Por Fidel Améstica.- Durante años pasé por alto —más bien de largo— un detalle de La peste, obra de Albert Camus, quien hace casi 73 años vino a Chile a dar un par de conferencias y se encontró, poco antes de irse el 17 de agosto de 1949, con «El chauchazo» o «Revolución de la chaucha» (alza de 20 centavos en el pasaje del transporte público), en las calles céntricas de Santiago y, días antes, con una latera recepción organizada por el embajador galo y el Instituto Chileno-Francés de Cultura, a la que asistieron las buenas familias de Chile sin gusto ni gracia para conversar, amén de algunos intelectuales. Como anotó en su diario: «Insoportable como el diluvio». Vino a Sudamérica convaleciente de su relación matrimonial, algo enfermo y abrumado, y le habían sugerido esta gira por Brasil, Argentina, Uruguay y Chile más bien para recuperarse de todo lo que lo estaba socavando.
Ese detalle por el que pasé en banda es bastante nimio, pudiera creerse, y es la mención, dos veces en el mismo capítulo, de la canción Saint James Infirmary, de la que hablamos en el capítulo anterior. Y no son al azar las menciones aquéllas. Aquí es cuando una novela vuelve a revelársenos no en su perfección, sino en su grandeza, en el vigor de su lenguaje, en que hasta una hebra nos devela la complejidad y amor que hay en el tejido. Y esto, incluso desde la onomástica, puesto que «Albert», nombre del autor y también el de nuestro amigo Alberto Pérez Martínez —a quien nos referiremos en la tercera y última parte de estas divagaciones—, significa «el que brilla por su nobleza»; el sufijo germano –bert se relaciona con ese brillo, como en el apellido del personaje Raymond Rambert, y Rambert quiere decir «inteligencia poderosa».
Rambert es a quien apunta la canción «Saint James Infirmary» en la novela La peste. Y lo más probable es que Camus haya tenido en su mente la versión de Louis Armstrong con Joe «King» Oliver de 1923.
Raymond Rambert no es un residente de Orán, sino que un francés parisino que en su calidad de periodista, desde antes de la epidemia, había sido enviado por su diario para indagar sobre las condiciones sanitarias de los árabes, quizás como muchos medios que ya no mienten, sino que manipulan la verdad. Recordemos la condición de colonia de Argelia y su rebelión independentista. Así describe el narrador al periodista y su encuentro con el doctor Rieux:
Bajo, espalda ancha, rostro decidido, ojos claros e inteligentes, Rambert iba vestido deportivamente y parecía estar a gusto con la vida. Fue directo al grano. Estaba encuestando para un gran periódico de París sobre las condiciones de vida de los árabes y quería información sobre su estado sanitario. Rieux le dijo que ese estado no era bueno. Pero quería saber, antes de seguir, si el periodista podía decir la verdad.
—Seguro, dijo el otro.
—Quiero decir: ¿puede usted hacer una condena total?
—Total, no, he de reconocerlo. Pero supongo que esta condena sería sin fundamento. Suavemente Rieux dijo que, en efecto, una condena tal sería sin fundamento, pero que al hacer esa pregunta solo buscaba saber si el testimonio de Rambert podía hacerlo o no sin reservas.
—Yo solo admito testigos sin reservas. Yo no secundaré su información.
—Es el lenguaje de Saint-Just, dijo el periodista sonriendo.
Rieux dijo, sin levantar la voz, que no sabía nada, pero que era el lenguaje de un hombre cansado del mundo en que vivía, habiendo vivido entre sus semejantes y decidido a rechazar, por su parte, la injusticia y las concesiones. Rambert, encogiéndose de hombros, miraba al doctor.
—Creo que le entiendo, dijo levantándose. El doctor le acompañó hasta la puerta:
—Le agradezco que se tome así las cosas.
Rambert parecía impaciente:
—Sí, dijo, entiendo, perdóneme la molestia.
El doctor le estrechó la mano y le dijo que tendría que hacer un curioso reportaje sobre la cantidad de ratas muertas que estaban en la ciudad en ese momento.
—¡Ah!, dijo Rambert, eso me interesa.
