Por Hugo Cox.- En Chile hemos asistido últimamente a una serie de actos de violencia que se han manifestado en la zona de la Araucanía. Pero no solo ahí, sino que incluso en colegios, entre estudiantes, tanto dentro de los establecimientos como fuera; a lo que se suma el crecimiento de robos, asaltos, portonazos y también riñas en las calles entre conductores y civiles.
El 1 de mayo ocurrió un último evento de violencia con un desenlace que aún no está claro. Y otros actos de violencia política como, por ejemplo, la denostación que sufrieron algunos miembros de la convención constitucional, o la piedra lanzada al Presidente de la República y los disparos al aire a la ministra del Interior.
Estamos hablando de una larga lista de episodios de gran virulencia que ocurren a diario. Todos estos hechos son conocidos por la ciudadanía, que observa con preocupación lo que ocurre y ampliamente difundidos por los medios de comunicación tradicionales.
En un artículo recién publicado por este autor, se planteaba como la anomia está instalada en Chile en todas sus expresiones, y estas manifestaciones son una manifestación clara y precisa de este fenómeno.
Estas manifestaciones de violencia se dan en distintos escenarios, y tienen orígenes distintos, por lo tanto, deben ser tratadas en forma separada, tanto en su estudio como en su solución. Pero todas tienen un nexo que las une, y que dice relación con la fuerza como método viable y natural para conseguir los objetivos o fines que se persiguen, encerrando un enorme peligro de naturalización y legitimación como método de confrontación y lucha.
Hannah Arendt señala que cuando la violencia se hace permanente en una sociedad, el estado de derecho y las leyes dejan de operar efectivamente, y el miedo se instala en la población, paralizándola. Todas estas agresiones y demostraciones de fuerza deben ser rechazadas en cada espacio público, si se quiere preservar la identidad y dignidad de las personas.
Es un problema grave para la democracia, que ocurre no solo en Chile, y que afecta el desarrollo económico, transforma la cultura política y perjudica directamente el proceso democrático, esto sin contar la pérdida de vidas humanas.
Ante la ausencia de la aplicación de políticas y medidas efectivas, se inicia un proceso de deslegitimación de la democracia, el gran peligro es que se comiencen a valorar las actitudes antidemocráticas, se desconfía en las instituciones y leyes, y, se produce un aumento el apoyo a figuras autoritarias.
Como sociedad debemos aspirar a una paz positiva, que se traduzca en un mayor bienestar y tranquilidad, fruto de condiciones de vida digna y menores brechas de desigualdad.
Un tema que está sobre la mesa es el imperativo de que las autoridades den gobernabilidad al país y brinden seguridad a todos los habitantes.
Para aislar eficientemente la violencia y a los violentistas deben encontrarse soluciones políticas, como único camino, pero esto requiere de programas claros y serios, con hojas de ruta conocidas por todos.
Es necesario que los organismos destinados a la seguridad actúen con eficiencia y eficacia, que la inteligencia y la contrainteligencia sean parte de cualquier diseño estratégico.
El Estado está perdiendo la batalla contra la violencia y en algunos casos no se ha hecho presente ya desde hace años.
En síntesis, es deber ejercer su autoridad contra la violencia, ya que dispone de una batería de leyes y recursos para restablecer la presencia del estado en todo el terreno nacional. Y, la ciudadanía, por su parte, debe estar dispuesta a cooperar con estos planes, una vez conocidas las líneas de acción.