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El mito del Instituto Nacional: lo que queda cuando lo demás desaparece

Por Fidel Améstica.- El Instituto es emblema / de nuestra educación libre, / pese a que en Chile vibre / el dinero y su teorema. / Sin ser parte del problema / ha recibido el revés / de una crisis que a través / de su devenir se asoma / desde su primera toma / en mil ocho treinta y tres.

«Las instituciones, así como se las funda o inventa, decaen y mueren», fueron las palabras del historiador Alfredo Jocelyn-Holt, el sábado 13 de julio de 2019 en el diario La Tercera, para referirse a la «gravedad terminal» de este emblema de la educación pública. Esta afirmación, como él mismo lo argumenta, implica que las instituciones requieren de una voluntad y, cuando ésta no se pronuncia con sus acciones, somos testigos por enésima vez de barbaries como el amago de incendio del lunes pasado en una de sus inspectorías generales.

La elección del foco incendiario no es al azar, ya que es un símbolo de un poder coactivo, por más legítimo que este sea. No es ni menos el primer intento piroanárquico en la casa henriquena. Ha ocurrido en pasillos, patios y salas, junto con otros tipos de destrozos, durante la última década. Así, todo lo que sea distinto al primitivismo destructivo es digno de prenderle fuego: el aula donde se da y recibe la clase, el patio donde 40 cursos son capaces de pichanguear simultáneamente sin mayor incomodidad, los pasillos donde cinco mil rostros se reconocen a diario… Donde el convivio florezca y germine, ahí precisamente, que caiga la cerilla y el acelerante. O, mejor aún, en la biblioteca, donde hay bastante material propicio a la combustión. Esas llamas alcanzarán a las personas un día, y lo que le ocurrió al chico de overol blanco en 2018 sobre la techumbre es un anticipo: el fuego que arrojaba le cayó encima y salvó por poco.

Esto ocurre donde nunca debió pasar. O puede que por esto mismo, porque donde no era posible, ahí había que posibilitarlo. Y no fue de la noche a la mañana. Instalar la destrucción como argumento para defender aquello que esta dinamita es producto de una desvergüenza sobrescolarizada. No son pocos los muchachos que aprendieron a usar un lenguaje prefabricado, lleno de fórmulas políticas e ideológicas, pero sin la imaginación para combinar y recombinar esas fórmulas discursivas en algo propio. Hablan bonito, pero sus acciones o falta de ellas son más elocuentes que su fragante verborrea. Saben malabarear con los signos lingüísticos, no así navegar en su dimensión simbólica, ya que perdieron o nunca adquirieron las conexiones del entramado cultural del que brotan, que es lo que finalmente moldea hacia la convivencia. Y a quienes ni siquiera les alcanza para estas habilidades, les queda siempre la opción de quitarle la correa a la bestia que llevan dentro.

Llamarlos anarquistas, quizás cuadre. O simplemente «anarcos», algo a medio camino. Y son un puñado, no muchos. Hace tres o cuatro décadas, se veían de repente, hablaban poco, no incidían. Su timidez por falta de madurez intelectual se traducía en un resentimiento silencioso, aunque inocuo en ese entonces en el Instituto Nacional. No hablo desde la nostalgia, el dolor de lo conocido. Que se entienda, porque se requiere poner el dedo en lo actual. Esta barbarie no es causa de lo que vemos, sino consecuencia de una destrucción sistemática y diría que hasta calculada. Y no nació de las movilizaciones estudiantiles, más bien las aprovecharon. Es necesario recordar que la primera toma de un colegio fue aquí, en 1833 (año de la Constitución portaliana), a raíz de los castigos corporales contra los que se rebelaron los alumnos. También, no hay que olvidar que el Instituto es un microcosmos social, y lo que aquí suceda es el anticipo de lo que se viene en el país. Esta es la preocupación, que el humo que salió de una inspectoría no sea el preámbulo de la humareda en otro símbolo de poder, en otra parte, y con repercusiones irreversibles.

