Por Luis Campos.- Los libros han estado conmigo desde mi nacimiento y por ese motivo, en un nuevo Día del Libro, cumplo con saludar a estos viejos amigos, expectantes hace rato, acerca de cuál será su regalo de hoy. No sé cuándo comencé con la obsesión por los libros. Lo que recuerdo y también forma parte de las memorias familiares y del dentista Escobar, es que a los seis años llegaba a la consulta con “El gatopardo” y lo leía asiduamente mientras esperábamos por ser atendidos. No me acuerdo ni un poco de ese libro o de su autor y ni siquiera de su portada. Sólo tengo la sensación de que me acompañaba a todos lados. Tampoco sé si alguna vez lo terminé de leer. De todas maneras, fue la primera manifestación de aprecio mutuo entre un libro y yo.
Después de eso sucedió algo maravilloso, de esas cosas que sólo ocurren en las novelas realistas mágicas de América o en el mundo sorprendente de Murakami o de Mo Yan: fui abandonado durante tres años en una biblioteca y luego fui adoptado por una librería. No crean que eso tuvo que ver con una mala familia o padres desconsiderados. De hecho, mis padres nunca dejaron de alimentarme o de darme lo necesario y mi casa siempre estuvo llena de libros.
Lo que sucedió fue que en el año 1976 pasé de la pequeña Escuela N.3 República del Uruguay que quedaba en Carmen con Santa Isabel, en Santiago Centro, al Saint George´s College, por allá en Vitacura. En ese tiempo mi padre había por fin conseguido un trabajo estable y bien remunerado luego de que la Fuerza Aérea interviniera el emblemático colegio. Mi historia es posterior a la de «Machuca», pero se parece en muchos aspectos. Tenía beca por ser hijo de profesor, quién ya desde esos tiempos entendía las ventajas de la educación privada por sobre la pública. Pero al igual que Machuca, ese no era mi mundo. Para llegar al colegio teníamos que salir de la casa muy temprano. En mi familia, aun siendo el más chico, me hacían levantarme primero después de mi padre. Luego venía el resto. Y como a las 6:30 salíamos caminando a tomar una micro, o al encuentro con otro profesor que nos llevaba hasta Vitacura. A pesar de que mi padre trabajaba en el ciclo básico, nunca coincidieron nuestros horarios. O él tenía clases en la tarde y yo en la mañana, o viceversa. Fue entonces cuando fui abandonado en una biblioteca.
Ese año, 1976, se le ocurrió nacer a mi hermano, nada menos que el ocho de marzo, y mi madre estaba lo suficientemente ocupada como para dar cuenta de tanto cabro chico y menos aún estudiando tan lejos. Así que mi vida se resumió durante esos tres años en salir temprano de casa, entrar a clases por la mañana o por la tarde y en el tiempo que restaba pasarlo nada menos que en la biblioteca del colegio. Y aunque parezca extraño, nunca me sentí solo. Rodeado de los escasos alumnos que leían sentados en los mesones y viendo en perspectiva los estantes repletos de libros, me sentía acogido y acompañado todos los días. Sin duda también fue una gran labor de la bibliotecaria, quién recibió el encargo por parte de mi padre:
–Cuídelo. Es tranquilo y con un libro en las manos no molesta a nadie.
Y así fue efectivamente. Fue en ese tiempo que comenzó mi obsesión por leer en hileras y por autor. Entre los seis y los nueve años aparecieron Emilio Salgari, Julio Verne, Robert. L. Stevenson, «Mujercitas», «Hombrecitos» y cuanto libro adecuado para un niño tan chico se pudiera encontrar. También apareció Latinoamérica y sus cuentos maravillosos como «El vaso de leche» que leía y releía sin cansancio ni hastío. Cuando salía de la biblioteca siempre cargaba, como hasta hoy, con mi libro de cabecera.
