Por Fidel Améstica.- De todas las proezas humanas, ninguna tan extraordinaria ni más asombrosa que soltar la lengua. Ni la vuelta al globo de Magallanes y Elcano, ni el viaje a la Luna de Armstrong, Aldrin y Collins… Y en lo futuro, no alcanzarán la talla ni la expedición a Marte ni los motores cósmicos que puedan plegar el tiempo-espacio, o los viajes a través de los agujeros de gusano… E incluso, la remota posibilidad de domar los agujeros negros.
De todos los homínidos que evolucionaron hacia un ser humano, el sapiens fue el que ganó la partida, nada más que por su capacidad imaginativa del lenguaje. Los otros también hablaban, y de seguro, con una comunicación óptima; pero nuestro ancestro fue capaz de elaborar relatos que cohesionaban multitudes, precisa Yuval Noaḥ Harari en su superventas De animales a dioses. Historias y cuentos que mueven a las masas a organizarse tanto para cazar un enorme mamut y hasta levantar pirámides, como para explorar el mundo y el espacio, o erigir empresas transnacionales. Simplemente, somos capaces de creernos un cuento en el que nuestro imaginario trata de amoldar la realidad a sí, inspirado por lo que ve y experiencia. Es más, la realidad es construida por nuestro imaginario.
Y si ya no nos creemos el mismo cuento, vienen las crisis y los cambios de época, con otros cuentos. Y a eso le llamamos progreso. En el caso de los totalitarismos, en esta perspectiva, hay un relato que se superpone y borra a los demás, los desacredita, los demoniza, los deforma, los silencia. La dictadura en Chile, como cualquier otra, impuso el propio con sus monsergas patrioteras, el estado de guerra permanente contra el marxismo y los extremistas (como si la junta militar no lo hubiera sido), hasta que la mayoría no lo creyó y se atrevió a contar una historia distinta.
Y así llegó la transición, como un relato, un cuento más largo que mes sin sueldo, más interminable que teleserie turca, con más anticipos inconclusos y en suspenso que Las mil y una noches… (aunque sin el glamour, inteligencia y atractivo de Scheherazade). Y hoy… Bueno, dejémoslo ahí nomás.
Las experiencias formativas en la primera edad son las que marcan en esto de enunciar el mundo, asimilando modelos narrativos y del habla para saber más o menos dónde estamos parados. Al parecer, hay una gramática matriz con la que nacemos según Chomsky, y que se activaría en la interacción socioemocional, por decirlo a lo bruto. Apenas decimos «mamá», de ahí ya no paramos hasta que se nos apague la tele y buenas noches los pastores.
Es una necesidad biológica. La imaginación verbal nos saca del mundo para poder habitarlo; de lo contrario, nuestro esquema de la comunicación se reduciría a instrucciones y señales unidireccionales que han de llevar nuestra existencia a no más que una ejecución en cadena de actos como comer, cagar, aparearse, dormir y trabajar, para así sostener este continuum desde el comienzo. Si así fuese, no hay principio ni final, no se distinguiría uno del otro.
Y cuesta sacar el habla. ¡Cómo se nos dificulta salir de las frases hechas y repetidas, de las fórmulas! Uno las aprende por mímesis, y nos dormimos en sus enunciaciones estandarizas. A veces es útil esto, como en los ambientes laborales o de familias aburridas; pero en el teatro de la vida quedarse solo con una máscara es fatal. Cada momento y lugar exige una expresión distinta de nuestra parte y de acuerdo a lo que nos mueve.
Durante los años en que un solo cuento era permitido, en la década de 1980, un sustantivo, verbo y adjetivo circularon a mansalva en las juventudes: carril, carrilearse y carrilero. Más que nada, los escuché en el Instituto Nacional, porque ahí se celebraba un torneo en la semana de aniversario que tenía por nombre «La tertulia de los carrileros».
Puntajes daban los deportes, desafíos, el ajedrez, pero aquella tertulia era lo más esperado, lo que más expectativas generaba. También por morbo, porque solo había dos opciones: o se triunfaba entre vítores, o se era víctima del linchamiento con los «cabezones» (bolas de papel duras), y los repollos (cuadernos con todas y cada una de sus hojas arrugadas), complementados con el abucheo masivo y la humillación subsecuente del fracaso y la derrota. No cualquiera se atrevía a subir a ese escenario. Era necesario ser cojonudo. Era el todo o nada.