Es el colegio más antiguo de Chile, pero no solo por antigüedad se llega a general. Las batallas ganadas honran mucho más ese grado. Se creó para defender la independencia, era la primera luz para darnos cuentas de que un pueblo sin educación no puede sostener su libertad y progreso, ni tampoco defenderse de gobernantes tiránicos e ineptos. Era el primer modelo para que surgieran otros modelos, y los hubo. Pero no puede haber un modelo educativo sin una lista de virtudes que lo permitan: amor por los estudios y disciplina en su cultivo, como mínimo. Cada época se hace cargo de ello y provee el tipo de maestros en esta tarea. Si en Homero la virtud se define por un carácter guerrero, la virtud ciudadana conserva de la anterior su rasgo de valentía y arrojo para ser quien se debe ser. A mediados de los años 2000, el profesor Jorge Guerra interpela a sus alumnos del Nacional, quienes en un sofismo cínico escamoteaban los rigores de sus lecturas y trabajos: «El último presidente institutano es Ricardo Lagos, y no habrá más, porque ustedes no tienen el coraje». Ese profesor había sobrevivido a un accidente cerebrovascular y tardó un par de años en recuperar su capacidad cognitiva para volver a su cátedra, y lo hizo más lúcido que nunca al ver tanto el ambiente estudiantil como el del profesorado. Jorge falleció a mediados de 2016, en su casa, en silencio y sin molestar a nadie; un curso completo de sus exalumnos de los años 80 se hizo cargo de darle el adiós como postrer gesto de gratitud; y sus amigos plantamos un ciprés en su memoria en nuestros jardines.

Más de dos siglos de vida hablan de una tradición. ¿Pero cuál? Es una buena pregunta. ¿La de los presidentes de Chile?, ¿la de los premios nacionales? Eso es un efecto lateral. Los hitos y logros no reemplazan la memoria ni el relato; una lista de presidentes y egregios exalumnos no dan cuenta suficiente del continuum magisterial. Esta tradición, algunos la identifican con el ideario de la Ilustración; otros, con el de la oligarquía; unos tantos, con el de la élite. Puede que sean todas las anteriores, y más. O ninguna de ellas. Si Juan Egaña, uno de los fundadores, escribe en su Plan de gobierno que «el Cabildo no puede ver con indiferencia el justo clamor… El Reyno entero llora viendo que dentro de pocos años vendrá a ser gobernado por hombres sin principios, expuestos a absurdos y errores»; que «la obra de Chile debe ser un gran colegio de artes y ciencias y, sobre todo, de una educación civil y moral capaz de darnos costumbres y carácter», y que sea capaz de «dar a la Patria ciudadanos que la defiendan, la dirijan, la hagan florecer y le den honor»… ¿Qué significa todo esto a casi 210 años de distancia?

Cesare Pavese, en su prólogo a Moby Dick, plantea «que tener una tradición no es nada; para vivirla es preciso buscarla». Y esto es la tragedia institutana: se dejó de buscar. ¿Para qué ir tras aquello que se cree tener? Al dormirse en los laureles, se perdió el ethos, el «ser institutano». Quienes llegaron ahí, para recibir o impartir clases, no miraron dónde estaban, no se nutrieron, más que de la historia, del sustrato mítico del que nace toda educación; no preguntaron, no indagaron. Tenían que cumplir un rol en este tinglado y estropearon la obra; el papel que tenían que jugar no se lo creyeron ni ellos mismos. Pavese, nuevamente, afirma en otro artículo, titulado justamente «El mito»:

«Huelga decir que, en el plano histórico, el mito que anida en el fondo del corazón puede y debe ser vinculado, por quien lo comprende, a las vicisitudes prácticas de su creyente (desde las circunstancias dietéticas, sexuales y económicas de este hasta su relación con la cultura, con toda la cultura de la época)».

Muchos leímos esto con 15, 16, 17 años, en copias que preparaban nuestros profesores, en equipo, mimeografiadas en papel roneo que comprábamos con una colecta en cada curso, el papel más barato, porque este colegio siempre fue austero, cuando no pauperizado. Si quienes fueron llegando hubiesen puesto los oídos en las paredes, habrían escuchado las voces de todas las generaciones y cómo se entretejía la cultura de ese modus vivendi en medio de todo lo que desaparece, y hubiese despertado en cada cual lo mejor de sí para construir lo que cada época requiere. Entre los vaivenes de estos poco más de dos siglos nunca se dejó de formar, con lo que había al alcance; y en medio de las convulsiones políticas, nuestros maestros tenían el coraje de sacar la voz: «¡Aquí hay solo partido, y se llama Instituto Nacional!». Esa conciencia clara de algún modo generaba cohesión institucional, desde el auxiliar hasta el rector o rectora. La ceguera moral es castigada por los dioses con la locura cuando se permite al olvido vestir con los ropajes de la memoria. Se juega con las utopías y se levantan fetiches para bailar en su derredor. Se ha perdido el espíritu entonces y los prejuicios anidan en el corazón de las personas y en la convivencia.