Hasta ese momento, en la novela, no había claridad de lo que sucedía en Orán. La primera víctima de la peste es el portero del edificio donde vive el doctor Bernard Rieux. El galeno no solo había encontrado cadáveres de ratas, luego verá como anticipo una rata con una flor de sangre en el hocico que se le acercará tambaleándose antes de estirar la pata. Después serán sus conciudadanos a quienes verá ejecutar esa danza macabra. El viejo Michel, el portero, cuando vio los indicios, las ratas muertas, tomó la evidencia, el signo, el síntoma, con ajuste forzado a su verdad, a su estructura mental, porque cree que el mundo funciona según sus códigos; no pensó que hubiera algo más.
«¡Aquí no hay ratas!», le dijo al doctor, debe ser una broma de unos graciosos, pero los descubriré, decía. Esta hipótesis calzaba con sus códigos y referentes. ¿Por qué no se le ocurrió otra cosa? Porque vive en «una ciudad sin sospecha». Todo el mundo trabaja y quiere hacerse rico, a nadie le importa nada, cada cual en lo suyo nomás. Y la primera víctima es un portero. La puerta queda sin custodio para que entre la peste, y esta carencia de vigilancia es la falta de sospecha, no tomar el mundo como aparece, sino que como se cree que es. Más y más ratas muertas aparecen por la ciudad. ¿Y la prensa qué dice?, ¿cumple con su deber?:
La prensa, tan habladora en el asunto de las ratas, no hablaba de nada. Las ratas morían en la calle y los hombres, en sus habitaciones. Y los periódicos solo se ocupaban de la calle. Pero la prefectura y la municipalidad empezaban a preguntarse. Hasta que cada médico tuvo conocimiento de dos o tres casos, nadie había hecho nada. Pero, en resumen, fue suficiente el que alguien pensase en hacer la suma. La suma producía consternación.
Orán es puesta en cuarentena. Nadie entra ni sale, bajo pena capital, es el estado de sitio. La especulación crece así como el contrabando, el mercado negro, y comenzamos a ver lo que puede hacer el miedo y la indiferencia en las personas, la desesperación y la dinámica de los vínculos y lazos humanos. Pero en cuarentena y todo, la ciudad sigue funcionando. La falta de sospecha le abrió la puerta a la peste y a la vez la cerró para los ciudadanos que tenían que enfrentarse a ella en el encierro. Lo que pasa en la mente de cada ser humano no es tan relevante como los actos que ejecuta cada cual, y así lo entendió el doctor Rieux en su epifanía atea, o más bien sin necesidad de religión:
(…) este vértigo era irrazonable. Es verdad que la palabra «peste» se había pronunciado, es verdad que en el mismo minuto la plaga sacudía y mataba a una o dos víctimas. Pero esto se podía parar. Lo que había que hacer era reconocer claramente lo que debía ser reconocido, ahuyentar las sombras inútiles y tomar las medidas convenientes. Después, la peste se detendría, porque la peste no se imaginaba o se imaginaba falsamente. Si se detuviese, que sería lo más probable, todo iría bien. En caso contrario, se sabría lo que era y no había medio de detenerla primero para vencerla después.
El doctor abrió la ventana y el ruido de la ciudad lo invadió todo. De un almacén vecino subía el silbido breve y repetido de una sierra mecánica. Rieux se estremeció. Aquí estaba la certeza, en el trabajo de cada día. El resto eran hilos y movimientos insignificantes, no se podía parar. Lo principal era hacer bien su trabajo.
Hay trabajo que hacer. «Lo principal era hacer bien su trabajo». Remarquémoslo. Ser y tiempo son lo mismo, porque cuando el hombre no se mueve, el tiempo no tiene sentido. Cada cual debe ejercer su papel. Rieux es médico, su trabajo es sanar, acompañar, ayudar al bien morir si es que no puede salvar una vida. Su mujer está lejos, enferma, a más de cien kilómetros, pero a resguardo de la peste; y eso es lo que hay que hacer, trabajar poniendo a resguardo lo más valioso de nuestras vidas, lejos del mal de la peste y de lo que provoca, y así no perder el sentido de nuestros actos, de por qué luchamos: para tener a resguardo lo más valioso de nuestras vidas. (¿Cuántos son capaces de preguntarse qué es lo más valioso de sus vidas?, ¿sabrán identificarlo con algo que no sea un smartphone, una tablet, un auto, una DFL2, unas vacaciones en el extranjero, unas zapatillas, una tumba?).
