Por José María Vallejo.- Póngase usted en los zapatos de los padres de un bebé, niño o adolescente violado y asesinado. ¿Se quedaría tranquilo solo con la reclusión del culpable? Es una pregunta que me ha rondado con la publicidad de los casos de la pequeña Sophía, en Puerto Montt, y de Ámbar, en Los Andes, y la respuesta plantea un cuestionamiento profundo a la noción de justicia que tenemos.
La justicia debe contener dos elementos importantes y esenciales, a mi juicio: en primer lugar, un grado de reparación a las víctimas o sus familiares, a aquellos cuyas vidas se han visto truncadas o destruidas por un crimen; y segundo, la certeza (no puede ser una noción leve) de que el autor del crimen no volverá a cometer el hecho otra vez… nunca más.
La simple privación de libertad del autor de un crimen no es suficiente para reparación. Y con reparación me refiero no solo a una compensación económica (que implica el ya difícil cálculo de cuánto «vale» una vida o el daño moral causado). Tiene que ver con la sensación de la víctima de que el hechor llegará a padecer un sufrimiento al menos comparable al suyo. Eso no reparará la totalidad del mal causado, pero pondrá en la balanza la naturaleza humana (si, es el sentido del «ojo por ojo»), que hasta ahora parece estar fuera de la administración de justicia.
¿Por qué esa consideración ya no tiene valor? ¿Por qué parece tan poco civilizada la noción de la venganza, cuando es un elemento tan esencial en la justicia?
Porque siendo la justicia un valor (un camino considerado «correcto» para alcanzar un fin) sus teóricos han olvidado que su aplicación depende de la particularidad de los casos en los que se aplica. En definitiva, en la respuesta a la pregunta «¿Qué haría yo si me pasara…?». Y luego: «¿Qué me permitiría seguir viviendo?», «¿Qué sería lo correcto para mí si fuera la víctima?».
En otras palabras, si la justicia significa que a cada uno se le da lo que merece… ¿Qué merece la víctima y su familia?