Pero no hablamos solo del Instituto. Muchos olvidaron a sus maestros, hablan de cómo debe ser la educación pública y, al mismo tiempo, ponen a sus hijos en colegios privados, y para colmo, se justifican culpando a sus esposas de la decisión. Si los funcionarios del Estado, mientras cumplen ahí sus labores, pusieran a sus hijos en colegios fiscales y pagaran su 7% en Fonasa, lo público, en educación y salud por lo menos, tendría otro impulso y no se quedarían en mero palabrerío y elegante dicción. Pero lo público fue abandonado, se lo dejó caer por conveniencia particular, ideológica y, no sobra decirlo, por negligencia. Que la derecha lo hiciera, no sorprende; es parte de su ideario, de la neoliberal-monetarista por lo menos; pero que la izquierda lo llevara a cabo en pro de un igualitarismo abstracto, no tiene perdón. Por otro lado, la derecha más conservadora siempre trató de cooptar el discurso de lo público a su sentido de la tradición, apropiándose de los símbolos y los emblemas, desconectados de la memoria popular, es decir, dejar a los demás sin voz porque ellos pueden decir mejor las cosas y, por tanto, hacerlas. Y la izquierda «progresista», a su vez, no busca ninguna tradición, porque sus cuadros se encargan de crearla, la historia nace con ellos.

Siendo así el escenario, en el caso del Instituto Nacional, a unos les encantaría verlo privatizado y a los otros, despojado de su tradición, sea cual fuere, porque la singularidad no es bienvenida en la «diversidad igualitaria». Y si no es posible una de estas dos alternativas, mejor que desaparezca. Si nadie puede quedarse con este trofeo, que sea un sacrificio necesario. Y es verdad, como plantea Jocelyn-Holt: las instituciones pueden desaparecer cuando dejan de cumplir las tareas para las que fueron creadas, no tiene sentido que sigan existiendo. Sin embargo, lo que no dejará de vivir es esa fuerza mítica que consigna Juan Egaña, ese «justo clamor» para no ser gobernados por personas «sin principios», y esa energía tomará otras formas, entrará por otros intersticios, con el rostro de la monstruosidad o de un nuevo salvajismo, y nadie sabrá cómo canalizarlo. No se trata del Instituto, sino de la educación pública; y este es uno de sus pocos bastiones.

La educación tradicional privada, donde se educan las castas económicas de Chile, siempre vio en este colegio una competencia y rival; y muchos de quienes no lograron acceso a mejores establecimientos, sea por recursos monetarios o rendimiento académico, vieron exclusividad donde había inclusión. Sí, parece un contrasentido; pero sucede que hay que usar los dos ojos, el izquierdo y el derecho, para no perder la visión de paralaje y saber dónde está lo que tenemos enfrente, y, por lo demás, con perspectiva. Los colegios con tradiciones fuertes y trayectoria, tanto los particulares pagados como los llamados antaño «fiscales», nacieron con criterios de selección, aunque con signos opuestos. La selección no es un parámetro moral, sino que formativo de acuerdo a un horizonte de expectativas de un ideario educacional, de un proyecto educativo. No equivale seleccionar de acuerdo al poder de pago, credo religioso, pertenencia socioeconómica, versus potencial académico, amén de otros criterios más pragmáticos como cercanía del barrio y si hay hermanos que ya están en el colegio al que se aspira.

El Instituto Nacional se acerca a los 210 años de vida. Nació con la república para protegerse a sí misma de los fanatismos, la ignorancia y la tiranía. Era el primer paso para la creación de un sistema educacional que tardó más de un siglo en alcanzar cobertura nacional. Las primeras oligarquías y élites intelectuales se acrisolaron ahí, por ello su galería de presidentes y destacados ciudadanos en la política y la cultura. La selección académica, como la conocíamos hasta hace poco, no entró en escena sino cuando la masificación de la educación tensionó el sistema en la oferta pública. Un hito definitorio se produjo en el gobierno de Jorge Alessandri, cuando se aprueba la construcción del nuevo edificio, y entonces la matrícula crece a casi cinco mil alumnos, la mayor en todo el país hasta hoy. Sin embargo, toda masificación resiente la calidad de lo que se entrega, y esto comenzó a verse en el resto de los colegios públicos con menos capital humano para resolver esta presión. Pero el Instituto, sin salir completamente airoso, sobrellevó mejor que la mayoría estos avatares de la urgencia, aun cuando quienes postulaban superaban en dos o tres veces los cupos disponibles. Había que seleccionar. Lo que ahí se estaba entregando no era igual que en otros establecimientos. ¿Cómo fue posible? En simple, había un profesorado más fuerte bajo el liderazgo de rectores que después terminaban como ministros de Educación. Lo inclusivo era el criterio de selección: el potencial académico, lo cual permitía que muchachos de distintas clases sociales crecieran juntos, en amistad cívica, y esto derivaba en un microcosmos del país.