En una época en que los presidentes de curso y su directiva los designaba el profesor jefe bajo criterios académicos y disciplinarios, y que el CAIN, el centro de alumnos, resultaba de un cónclave entre estos bajo la mirada del rector designado, muchos temas no podían hablarse; el código disciplinario varios lo aplicaban como talibanes. Pero había profesores que, bajo su apariencia de severos, amaban y respetaban a sus alumnos, y veían nuestra infancia y juventud como lo más sagrado a cuidar para que el Instituto siguiera siendo el Instituto.
Es posible que al profesor de castellano Jorge Guerra se le ocurriera este certamen y ponerle el nombre de «tertulia», quizás en un sentido irónico o de parodia. Después de todo, en cada curso hay un cuentero, ¡siempre! A varios de sus alumnos que llegaban atrasados a clase con un pase de la Inspectoría General los desafiaba: «No me interesa el pase. Cuénteme la chiva. ¿Con qué me va a engrupir hoy día? Si el cuento es bueno, lo dejo pasar; si no, se queda afuera a merced del destino. Lo del pase es una hipocresía, un insulto para usted mismo».
Y cuando revisaba las pruebas de los libros que encomendaba, leía hasta cuatro carillas de los cuadernillos tamaño oficio cuadriculados que usábamos, solo para ver divagaciones en torno a una obra que varios no habían leído o solo a medias; y no se atrevía a calificar con mala nota semejante esfuerzo heroico, por verborreico que fuese.
El magisterio institutano, por lo demás, ya había asimilado la palabra «carril», y cuando nos entregaban nuestras pruebas nos la espetaban: «Zaconeta, descifrar su tortuosa caligrafía solo sirvió para conocer sus carriles… ¡Un 5 nomás!», y Zaconeta saltaba de alegría, porque en esa asignatura casi nunca llegaba a esa nota. No obstante, también había profesores carrileros, y los reconocíamos por más que quisieran ocultarse detrás de sus doctorados.
En séptimo y octavo, en mi curso estaba Manuel Ibáñez, nuestro carrilero oficial, pues cada semana el profesor Ramón Cerón lo hacía leer su «composición» en la que parodiaba a un personaje de serie televisiva, «MacGyver», y durante 10 minutos nos reíamos de las ridículas heroicidades de «Manuel Gyver». Participó en «La tertulia de los carrileros», pero había otros que bailaban mejor en la verba.
¿Y en qué consistía la tertulia? Como muchos profesores y maestros vieron en nuestros carriles una energía creativa, vital y libertaria, además de irreverente, estuvieron de acuerdo en la creación de esta jornada de improvisación carrilera. Se llevaba a cabo en el auditorio del sexto piso en el Sector 2, el que da a calle Alonso Ovalle. Docentes de distintos ramos se constituían en jurado, unos tres o cinco; disponían una bandeja plateada con papelitos doblados que contenían las palabras tema a desarrollar. El participante sacaba uno y luego tenía que enhebrar y tejer un relato coherente, sin pausa, y atractivo, que incluyera esas palabras, en dos minutos, creo.
Esto requería convicción, destreza, arrojo y, sobre todo, valor. El auditorio tenía un aforo de no más de cien personas, por lo que se requería un boleto de entrada, y había que peleárselos. Muy pocos lograban ir más de una vez en los seis años de Instituto, porque es el colegio más masivo de Chile, con casi cinco mil estudiantes de séptimo básico a cuarto medio.
La mayoría terminaba en historias desastradas, y con el merecido premio de la gallada escolar golpeándole el alma a quien no pudo capturar o domar a la bestia-masa de la galería. Y como había que ser valiente, muchos participantes producían su presencia física a modo de máscara protectora, ya fuera con unos lentes oscuros, un sombrero, la chaqueta puesta al revés, una bufanda como turbante, qué sé yo.
Carlos Muñoz, uno de mis amigos condiscípulos, recuerda que a uno le tocó el big bang, y lo primero que profirió fue que esta teoría era el principio de todos los pelotudos; que una partícula infinitamente pequeña, al expandirse, abrió paso a toda la potencia lúdica y deportiva del universo en incontables esferas… Y toda esta carrileada terminó en función de explicar el origen del ping-pong bajo el principio de acción y reacción de los pelotudos que nos gobiernan. Fue aplaudido de pie.