A Rambert se lo come la angustia de que tal vez nunca más vuelva a ver a su amada, y se olvida de que es un periodista, un testigo, olvida su deber, hacer la crónica, el reportaje, porque alguien debe contar lo que está pasando. No sirve que haga refritos de las agencias de noticias, ni que repita y amplifique la información oficial. Tiene que reportear, pisar callos si es preciso. Pero la angustia y el miedo a perder lo que más ama lo hacen olvidar cuál es su rol en esta historia. Trata de salir de la ciudad, realiza el periplo burocrático, y nada. Si no puede por las buenas, tendrá que ser con los mafiosos. A través de Cottard contacta a unos sombríos personajes de origen español ligados a la corrupción y el hampa para escapar de Orán. Pero tanta es el ansia de huir que incluso olvida a su amada; es más grande quizás el miedo y la desesperación del encierro que el deseo de reencontrarse con ella.
Cottard lo lleva a un bar penumbroso, y ahí conoce a un García, a un González, a un tal Raúl; lo citan para ejecutar el plan, no llegan. Después bebe en ese lugar con Tarrou y Rieux, y de fondo, la canción «Saint James Infirmary»:
Rieux olfateó el olor a hierbas amargas de su vaso. Era difícil hablar con este tumulto, pero Rambert parecía nada más ocupado en beber. El doctor no podía juzgar todavía si estaba borracho. En una de las dos mesas que ocupaban el resto del local estrecho donde estaban, un oficial de marina, con una mujer en cada brazo, explicaba a un grueso interlocutor congestionado una epidemia de tifus en El Cairo: «Campamentos, decía, se habían hecho campamentos para los indígenas, con tiendas para los enfermos y, alrededor, un cordón de centinelas que tiraban sobre las familias cuando intentaba aportar de contrabando medicinas caseras. Era duro, pero era justo». En la otra mesa, ocupada por jóvenes elegantes, la conversación era incomprensible y se perdía entre las notas de Saint James Infirmary, que salían de un pick-up colgado.
Rambert ve que no llegan esos españoles que lo podrían sacar gracias a la corruptela entre los guardias. Busca a García, a González. No sabe dónde puede estar Cottard, y Rieux le dice que Tarrou y él lo verán en su departamento a las seis, y que llegue a las seis y media. Una vez ahí, Cottard no sabe nada, con él se reúne al día siguiente, y nada. Por la noche recibe a Rieux y Tarrou en su departamento:
Por la noche, cuando los dos hombres penetraron en la habitación de Rambert, este estaba echado. Se levantó, llenó los vasos que había preparado. Rieux, tomando el suyo, le preguntó si estaba en el buen camino. El periodista dijo que había hecho de nuevo una vuelta completa, que había llegado al mismo punto y que tendría pronto su última cita. Bebió y añadió:
—Naturalmente, no vendrán.
—No hace falta sentenciar, dijo Tarrou.
—Usted aún no lo comprende, respondió Rambert, encogiéndose de hombros.
¿El qué?
—La peste.
—¡Ah!, dijo Rieux.
—No, ustedes no comprenden que esto consiste en volver a empezar.
Rambert fue a un rincón de su habitación y abrió un pequeño fonógrafo.
—¿Qué disco es ese?, preguntó Tarrou. Lo conozco. Rambert dijo que era Saint James Infirmary.
A mitad del disco, se oyeron dos disparos a lo lejos.
—Un perro o una evasión, dijo Tarrou.
Un momento después, el disco se acabó y se oyó la sirena de una ambulancia, creció, pasó bajo las ventanas de la habitación del hotel, disminuyó y al final se extinguió.
—Este disco no es gracioso, dijo Rambert. Lo he escuchado diez veces hoy.
—¿Tanto le gusta?
—No, pero es el único que tengo.
Es lo único que tiene. Ha escuchado ese disco en su soledad. El miedo de no volver a ver a su novia se ha acrisolado en esa vieja canción en un año de la década de 1940:
Let her go, let her go. God bless her.
Wherever she may be.
She may search this whole wide world over
never find a sweeter man as me.
[Déjala ir, déjala ir. Dios la bendiga
donde quiera que esté.
Podrá buscar a todo a lo ancho de este mundo,
pero nunca encontrará a uno más tierno que yo].
¿Acaso Rambert se identifica con esta letra? ¿No habrá nadie más tierno y dulce a lo ancho de este mundo para esa mujer con la que no puede estar? ¿O es solo una proyección egótica motivada por el miedo? ¿La dará por perdida ya, tanto a ella como a su propia vida? Mejor hubiese sido que recordara las palabras de Sancho a don Quijote: «No se muera, vuestra merced, señor mío, sino tome mi consejo y viva muchos años, porque la mayor locura que puede hacer un hombre en esta vida es dejarse morir sin más ni más, sin que nadie le mate ni otras manos le acaben que las de la melancolía».