La cortina de humo, tanto dentro como fuera del IN, fue creer que la excelencia académica se sostenía por la selección de los mejores alumnos que provenían de distintos colegios. Y no es ni ha sido de ese modo. Es un espejismo. Lo que se elegía se basaba en un potencial académico, no en una madurez en los estudios. Y ese potencial llegaba a desarrollarse gracias a un profesorado comprometido y exigente, en la claridad de que las fuerzas se crían en quienes se están formando. Ese mismo potencial no lograba robustez en otros establecimientos, y esto se ha investigado con seguimientos y medido con indicadores. Esa excelencia académica la sostenía el profesorado. La exministra Delpiano, en entrevista con El Mercurio del domingo 10 de febrero de 2019, confunde la selección académica con la segregación. La selección académica posibilita la convivencia de distintos mundos sociales, económicos, políticos; permite formar almas en la pluralidad, la tolerancia y la voluntad de superación, congrega talentos que es necesario alimentar, tanto para los seleccionados como para los que no, para que todos logren integrarse en la sociedad inclusivamente, aceptando al otro, porque todos somos distintos, y homogeneizar en pro de una igualdad social, que es más bien un igualitarismo abstracto, es contrario a la equidad de un mundo diverso en sus diferencias, y esto puede ser de una injusticia tremenda. Seleccionar, para discernir lo que el corazón de cada cual necesita, es la base de la solidaridad ciudadana. En este sentido, el Instituto no es solo una élite, sino una élite con vocación democrática, un crisol republicano. Destruirlo es consagrar la segregación, porque esta es selectiva bajo criterios espurios.

Lo que comenzó a decaer hace décadas en los otros establecimientos fiscales, en el Instituto aún se fortalecía. A los alumnos que más les costaba, por efecto par lograban avanzar. Profesor que llegaba, aunque no fuera muy bueno o con poco y nada de experiencia, crecía profesionalmente en este clima. Incluso en dictadura, rectores impuestos por la junta militar, como Luis Molina y Olga Vivanco, cuyo mandato primario y esencial era mantener el orden, por su amor a la institución, salvaguardaron lo académico.

En dos siglos, este barco insignia de la educación pública navegó por la historia en bonanzas y tempestades, pero el peor de los golpes fue la municipalización concretada a mediados de los años 80. Fue un tiro directo bajo la línea de flotación. Esta política desligó de responsabilidad al Estado de toda la educación pública; era evidente que el municipio no tenía ni los recursos ni menos la expertise para hacerse cargo de este elefante blanco. El profesorado fue degradado en lo económico y profesional. Las protestas y movilizaciones estudiantiles nacidas en este recinto no lograron impedir esta política, este crimen de lesa patria por el que nadie ha pagado. Incluso el entonces rector Luis Molina, rostro de una autoridad represiva, se dolía del proceso, y en privado manifestó a algunos profesores: «Esto es más grave de lo que ustedes creen. Primero se irán municipalizando por dentro los profesores y después, los alumnos; y no se darán ni cuenta. La municipalización entrará por los poros, no por decreto, al espíritu de esta institución». Tal cual. Tardó 30 años más o menos, pero así ocurrió. Sin una élite magisterial, solo era asunto de tiempo el deterioro del estudiantado. La rectoría siguiente, de 1986 a 1990, fue de Olga Vivanco, la primera mujer en ese puesto, y lo que muchos profesores testimonian de ella, más allá de cualquier otra consideración, es que era una persona muy trabajadora, como ninguna. Su dirección permitió que el Instituto se fortaleciera en lo académico, y esto lo mantuvo a flote con bastante éxito por un par de décadas más. Cuando se fue, por la presión de los profesores y los estudiantes, envalentonados por el cambio político, no hubo una despedida, ni palabras de gratitud ni de buena crianza: no más que un silencio revanchista, o simple indiferencia.

