Por Fidel Améstica.- Cámara en mano, en plena revuelta octubrista, Pepe Garrido caminó decenas de kilómetros durante semanas entre las calles, plazas y barricadas registrando el habla de muros y paredes. Su olfato de sociólogo y convicción filosófica lo arrojaron a ese destino. Más de mil grafitis recogió en esta aventura: los de aerosol en el concreto, papelógrafos, afiches con engrudo, plumones. Todo un catastro demoniático a prueba de mordazas; material a destajo para tabular, analizar, interpretar.
Aunque valioso en cuanto a testimonio historiográfico o crónica visual, lejos estaba, sin saberlo, de los empujes del historiador o del periodista como testigo o recolector de datos y hechos. Estas andanzas algo tenían de intrusión sacrílega, insospechada en ese momento. La rabia y los demonios como un eco vengativo del 73 desbordaron el orden desnudados en furias arcaicas, erinias enloquecidas en una comprensión ex post.
Lo que se llama Estado de derecho es el pronunciamiento racional de un orden. Orden y Patria es nuestro lema, por la razón o la fuerza, dulce Patria, o la tumba será de los libres, o el asilo contra la opresión. Así de puro es nuestro cielo azulado. Una contradicción. Si ese tal orden se desenmascara opresivo, lo que resta para los libres, entonces, es la tumba o el exilio. Y de sobra hemos tenido en doscientos años.
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Son palabras fisuradas por donde se cuela su opuesto. Por el orden, el caos; por el derecho, lo torcido; por la patria, la extranjería; por la libertad, las cadenas; por lo puro, lo tóxico; por lo dulce, la hiel; por la razón, lo irracional. Así de puro es nuestro cielo azulado y la brisa que cruza esas fracturas semánticas. Y bueno, cuando la brisa es un vendaval que transforma la fisura en una grieta telúrica, entra en escena muchas veces la razón de Estado. ¿Y quién decide eso? Quien se hace de la guaripola. La razón toca sus límites y bien valdría que la razón de la sinrazón, que a mi razón se hace…
Si la violencia campea en La Araucanía, no hay Estado de Derecho; si la delincuencia y el narco se han tomado las poblaciones, lo mismo. Si el derecho de propiedad no sirve más que como cueva de Alibabá para amparar el saqueo económico estratégico de los de Sanhattan, no pasa nada. Un siniestro energúmeno amenazó en los noventa con «si me tocan a mi gente, se acabó el Estado de derecho». Es un orden racional, condicionado, amparado en la ley, ciego a sus fisuras.
Y Pepe Garrido se dio de bruces no con la historia, no con la crónica, ni menos con el relato. Fue capturado por el descontrol de una fuerza mítica, bestial por lo primigenia y absurda por lo olvidada. Por entre los piquetes de la turba por donde pasó, se detuvo en uno cuya barricada apestaba a plástico quemándose; observó con atención y fue testigo de cómo un grupo de mujeres alimentaba el fuego con botellas desechables. Se escandalizó, y las interpela con toda la fuerza del sentido común, la conciencia ecológica, y hasta les sugiere que mejor aviven la hoguera con muebles de madera. Y ante esta justa y racional reconvención tuvo por toda respuesta la consigna de batalla: «¡Aquí hay un machito!».
Lo que vino después fue una horda enceguecida de mujeres sobre el solitario cuerpo de Pepe Garrido, una pateadura de lo lindo, como si pagara todos los crímenes del patriarcado en su persona con esta paliza de puños, codos, pies y rodillas, sin contar los escupitajos y cuanto le cayó encima. Apenas salvó del linchamiento. Por oponer lo razonable y de mínima conciencia ecológica al éxtasis iracundo de algún tipo de feminismo combativo, a punto estuvo de vivir el sentido de la palabra tragedia: el canto del macho cabrío mientras es desmembrado por las ménades o bacantes con sus propias manos, y habría corrido la suerte de Penteo, Orfeo o Dionisios. Pero Pepe no es ni rey, ni músico, ni un dios, aunque sí fue candidato a víctima propiciatoria, simbólicamente al menos.
