y que la única alternativa es su persecución. Ello no fue así en muchas experiencias de confrontaciones civiles e incluso guerras entre Estados.

La confidencialidad, finalmente, es muy importante para crear confianza. Ningún acuerdo de paz se ha forjado a través de sesiones transmitidas por la TV. Entre tantos, el tratado de paz de 1994 con Argentina, tras la mediación papal, lo demuestra.

En la Araucanía, el diálogo y la negociación deben tener la oportunidad que nunca han tenido. Si fracasaren, el Estado podrá ejercer todas las vías legítimas que le permite el monopolio de la fuerza para garantizar la paz.

Si el Estado chileno no es capaz rápidamente de diseñar políticas multidisciplinarias para abordar el desafío a su legítimo monopolio de la fuerza y las armas, podemos deslizarnos en una peligrosa pendiente alentada por una creciente certidumbre de las personas en el sentido que el Estado no cumple la función de brindar seguridad y proteger sus derechos humanos. Entonces, si se concluye que el Estado no sirve, podrían cobrar mucha fuerza la autodefensa, la justicia por propia mano y otros males. Aunque quede poco tiempo, aún no es tarde para evitarlo.

Pedro Barría Gutiérrez es abogado y mediador, fundador del Club del Diálogo Constituyente