Y retornó la democracia. Todo sería mejor. Y ocurrió un hecho que como adolescentes muchos no supimos calibrar; la alegría que llegaba no nos permitió ver con claridad. Arribaba un rector institutano, profesor de historia e inspector general de quien nadie dudaba de su amor al Instituto, toda su carrera la hizo en este colegio, desde muy joven cuando llegó como «cloto», estudiantes universitarios con derecho a un cuarto a cambio de ejercer funciones de inspector. En un juego político, sus exalumnos del PPD consiguieron su nombramiento. No quiso ser aclamado, aunque fuese un gesto simbólico de autonomía institucional para sentar un precedente, por sus pares y colegas, ni por la asociación de funcionarios que después él mismo aplastó. Se rodeó por las mismas personas que habían ejercido por años la represión hacia el estudiantado. Lo que vino para Chile en adelante, primero sucedió ahí. Su gestión tuvo luces y sombras, logros y detalles que no vale la pena mencionar, porque en la fila no se habla y, además, la ropa sucia se lava en casa, aunque, como dice Enrique Lihn, no puede salir una bandera blanca de esas prendas.

De 2004, tras la salida de Sergio Riquelme, y hasta hoy, los rectorados no han podido dar un golpe de timón… la comunidad está quebrantada, con dos o tres centros de alumnos, con dos o tres centros de padres y apoderados. Al menos todavía hay un solo Centro de Exalumnos. Ningún capitán, por bueno que sea, puede coger el timón, desplegar las velas, vaciar las sentinas, leer las estrellas y los vientos, hacer de vigía y cocinar, todo él solo, sin una tripulación de su confianza. La municipalización convierte al alcalde en «sostenedor»; no hay autonomía de ejecución en el proyecto educativo que le es propio a este emblema hecho jirones; no hay autonomía académica para fortalecer bajo un liderazgo la labor magisterial en este foco parpadeante. Mario Benavides, expresidente del Centro de Exalumnos, culpa al Sistema de Admisión Escolar (SAE) por permitir que jóvenes con perfil anarco entren al Instituto, al desecharse la selección académica (El Mercurio. 25-May-2022. C5), pero esto es una consecuencia, no una causa. Los anarcos son las pus de una herida que lleva años gangrenada, cuando se rompió el convivio.

Si el crimen de lesa patria lo ejecutó la dictadura, los gobiernos siguientes miraron para el lado y prefirieron cambiar de tema, incluyendo a notables exalumnos como Ricardo Lagos, Sergio Bitar, Carlos Ominami, Jorge Arrate, Ricardo Solari, Osvaldo Puccio, entre otros. Saludan y hacen reverencia a su alma mater, la madre nutricia que los alimentó para que llegaran a donde llegaron, pero son ritos vacíos del mito que funda la educación democrática chilena. Abandonaron y dejaron caer la educación pública; no era necesario ir en contra de lo particular-subvencionado basado en el copago, bastaba con proteger lo que aún funcionaba bien. Estos hijos de la educación pública matricularon a sus propios hijos en la educación privada. No se elitizaron, se transformaron en castas que solo se deben a sus lealtades y no a su memoria. Llegó la democracia, pero el Instituto no se democratizó.

El Instituto resiste, no en los encapuchados que al final solo son carne de cañón, ignorantes de que quienes los alientan tienen otros intereses. Ni Carabineros ni la PDI saben nada del origen de la violencia organizada y sistémica en los colegios públicos con historia, emblemas de la educación y no emblemáticos, como el Liceo de Aplicación, el Lastarria, el Carmela Carvajal, el Liceo 1. El Instituto resiste en esos pocos profesores que atesoran el «ser institutano» y en los muchos alumnos y familias que buscan ese sentido nutricio del Instituto. Y resiste porque el Nacional tiene memoria, una comunidad y una familia cuyos lazos se definen por el amor en el hecho de aprender. Resiste porque nos buscamos, nos acercamos y nos reconocemos, no en la institución, sino en el mito del Instituto Nacional, una entidad imaginaria nacida de un sueño de sus fundadores para proteger la libertad y la independencia de toda tiranía, en especial de los despotismos de la ignorancia y los prejuicios. «Labor Omnia Vincit» es el verso de Virgilio que nos sirve de lema, no solo es el «trabajo todo lo vence», sino que más incluso: «el trabajo todo lo conquista». Y lo primero a conquistar es este sueño que dejamos de buscar en cada uno. Es el verso 145, del Libro I, de las Geórgicas, de Virgilio. «Georgos» es el campo. Y cuando se elige este verso, labor omnia vincit, es en pro del cultivo de las futuras personas, ese es el campo a trabajar. Labor omnia vincit improbus et duris urgens in rebus egestas: «El trabajo tenaz lo conquista todo, la necesidad inclusive que apremia en las situaciones duras». Ese cultivo ha sido dejado a un lado por una sociedad de consumo que no aprende a producir nada, que quiere educación «gratis» y de «calidad» para ganar «plata» y punto. Augusto le encargó esta obra a Virgilio. Y la razón de este pedido estriba en que después de la batalla de Accio en el 31 a.C. Roma sufre un cambio económico y social severo; el comercio adquiere auge sin competidores en el Mediterráneo. Antes fue Cartago su competencia, y ahora Roma controla el comercio de trigo de Egipto. Asciende una clase social urbana dedicada al comercio y las finanzas, y los campos quedan abandonados, a todos les gusta el dinero y lo que se puede hacer con él, y nadie quiere ensuciarse las manos labrando la tierra. Pero los campos fueron abandonados también debido a la peste. Y es lo que el mundo vive hoy: obsesión por el dinero y el diezmo de la pandemia. Las Geórgicas fueron una herramienta de propaganda estatal necesaria, porque alguien tenía que producir los alimentos que comemos.