La peripecia de nuestro amigo nos llama a ver lo ocurrido con otros ojos, sin juzgar ni condenar. Somos tiempo, la forma del tiempo en los símbolos y arquetipos que despliegan nuestras acciones; estructuras semióticas que recargan una narrativa de un mismo mito, un cuento llamado a contarse una y mil veces, y nunca es el mismo. Pero podemos ver los nodos de un esqueleto que reclama su carne verbal resucitada por la memoria, una memoria y un tiempo míticos, porque el profano nos ha hecho olvidar un orden que es anterior al orden.
Las ménades (o bacantes, llamadas así por ser el cortejo de Baco o Dionisio) deben su nombre al furor, a una ira divina que se despierta cuando se ha violentado un orden sagrado, divino, pretérito al orden de las leyes humanas. Su etimología es la misma que para la cólera de Aquiles en griego: la menis. No es la rabia o ira humana que estalla como frustración del deseo y que puede culminar en el crimen, sino el furor vengativo que reclama la madre tierra ante injusticia de lesa humanidad, de lesa patria, de lesa naturaleza; es la voz de los muertos, de lo que enarbolan lo que hoy se llaman derechos humanos.
Ciertamente, quienes golpearon a Pepe Garrido no son las ménades, pero la escenificación en que actuaron de algún modo nos las recuerdan. Si, en efecto, lo hubiesen sido, lo habrían desmembrado furiosas con sus manos, y devorado hasta el paroxismo, en visiones incomprensibles para quienes no participaran de ese ritual. Lo que solo podría ser una nota periodística en el noticiario de la noche lleva en germen un tiempo fuera del tiempo. Visto de otro modo, esa barricada feminista pudiera ser también una parodia o degradación del culto dionisíaco, aferrado apenas al estallido de una rabia sin base en la memoria del ser, arrojada al tiempo histórico profano, pasto del olvido.
Si imaginariamente reconocemos en ellas a las ménades, el varón intruso sin haberse iniciado en esos ritos o que no reconoce a otros dioses que los olímpicos, los que ha impuesto el Estado de derecho, no solo habría sido descuartizado, sino que sus partes habrían sido esparcidas por los cuatro puntos cardinales. El desmembramiento ha servido de castigo «ejemplarizador» contra la rebelión, un terror de Estado ajustado a derecho en cada parte estacada en los rincones del territorio. Pero yendo más atrás, quizás al neolítico, la violencia sacrificial es propiciatoria de la fertilidad en la agricultura, la sangre es untada en los sembradíos y las partes desmembradas se entierran en diversos puntos a fin de robustecer lo que dará el alimento futuro.
En Chile, la poesía popular nos legó un tópico que algo de lo dicho tiene, y son los versos «por el cuerpo repartido», y el más famoso es de una poeta como Violeta Parra, musicalizado por Patricio Manns y arreglado por Inti-Illimani:
Mi brazo derecho en Buin
quedó, señores oyentes,
el otro por San Vicente
quedó no sé con qué fin;
mi pecho en Cuacautín
lo veo en un jardincillo,
mis manos en Maitencillo
saludan en Pelequén,
mi falda en Perquilauquén
recoge unos panecillos.
Pablo Neruda hace mención a este tópico en Confieso que he vivido, cuando relata su clandestinidad en tiempos del traidor González Videla. En su huida se repartió por medio Chile, lo mismo que su Canto General que por partes se iba imprimiendo y encuadernando en distintos pueblos y ciudades. El cuerpo repartido adquiere así también una aspiración de conectar este territorio donde todo queda lejos, una dimensión comunicativa de todos sus rincones más allá de solo fecundarlo con un pueblo desmembrado por la razón de Estado.