Es lo único que tiene en medio de la incertidumbre, el temor y la desesperación. De algún modo, con esta canción, Rambert desciende por su propio hades para comprender que debe dejar atrás todo deseo y anhelo, dejar ir la vida programada que ya tenía para enfrentar lo que le toca vivir aquí y ahora. Hay que dejar atrás la cobardía, las verdades en las que nos atrincheramos, los convencionalismos, los discursos y las llamadas «causas justas». El viaje metafísico ha acabado y es momento de volver a la vida, salir de la tentación de la soledad para reencontrarse a sí mismo en el fragor de la vida en común, y comenzar a ver la realidad como lo que es con lo que se muestra. Nada valen las ideologías ni los voluntarismos utópicos, ni el status quo ni aceptar que este es el mejor de los mundos posibles. Es el instante de integrar nuestra hebra vital al tejido comunitario para plantarle cara a un flagelo propio de la biología: la enfermedad, la peste, porque no es un castigo de Dios, sino que, como dijo Lucrecio, es cosa de naturaleza. «Déjala ir, déjala ir»; todos moriremos, pero no este día, no mientras respiremos enlazados contra el infortunio; no es momento de imaginar nuestros funerales, sino de alentar el trabajo que a cada a uno le corresponde; dejar ir nuestros fantasmas y demonios, y comenzar a vivir la trama de los cuentos que valen la pena, cada quien en su puesto.
Toda vez que la peste nos azota nos recuerda que moriremos, sí o sí, y nos obliga a decidir dónde pondremos nuestro corazón: ¿en un auto?, ¿una nueva PlayStation?, ¿un iPhone?, ¿vacaciones premium?, ¿unos implantes mamarios que vienen sin cerebro?, ¿un(a) amante VIP?, ¿una casa de barrio aspiracional?, ¿los likes de las mal llamadas redes sociales? ¿O en empeños espurios como en desgraciar a tus compañeros de trabajo aprovechando una cultura del soplonaje y la delación?, ¿o en odiar a los padres para disfrazar con la culpa ajena la falta de coraje propio? ¿O quizás en las drogas, y saltar de la pasta base a la cocaína y el ácido? Puede que en esas cosas muchos apuesten a que ahí está lo que necesitan. Habeo, ergo sum. Tengo, luego existo. Y así construimos la ciudad de la vida como Orán, una ciudad sin sospecha. ¿Cuántos estarían dispuesto a poner su corazón en los amigos que no han llamado durante esta pandemia?, ¿en los ancianos que cada vez se les torna más difícil sobrellevar la soledad y el desprecio de un entorno familiar que los abandona, sin visitarlos ni menos atender sus enfermedades? ¿Cuántos pondrán su corazón ni siquiera en los despojados, sino en aquellos que alguna vez les tendieron una mano y cuya generosidad hoy es vista como algo propio de tontos e ingenuos?
La pandemia del covid ya es una endemia. Tendremos que vacunarnos todos los años y acostumbrarnos a las mascarillas por un buen tiempo. Esos barbijos, nasobucos, naribocas… rebozos que ya son parte de nuestras máscaras de cada día, se integraron a nuestros gestos faciales para simular en algo nuestras miserias. Pero la peste sigue ahí, volverá. Guerras, inmigrantes, refugiados… Crisis climática, crisis de sentido… Nuestras primaveras estallan para dar frutos sangrientos. Nuestro siglo XXI planetario ya se mostró con países comprando países, enfermedades, traumas ecológicos, conflictos armados; y ahora con la invasión a Ucrania que tiene la desgracia de estar en el cruce de intereses geopolíticos y económicos, como tantos otros países antaño, hoy y mañana también. Y aun así, en los seres humanos «hay más cosas dignas de admiración que de desprecio», solo que para verlas se requiere ser hermano del corazón, como lo fue Camus de Alberto Pérez Martínez, quien prefirió quedarse en Chile para encontrar y cultivar la fraternidad en el estado de sitio que significó la tiranía cívico-militar, una peste contra la cual solo la solidaridad tiene chance. Y aquí, nuestro país falló, a todo nivel.
(Este texto es la segunda parte de «Albert-Alberto sitiados por la peste. Fantasma y fantasía emanados de la fiebre del absurdo»)