Jocelyn-Holt, en su columna, cita a Shakespeare:

Extraño país el nuestro. Falta un mínimo sentido realista en qué se está, inconsciente ante instituciones públicas que se caen a pedazos, no quedándoles ni el fuiste. César, en palabras de Shakespeare, previo a su asesinato, se refirió a las agonías: «Los cobardes mueren muchas veces antes de su muerte / el valiente nunca prueba la muerte sino una vez».

¡Y qué peligroso el argumento! Cada vez que se invoca a Julio César, se hace para matarlo. Y siempre, quien lo invoca, no es quien empuña la daga; su invocación es casi un llanto de piedad absurda hacia un verdugo que se siente cautivado por su letra. No es la muerte la peligrosa, es quien la invoca el verdadero peligro para los Idus de Marzo, ya que ese fue un funesto día no solo para César, porque en esa jornada también murió la república. Si las instituciones no cumplen el fin para el cual fueron creadas, el riesgo es que cumplan objetivos que les son ajenos disfrazados como propios. Si el IN no da a «la Patria ciudadanos que la defiendan, la dirijan, la hagan florecer y le den honor», entonces, ¿qué da?, ¿borregos oportunistas?, ¿arribistas sobreescolarizados? Es un llamado de alerta, y bien vale la analogía shakesperiana, dado que una parte del Nacional quiere salvarlo y otra desea destruirlo. ¿Pero cuál es cuál? ¿O es tanta la confusión que solo dan palos de ciego con bastones incrustados de clavos, navajas y punzones?

Lo que une y cohesiona es el origen; por eso hay que mirar hacia atrás, y en el origen encontrar la fuerza de lo original. Hoy, lo más revolucionario, qué paradoja, es recuperar lo que se debió haber conservado; el sentido de su final, para voltear la frase de Jocelyn-Holt refiriéndose al Instituto, es recordar quién es. No será fácil darle el golpe de gracia, aunque le pusieran el número A-0 al Instituto Nacional de Chile, su nombre verdadero, no con el prócer José Miguel Carrera de apellido, agregado de los tiranos cívico-militares.

Me he preguntado: si el Instituto Nacional saca (o sacaba) los mejores puntajes en la PSU (y antes en la PAA) y forma buenos profesionales,  habiendo destacado por un modelo educativo con excelentes resultados durante más de dos centurias, ¿cómo es que el Estado no mira hacia ese colegio en vez de pagar millones en consultoras, agencias y cuanta entidad privada que se ha llenado los bolsillos sin que las cosas hayan cambiado un ápice? Si ese dinero lo pusieran en fortalecer este y otros colegios malamente llamados emblemáticos, no habría espacio para el mercadeo de estos asuntos entre los que se cobran favores políticos y responden solo a lealtades partidarias y grupos de interés. Y digo «malamente llamados emblemáticos», porque están llamados no a dar cuenta de una cualidad, sino que de una sustancia, de un producto resultado de un trabajo: son emblemas.

Si unos padres ponen a sus hijos en el IN para que vayan a la universidad y luego ganen plata para «asegurar su futuro», con educación gratuita y calidad garantizada, y luego ven que las protestas, movilizaciones, asambleísmos, destrozos, amagos de incendio, tomas, retomas y agresiones al profesorado frustran estas expectativas, sacan a sus hijos de ahí, en especial a los de enseñanza media. Es algo que se entiende, y es sano hacerlo. En otros colegios esos jóvenes con el mismo esfuerzo obtendrán mejores calificaciones, lo que favorecerá su ranking de notas. No importa si vienes de la pobla o de Lo Curro: ahí también hay un cálculo de oportunidad en medio de este descalabro.