Y es que el cuerpo repartido supone un desmembramiento previo, es lo contrario del imbunche, al que dejan muerto en vida. Hay un misterio ahí que nos interpela al vernos tan fragmentados y a jirones de quienes somos o quisiéramos ser. Raúl Ruiz tiene un filme de 1975 que se llama «Utopía. Cuerpo repartido y el mundo al revés», hay que darle una vuelta a esa película. El territorio emerge dentro del sujeto así como este toma la forma del territorio; quien se autodesmembra vive en todo Chile, en algo más real, tangible y comunitario que la Ciudad de los Césares. Al parecer, salvo que encontremos más antecedentes, el subgénero poético «cuerpo repartido» es creación chilena, de una escuela de tipo homérica de nuestra oralidad.
Entonces, si resurge la fuerza del mito a través de lo absurdo, los disparates, la parodia y la degradación, ¿será que este cuento, a pesar de nosotros mismos, es una forma también de abarcar la memoria, conectarla, sembrarla, de extenderse hacia todos los límites de nuestro ser y abrazarlo? Si así fuere, imaginemos a Pepe Garrido despedazado por las ménades, y que cada trozo de su cuerpo fue enterrado en un punto específico para volver a tornar sagrado y limpio lo que fue sacrilegio de la memoria, el territorio y las personas. Tener el cuerpo repartido es estar en todas partes y en ninguna, pero lo que le da unidad y sentido es la acción de quien se desmembra o deja desmembrar para hacer que la vida continúe. Imaginemos, ahora sí, a Pepe Garrido despedazado por las ménades feministas en una barricada de Plaza Dignidad como fuego ritual, y que cada trozo de su cuerpo es enterrado en un punto específico de la geografía para volver a tornar sagrado y limpio lo que fue sacrilegio en la memoria, el territorio y las personas, y que donde hubo dolor se instale el cariño y la generosidad para sanar. Así, imaginariamente, que un sacrificio pague los pecados del mundo, aventado su cuerpo mutilado como las semillas de la vida:
Al centro de la ciudad
me voy cargando mis huesos,
mis vilezas, mis excesos
y mi incierta libertad.*
Mi boca quedó en Lonquén
y mis ojos en Pisagua;
en la Cárcel de Rancagua,
un pedazo de mi sien.
Dentro del buque «Andalién»
de mi brazo, una mitad;
y en la misma oscuridad
una mano quedó rota,
cuando mutilada brota
al centro de la ciudad.
En Dawson el osobuco
se perdió entre la neblina
y en la isla Quiriquina
mi sangre sirvió de estuco.
La Oficina Chacabuco
guarda mis molares gruesos;
mi cráneo de pelos tiesos
en «Las Bandurrias» se llueve,
y hacia el Patio 29
me voy cargando mis huesos.
Mi pecho en la Rinconada
y un pulmón en el Mapocho,
cuando en Londres 38
se molió mi riñonada.
En Paine se hizo alborada
un salpicón de mis sesos,
y en Villa Grimaldi presos
mis sueños buscan salida,
porque no tuvieron vida
mis vilezas, mis excesos.
En la Base de Maquehue
se ha quedado mi cadera
y mi pobre posadera
en las faldas del Peldehue.
Dentro del Fundo Pemehue
quedó algo de humanidad;
tripas con enfermedad
en el Recinto Trizano
con la falta de una mano
y mi incierta libertad.
Donde perdió el poncho el diablo
se enterró mi corazón,
y alguna respiración
en todo lo que no hablo.
En Vespucio con San Pablo
una costilla me queda;
debajo de la Alameda
mi rostro quedó en la inopia,
pero supe de mi propia
dignidad en La Moneda.
* Copla del poeta Óscar Antonio Pérez Garviso. En Chile, se le llama verso a una glosa en cuatro décimas a partir de una copla o cuarteta (herencia de los Siglos de Oro de España) más una quinta décima como despedida o conclusión.