César Martínez, egresado en 1990 del 4° H, estando entre el público, se animó a participar porque cuando nombraron a su curso no había nadie para esa liza; y como les había ido bien en las otras competencias, ¡cómo no iban a tener a un campeón del carril!, más aún si la tertulia de marras daba muchísimo puntaje. Y el carril que lo llevó a la final, la cual ganó, le imponía hablar de la teoría de la relatividad y el esmog de Santiago que, dato aparte, recién se comenzó a medir a inicios de esa década.
Y como la medición no era precisa, cuenta Martínez, sino que relativa, tomó esa idea para hablar del esmog cuando la humedad relativa era alta y ya nadie tenía certezas de cuán particulado estaba el aire que respiramos. Esto llamó la atención de Albert Einstein, y viajó con su señora a Santiago para ver en acción su teoría, y fue recibido por Patricio Aylwin, y para agradecerle su visita, nombra un nuevo recorrido de micro: la «Einstein – Santa Rosa», porque no todos saben que el verdadero nombre de su cónyuge era Rosa, proponía su carril. Y en tanto santa ante las relatividades de su marido, en la noche, mientras alojaban en el Hotel Carrera, le quitó el bulto a los empujes fogosos de don Albert a intervalos relativos también; y Einstein, al ver que no consiguió lo que su natural deseo le exigía, encendió el televisor para ver uno de los partidos del Mundial de Italia, mundial en que se inauguró el Telebeam (pronunciado televín, el antecesor del VAR), y la imaginaria Rosita, la santa, le pregunta al genio de la física cuando escucha la palabra: «¿Y por qué televín». Y responde después de su frustrado intento de intimidad: «Porque televín y televán los goles».
Rodrigo Joaquín Quintana, con quien cultivamos amistad desde el 90 en adelante, menciona a Marcelo Rocha, un tipo que podía estar improvisando media hora hablando de cualquier huevá. Por algo llegó a ser abogado. Jorge Mejías, quien egresó a mediados de los 80, rememora algunos temas: las relaciones laborales entre los siete enanos, la guía parental en el ajedrez, Lope de Vega y su relación con Carlos Caszely, fútbol y álgebra, la teoría de la papa caliente, el teorema de Marilyn Monroe, entre otros. Y refiere algunos retazos de carriles:
Álgebra y Caszely. La ecuación es simple. A le pasa a B y le suma 2 cabezazos. Pero A es número primo y B, una fracción de lo que fue. El método algebraico no sirve entonces. Hay que usar el método Caszely. Se introducen las variables y se activa el logaritmo. El ábaco no alcanza. Y algo sale mal. La pelota roza el segundo palo. Penal perdido, sin decimales.
Guía parental en el ajedrez. Nada que hacer con la Reina. Depresión posparto, frigidez y obsesión por la limpieza. Pobres caballos. Los baña cada 5 escaques. Y el Rey, pobrecito, mira a la Reina del frente, se ilusiona, la ve bonita y con ganas. No sabe. No entiende nada. Da un paso al costado, y siente la amenaza. Está jodido. De nuevo está jodido.
Lo del árbol es mentira. Adán y Eva no eran más que dos aymaras en un pueblo 1.000 años más antiguo que los actuales aymaras. Lo del árbol y la fruta, solo el espejismo del Dios de los desiertos, que jugaba con ellos como gato con su ratón.
La vez que pude entrar a «La tertulia de los carrileros», en octavo básico, vi a un compañero de cuarto medio carrileando sobre el viaje a la Luna, pero como si fuese un partido de fútbol, incluso tenía puestos unos audífonos orejones como los que usaba Pedro Carcuro en sus despachos desde la cancha, y un trozo de palo de escoba a modo de micrófono.
Pero el carril que más recuerdo fue el de uno que le tocó hablar de Adán y Eva y el desierto de Atacama. Y, más o menos, dijo esto:
La Biblia miente. Y el Vaticano calla. El jardín del Edén nunca estuvo en Oriente. Cuando Dios caminaba sobre las aguas, las aguas retrocedieron y apareció el desierto de Atacama. Y al ver todo seco levantó un puñado de polvo y lo arrojó al aire. Y de ese polvo que echó, nacieron Adán y Eva. Y ambos siguieron su ejemplo; y de tanto polvo que echaron, poblaron el mundo. Y por la humedad que dejaron sus cuerpos cada vez que se cacheteaban, es que hoy podemos gozar del desierto florido.