A estas alturas, y viendo esta aceleración destructiva, varios rectorados y dirigencias estudiantiles son parte del problema. En 2019, en el programa «Mesa Central» del 18 de agosto en T13, el rector y el presidente del Centro de Alumnos de ese momento, Fernando Soto y Rodrigo Pérez, respectivamente, así lo demostraron. El adulto, con un tic en los hombros y dificultades para mirar de frente; y el chico, porque era un chico a todo lo ancho de la palabra, pequeño y ambicioso. Bien les cuadraban estos versos de El Navegante («The Seafarer»), poema anglosajón del siglo IX; con casi mil doscientos años, estos dos individuos vinieron a refrescar estas palabras:

La arrogancia y el orgullo
irrumpen sin reyes ni césares.
Ya no quedan maestros generosos como los de antaño,
esos que idearon las primeras hazañas del mundo,
gloriosos en sus vidas, renombrados en las canciones.
Quienes han blandido el escudo del honor y el señorío se alejan;
el fervoroso esplendor de las viejas espadas de a poco se mustia.
¡Dolorosa ventura! Débiles y pusilánimes
ahora nos gobiernan,
al amparo de la luz agonizante
de las dilaciones y la cobardía.
¡Cuánta añoranza en la nobleza perdida:
espíritus ardientes, pensamientos poderosos!

[Versión de Armando Roa Vial. Ed. Universitaria, 1999].

Porque la vida es compleja y difícil, es que nuestro deber y obligación es dotar a nuestros hijos con las mejores herramientas para cuando les toque enfrentarse al mundo que les espera, cruel y traicionero, pero también un lugar donde se puede marcar la diferencia con algo digno de admiración. Y eso pasa por no mentirles, en decirles que no cualquier educación vale lo mismo aunque nos digan lo contrario, y que mucho depende del empeño que ellos pongan, de cómo priorizarán sus vidas, de que soñar no cuesta nada pero sí realizar ese sueño, sin que les regalen nada pero también tendiéndoles una mano y que ellos hagan lo mismo, porque los triunfos no son fruto solo del individuo, sino que también de la ayuda y el cariño de los que lo acompañan. Un individualismo sin el individuo con un sentido de pertenencia, desvinculado de su comunidad, cree que sus logros se los debe a sí mismo. Quien diga «yo lo gané, mi solo esfuerzo me hizo llegar adonde estoy», ese pobre infeliz miente, y es lo que Cervantes llama en El Quijote un hijo de puta, no saben de dónde vienen.

Las alternativas educacionales hoy se ven reducidas, no por la cobertura, sino por lo que se ofrece; y esto atraviesa a todos los modelos educativos. El que puede pagar, que pague. Pero el que no, es difícil que se le sirva en el plato del aula algo no menos nutricio para su mente, su alma, su espíritu, que lo que se sirve en el mejor colegio público, particular-subvencionado o privado, y eso pasa en gran parte por el nivel de nuestros profesores, a quienes históricamente hemos menoscabado como sociedad en sus salarios, reconocimiento, dignidad y profesionalismo, pues con el Pedagógico destruido muchos optaron por la docencia a falta de otra cosa y cualquier institución abría las pedagogías como carreras cortas. Toda la educación, estatal, particular-subvencionada y privada, es un asunto público, porque de eso depende nuestra convivencia.

La consigna era «educación pública, gratuita y de calidad. No al lucro». Se logró. Pública, porque el Estado chantajea con su subvención a los distintos proyectos educativos, no solo imponiendo la música, sino que haciéndonos creer que es la única música posible del mundo. Gratuita, porque la subvención implica transformar las sociedades de sostenedores en fundaciones sin fines de lucro, como si esto significara que no van a lucrar (ley lista, trampa a la vista). Y de calidad, porque será medida con un test de calidad, pero que no estará en los parámetros de los países OCDE con los que Chile gusta compararse. ¿Cuál será entonces la consigna en las movilizaciones que vienen luego que esto se caiga y no deje a nadie contento?