Después de las clases, como a las cinco o seis de la tarde, mi padre seguía con su jornada laboral y partíamos a hacer clases particulares en casas del barrio alto. Mientras el trabajaba con el estudiante, yo me quedaba, tranquilo, en un sillón, adivinen…leyendo. Eso hasta como las ocho de la noche. De ahí a tomar el bus que daba vueltas por Luis Pasteur o tomar el trolley, bajarse en la Alameda y caminar hasta la casa para dormir como a las nueve o diez de la noche. Y al otro día levantarse a las seis, salir, quedarse en la biblioteca, asistir a clases, casas del barrio alto y todo de nuevo. De esa época me queda la sensación de que los libros me acompañan. El mundo puede ser injusto, terrible, desigual como ya lo sentía en esos años comparando mi casa con la de los alumnos particulares, aunque siempre tenía la posibilidad de sumergirme en una historia, de visitar países extraños, de vivir fantásticas experiencias.
El año 1979 terminó mi periplo y me cambiaron al Colegio Hispano Americano. Si bien el Saint George era una gran institución, la distancia con mis compañeros en vez de disminuir aumentaba cada día. No podía ir a los cumpleaños, me demoré más de cuarenta años para ir a Farellones y las fiestas en mi vieja casa no eran para ellos. A pesar de que todos eran buena onda, progresistas, no dejaba de ser otro Machuca entre los ricos. Así que tuve que volver a mi lugar.
En el Hispano Americano pude potenciar mi relación con los libros bajo el apoyo del malvado Sr. Hernández y sus estrellitas y, sobre todo, con Lucho Farfán y el exigente Rafael Terreros. Fue en esa época, como a los trece años, cuando fui adoptado por una librería. Con mis amigos y amigas del barrio, cada vez que teníamos libre, ya fuera en la tarde o los fines de semana, salíamos de la calle Vichuquén y partíamos en patota al Parque San Borja, jugábamos a la pelota en la Bombonera, nos tirábamos en el pasto y veíamos el mundo pasar tranquilamente. Esos prados y bajo la sombra de algún árbol, además de ser buenos lugares para pololear, fueron también buenos rincones para leer. Fue en estos tiempos en que, regresando del parque, descubrí en una torre que estaba frente a la Escuela de Arquitectura de la Universidad de Chile a la mítica Librería Mímesis. Junto con Carlos Puig, que de tanto leer se convirtió en literato, entramos y vimos un mundo que para mí ya era conocido desde mis tiempos de biblioteca. Largos estantes repletos de libros y unos universitarios que no eran solo vendedores de libros. Fue ahí cuando conocí a Juan, a David, al chino, Hugo Bello, al Pepe, a Valentín y a otros activos jóvenes que vivían por los libros.
No sé qué fue lo que les pasó por la cabeza, pero inmediatamente fui sumado a las clases espontáneas de literatura que se daban en la librería. No es que se pusieran de acuerdo o algo parecido. Era simplemente pasar largas horas, escuchar cuando alguien preguntaba por un libro, recibir las sugerencias de los letrados, interactuar como quien visita la barra de un bar y se hace amigos. Pero todas estas conversaciones de salón hablaban de literatura, de libros de cuentos, de poesía. En ese espacio encontré, nuevamente, un mundo lleno de textos y de letras, de gente que amaba los libros. Los más viejos, David y Juan, me conocieron cuando era chico y, literalmente, me adoptaron. Yo trabajaba en el almacén de mi abuela para conseguir unos pocos pesos y me los gastaba semana a semana comprando libros. Los más baratos. Luego fui aumentando mis ingresos traficando completos en el barrio, haciendo rifas, vendiendo calcomanías en el colegio. Un gran comerciante que nunca capitalizó, ya que se gastaba toda la plata comprando libros. Como hasta el día de hoy.
Alguien podría pensar que fue un abuso de la librería el quitarle el dinero a un pobre niño de 13 o 14 años. Pero para mí fue formación pura. Años más tarde, en el 2003, en el marco del Congreso de Americanistas en Santiago, me tocó participar de una mesa redonda con Rodolfo Stavenhagen, Diego Iturralde y algún otro prócer de las Ciencias Sociales Latinoamericanas. Cuando concluyó la mesa y luego de mi intervención, se acercó alguien que me parecía conocido, nada menos que Juan de la librería, que vivía en Estados Unidos y trabajaba para una prestigiosa universidad. Me saludó y me manifestó sinceramente, emocionado, lo orgulloso que se sentía de verme ahí, en una conferencia. Me recordó de esos años, cuando decidieron que, aunque yo tenía sólo 16 años y ningún trabajo estable, de todas maneras era buen sujeto de crédito y me incorporaron a su cuaderno de pagos diferidos. Prácticamente todas las semanas pasaba por la librería, abonaba a mi deuda y salía con otros libros y otras conversaciones y clases sobre diversos autores. Fue ahí que conocí a Juan Emar, en boca del mismísimo David, quién años después publicaría y reseñaría las obras del enigmático escritor.
