Por Javier Maldonado.- “El carabinero pensó”, sostiene una autoridad de gobierno, alta autoridad de gobierno. Pues bien, esa afirmación es apenas una conjetura oficial puesto que no hay pruebas evidentes de que el carabinero haya pensado. La realidad brutal contradice a la alta autoridad y lo deja entreverado en una duda persistente: que él mismo, o ella misma, haya pensado. Él, en tanto funcionario; ella, en tanto autoridad. Tal contradicción aligera la autoridad y la adelgaza a una condición de función light, lo que es muy complejo puesto que se hace de inmediato prescindible. Ejemplo vivo de ello es su superior administrativo que de ser una autoridad de cuarto o quinto orden brinca a la primera línea sin tener, en lo absoluto, dedos para ese piano, como sus solos lo indican, creando a la pasada la idea e impresión de que está carísimo y muy desafinado para organillero de plaza. Alguien quizás dirá que le falta monito o lorito; pero no, los tiene y suelen hablar por él. No es que digan cosas muy brillantes o que adivinen el futuro o se anticipen o prevengan, pero están allí exhibiéndose aunque sin exponerse ni comprometerse. Son, a todas luces, instrumentos del organillero.
Pero, volvamos al carabinero pensante. “Él pensó”, ergo ¿existió? Si en el caso nerudiano fue “la metafísica cubierta de amapolas”, en el caso policial es la metafísica cubierta de plomo. O de acero, metal de lo que son algunas balas, sobre todo las de calibre .38 cargadas en un revólver que se debe gatillar tiro a tiro. Quizás, el carabinero pensador vio la oportunidad de su vida para practicar el tiro al ciudadano, nuevo deporte creado para perfeccionar las operaciones pedagógicosociales del Cuadro Verde. Tal vez pensó en otra cosa, en las violentas ficciones policiales de la tele cotidiana que se disfruta en las comisarías cuando la tarde languidece y los malos, los otros malos, también se retiran a sus madrigueras.
Pudo haber pensado también, en unos pocos segundos, que ése era el instante preciso para dar rienda suelta a la yegua ira que habría venido atesorando durante todos los duros y frustrantes años de militancia carabineral, odios acumulados contra los cuadros superiores, odio de clase, odio de condición, odio uniformado, odio subalterno. También pudo haber pensado en la mayor Olderock de carabineros y sus perros entrenados para torturar y violar en Villa Grimaldi; o, por qué no, en el capitán Maturana que dejó ciega a Fabiola Campillai. Es muy posible que haya pensado –el pensamiento no ocupa espacio- en sus colegas que degollaron con corvos a Nattino, Guerrero y Parada, o, por qué no a los sicópatas de Viña del Mar; también pudo pasarle por la cabeza su colega que asesinó al joven Catrillanca, no hace mucho.
Todos ellos héroes epónimos de la Fuerza, amparados por la autoridad y la justicia. Pero sin embargo parece que lo encandiló el brillo amenazante de las armas blancas, de las filudas hojas de un arma para él desconocida, un arma de espectáculo callejero, una peligrosa arma esgrimida por un ágil espadachín urbano que hacía malabares con ella, peligrosa arma con la que podría perder la cabeza. Lo espectacular del espectáculo callejero panguipullense es que el carabinero pensante efectivamente perdió la cabeza y reaccionó instintivamente como un perro de presa entrenado para hacerlo. El estallido de luz proveniente de la espada sobrepasó su capacidad de razonar, del mismo modo que el primer fogonazo de su alma verde, perdón, negra, perdón, blanca, arma para la legítima defensa.
En alguna parte de su cerebro se habrá producido una sinapsis y creado de modo instantáneo una idea, una referencia metálica ¿corvo? ¿sable? ¿bayoneta? ¿quisca? ¿machete? ¡Sí, machete! ¡Eso es, un machete! En otro nanosegundo, otra sinapsis y otra idea: ¿cuatro machetes? ¿tres? Un machete no es un arma. Es una herramienta de trabajo utilizada para desbrozar, para abrirse paso en la espesura de la selva, para cortar caña. Un revólver es un arma. Claro que cuando es de verdad, un machete de mentira, no sirve para ninguna de las actividades anteriores. Apenas para hacer esas piruetas que hacen los cabros cuando se enciende la luz roja del semáforo.
El carabinero pensador pensó que el energúmeno armado de peligrosos machetes que amenazaban su vida debía ser frenado en seco, y también pensó que su experiencia represiva –es un sargento, y los sargentos no son inocentes porque no son principiantes- le aconsejaba que para frenar en seco al agresor que amenazaba su vida el Estado le había entregado la luma –que es el palito para abollar ideologías, según la señorita Mafalda-, y un reluciente revólver calibre .38, cargado con seis tiros de guerra para la mantención del orden, la seguridad ciudadana y la paz social.
Su experiencia en el campo de Marte lo llevó a elegir la certeza mecánica de su arma de servicio. Esa misma experiencia debió funcionar –que no funcionó- para reaccionar como un profesional y no como un matarife, con el perdón de los matarifes de oficio. Tal vez, que estamos derivando en el mar de las conjeturas, recordó haber leído en alguna parte de la reacción de un guardia civil –carabinero español- cuando interrumpió una clase magistral de Unamuno en la Universidad de Salamanca, quien le exigió respeto: “Este es un lugar de cultura”, dicen que le dijo al policía. Éste, sin amilanarse ante el maestro Unamuno, respondió: “Cada vez que escucho la palabra cultura, echo mano a la pistola”. Algo parecido o similar, 80 años después, sucedió, reiterándose el mismo principio, en la localidad de Panguipulli, en la que un policía pensante, de acuerdo a la versión de la alta autoridad, echó mano a su arma y le fajó seis tiros al malabarista que amenazaba su vida con unos machetes de utilería.
La ajusticia dice que eran armas blancas, filosas, mortales. Pero ya sabemos que la ajusticia siempre ha estado bien dispuesta a ajusticiar a cualquier inocente que caiga en sus reductos por acción de la ley y el orden. Ahora bien, no hay de qué preocuparse: el carabinero pensador podrá seguir pensando tranquilamente en la paz de su hogar, o de su cuartel, protegido por sus pares, felicitado por sus superiores (quizás se le proponga para la condecoración Defensa de la Democracia), sabiendo que hay muchos otros como él, que custodian a los ciudadanos, ya sea para protegerlos, ya sea para castigarlos. Algunos (no se descarta a los malabaristas) para matarlos, perdón, ejecutarlos o reducirlos de modo didáctico y pedagógico. Para algo sirve la educación de mercado.