Y a lo anterior, hay que agregar el llamado «Ranking de Notas», el aporte del señor Francisco Javier Gil, a quien el gobierno de la Nueva Mayoría no sabemos por qué le compró toda su teoría. Es una estafa este ranking, porque les dice a los estudiantes que un 6.0 en un colegio que no exige tanto a sus alumnos vale lo mismo que un 6.0 en otro que sí lo hace. Esto es mentir, y el mensaje es que si eres alguien bueno para los estudios, debes ranquearte en un colegio de poca exigencia y pagar un buen preuniversitario. Esto es pasar por encima de la diversidad de proyectos educativos que la ley dice promover, y fomentar un individualismo exitista fuera de toda solidaridad, ignorando además el valor agregado que puede ofrecer un colegio con buenos profesores, y soslayando la importancia de la docencia, como si un buen alumno dependiera solo de sí mismo.

Hay que hacer que los méritos de cada estudiante sean acogidos, alimentados, disciplinados; hacerles ver que en la vida todo cuesta, y que eso vale —para ricos y pobres— más que la viveza oportunista y la cuna de donde vienen; y recalcar que robar y mentir es nefasto y motivo de vergüenza, no solo en lo referido al dinero, también en la honestidad del estudio y del trabajo, porque también se ha visto en las universidades a estudiantes que no solo roban exámenes de las oficinas de los profesores, sino que también los venden a otros alumnos, y así logran graduarse y ejercer sin que se les mueva un músculo de la cara.

Una educación que no promueva ciertos valores y virtudes forma a una ciudadanía que elige a los gobernantes que se merece, y crece aceptando lo que no es aceptable; y la tiranía de la ignorancia es la peor de todas, porque pone en la hoguera a quien se le plazca, usa la memoria como inodoro y mata todo espíritu crítico, el cual es la proteína que una educación de verdad tiene para defenderse de sí misma y poder entregar personas más humanas, que humanicen los espacios que el mentado progreso ha envilecido.

El Instituto Nacional no solo son sus profesores y alumnos, sino también sus exalumnos y sus padres y apoderados, quienes vieron, justamente a través de la selección académica, la posibilidad de un «crecimiento social», no de una «movilidad social», porque nunca olvidamos de dónde venimos; era una chande de crecer como personas y en lo profesional. La educación pública en Chile fue destruida con armamento ideológico, fue quebrantada espiritualmente. Y se estigmatizó a los baluartes de la educación pública con el mote de «emblemáticos», de ese modo se los arrinconó. En 2014, Francisco de la Maza, alcalde de Las Condes en ese entonces, dijo en La Segunda que es muy fácil hacerles clase a unos genios, que es mejor que este «genio» esté con otros que no son tan genios como él para que se beneficien de su calidad de alumno, pues no cree en los colegios «emblemáticos». Esto es como la teoría de la economía del «chorreo», la caridad más indigna de los que han triunfado ideológicamente instaurando los actuales sistemas económico, valórico y educativo. Se equivoca este señor, desconoce muchas cosas en cuanto a educación; y cuando dice que los colegios municipales de su comuna sí tienen buenos resultados, ahí cabe su argumento, con un ligero matiz: «¡Pero si es muy fácil tener buenos colegios municipales con los recursos que hay en Las Condes!». La selección académica no recluta genios, potencia talentos. Y esto le pisa los callos a mucha gente.

Si no hay selección académica en un nivel que sí lo requiere (7° básico, que es cuando se postula al IN), ¿quiénes entran? ¿Por tómbola? Y si fuera así, ¿cuántos soportarán el nivel de exigencia? ¿O los profesores tendrán que adaptarse, bajar la escala de evaluación a la media de la capacidad de los alumnos que ingresaron? Hoy por hoy, esto ya no importa. Si el Instituto fortalece a su profesorado, podrá levantar los talentos de sus estudiantes, sean o no seleccionados. Pero esa fortaleza solo emergerá de un mito, del relato de un sueño que es necesario buscar. Y si hoy ingresan mujeres a sus aulas, enhorabuena, también reconocer con un mínimo de honestidad que el que fuera un colegio de varones no era causa del problema. No por enarbolar las banderas de la igualdad y la justicia social, o abrazar causas «justas» y discursos de género o de identidades, se actúa necesariamente en ese sentido cuando se toma a las sombras por la realidad, mientras esta actúa fuera de nuestra caverna mental. Si hay tradición, ¿quiénes tendrán el coraje de buscarla?

Un abrazo fraternal
a cada amigo y maestro
por otro año de nuestro
Instituto Nacional.
Si alguno lo pasó mal,
será mejor que cavile
que nuestro mejor destile
nos dio clara comprensión
que una buena educación
debe ser de todo Chile.