En 1987 y decidido a no abandonar mi barrio, entré a estudiar Antropología en la Universidad de Chile, cuyo campus, si es que así se podía llamar, estaba en Marcoleta, entre Portugal y Lira. A cien metros de la librería. Me demoraba 8 minutos caminando desde mi casa y compartía en los mismos patios que antes había utilizado para andar en skate. Por supuesto que la librería Mímesis me acompañó durante todo ese proceso y me proveyó de mis primeros libros de antropología. Comencé a trabajar en un restaurante y mi sueldo creció semana a semana y con ello la cuenta que tenía en la librería. Para 1994, cuando me fui a estudiar a Brasil, ya habían pasado cerca de diez años de haber sido adoptado por la librería. Me fui a despedir y como siempre salí con algo útil: obras completas de Fernando Pessoa, en edición bilingüe castellano portugués, que leído y releído hasta el cansancio fue mi puerta a una nueva lengua. Gracias a la Mímesis.
De eso han pasado más de 20 años. En Brasil fue Chiquinho que vendía libros en la Universidad de Brasilia. En México fue el librero que era amigo de Ludwig Zeller, el poeta y narrador surrealista que se tomaba un tren en Calama y aparecía en Oaxaca, casi como me había sucedido a mí.
En todos estos años no siempre he estado cerca de los libros. Cuando estuve mal, quizás me sentí abandonado por ellos. No me acompañaban e incluso pasaron muchos años en que ni siquiera el libro de cabecera andaba conmigo. A veces lo veía mirándome, nostálgico, desde el otro lado de la calle, o con cierta envidia cuando en una librería me dirigía directamente al área de ciencias sociales o de antropología y me olvidaba de la riqueza de las letras de la literatura.
Me costó más de diez años regresar a las novelas y volver a leer como lo hacía antes. Tuve que congeniarme con la vida y con la muerte, tener un hijo, una esposa y un cáncer, ver la vida y la muerte pasar junto a un Huracán en Oaxaca o sufrir desde lejos la muerte de mi padre y de mi abuelo. Hasta que un día la cura vino nuevamente desde una librería. En septiembre de 2006 fui a dar un curso sobre derecho indígena a la Universidad Central, en el barrio cívico. Como llegué temprano, entré a la librería del Fondo de Cultura Económica, en Bulnes con Tarapacá y me encontré con la biografía de Gregory Bateson escrita por Richard Lipset en oferta a $2.000. Lo compré y lo releí. Y me recordé de lo mucho que me gustaba Bateson y también leer. De ahí apareció nuevamente la sabia obsesión. La lectura por estante, por hilera. Daniela me regaló luego a Bolaño 2666. Bateson, Bolaño. Después fue Aby Warburg, Gombrich, Rivera Letelier, Murakami, Mo Yan, Confucio y Piglia. Todavía intento con Mishima y a veces me paseo por Fuguet, Parra, Luis Sepúlveda, Marcelo Simonetti, Houllebecq, Philip K. Dick y cuanto libro me puedan sugerir por ahí. Hace un par de años la librería Que Leo llegó nada menos que al barrio y cada vez que salgo a comprar pan regreso con un nuevo libro.
Mientras escribo esto, en mi pequeño escritorio sobrepasado hace años de libros, escucho un rumor de hojas: son los libros que están cantando las mañanitas y me dicen alegremente: ¡Feliz día del Libro! ¡Hemos agregado una nueva página a nuestra vida!
Luis Campos es doctor en Antropología, ex presidente del Colegio de Antropólogos de Chile e investigador especializado en pueblos originarios.