Hablar, hablar, hablar; carrilear, carrilear, carrilear. Ya el año 91, con el primer gobierno de la transición y el cambio en la rectoría, cambió la fisonomía de los aniversarios con la vuelta a la democracia, hubo un cambio cultural en el Instituto. Ganamos algo y perdimos algo.
Que yo sepa, siquiera un vislumbre de «La tertulia de los carrileros», no se dio más que en el Instituto Nacional. Otros colegios podrían tener concursos de chistes, hoy en día podría haber certámenes de stand up escolar, no sé. Pero esto de saltar al vacío con el lenguaje solo lo he visto con los payadores. Y lo más parecido al arte de los carrileros son los casi desaparecidos «encuentros de mentirosos», en los cuales se cuentan cuentos que se preparan, no se improvisan, y donde la audiencia sabe que va a escuchar una mentira, pero quien la cuenta lo debe hacer de un modo verosímil, lógico en la cohesión sintáctica, pero inaudito en la coherencia y sentido de la fantasía, y así atrapar con el relato al oyente y hacerlo entrar en esa lógica discursiva delirante, como cuando un avión queda en pana en el aire y los pasajeros deben bajarse a empujar; o como una que cuenta don Belisario Piña, oriundo del fundo La Marquesa en la provincia de San Antonio, la de «El muerto que casi mata a dos».
No pude encontrar al «Chancho Albino», ni saber su nombre, alguien que ganó varias veces esta afamada tertulia, y por César Martínez sé que está dedicado a la televisión en alguna parte. Traté de contactar a Felipe Vidal, Juan Andrés Salfate y el Pollo Valdivia, quienes recuerdan bien estas jornadas, pero no se pudo; quizás más adelante.
Hoy, el Instituto Nacional de Chile cumple 211 años, y no es un jardín de rosas. Nunca lo ha sido. Ha vivido y padecido con la república. Pero ni en sus peores momentos ha dejado de producir a ciertos profesores, hombres y mujeres, quienes, en vez de alentar, sin costo para ellos, a sus alumnos a la revuelta, les abren una ventana y les dan las herramientas para producir los cambios necesarios en ellos mismos y así poder actuar en el mundo que les tocará como adultos.
En una época con la libertad humillada y herida, «La tertulia de los carrileros» fue una forma de poder respirar, una de todas cuanto pudieron darnos, y despertar armados en el corazón contra todas las mentiras y los olvidos cobardes que nos esperaban tras egresar. No todos los profesores fueron así de valientes y generosos, con esa claridad, pero solo bastó un puñado de ellos para que el Instituto no perdiera sus contornos.
El Diccionario del uso del español en Chile recoge las palabras carril, carrileada, carrilearse, carrileo y carrilero; y su base significativa apunta a hablar sin fundamento o conocimiento verídico, de hablar al lote. Y sí, es así. Pese a ello, el carril es también un surco, una huella, un camino angosto, una ranura, cada una de las vías férreas sobre las que ruedan los trenes. Carrilear es irse por el carril, por un camino que ya se ha hecho, por la guía, por lo que hay. Y a su vez, es la posibilidad de ir descubriendo el fundamento y crear el saber. De tanto hablar al lote, en el camino se encuentran las relaciones, las analogías, las soluciones, el sentido de lo que se está diciendo. Lo que el carrileo vibra en falta de basamento y conocimiento certero, lo gana con creces en adherencia, como las ruedas a los rieles; y esa adherencia puede llevar a sentido de pertenencia, identidad y raigambre.
Hay un refrán que dice «en el camino se arregla la carga», pero es más largo: «Primero saquemos la carreta del barro, y en el camino arreglamos la carga». Y sacar la carreta del barro es sacar la voz del silencio y colocarla firme, de una. Después, ya veremos cómo va por el carril. Visto así, el más grande de los carrileros sería Mario Moreno «Cantinflas», ¡y qué verdades profiere a punta de desatinos lingüísticos sobre un relato caótico, disparatado, todo un dislate.
Desconfío de las frases estructuradas sin al menos una fisura por donde les entre el aire; me aparto de aquellos que confunden la educación con ser un relamido; me cuido de los que encadenan su lengua a la imagen que se han hecho de sí mismos, lejos de la voz del corazón. Le temo a las hordas y turbas que no hablan, sino que gritan y destruyen.
Celebro este 10 de agosto con mi propia carrileada, con un principio y un final, para que se entienda en esta tertulia imaginaria y fraterna.
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