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Michail Gorbachov, Ícaro y Lear

Por Osvaldo Puccio.- En los sesenta, el director soviético Grigori Kosintzev filmó una monumental serie de las obras de Shakespeare. Son obras impresionantes que describen, con la belleza de las luces y la sombras de la filmación en blanco y negro, los dramas del poder. La más conmovedora de todas ellas fue “El rey Lear” esa figura que como una sombra itinera con el alma perdida y vacío de poder por los lugares en que alguna vez lo tuvo.

Gorbachov fue distinto y también parecido al personaje de Shakespeare: fue un personaje complejo, que no multifacético, fue un hijo y un resultado de su época, como todos; pero, como pocos en la historia, no solo fue protagonista de ella, sino fue más allá y abrió una época nueva que con rapidez se convirtió en el espacio y la fuerza de su propia y personal derrota.

Su fenomenal paradoja fue que justamente ese fracaso es el sustento de su importancia como sujeto histórico, aunque con certeza sería correcto decir también literario, de esos que sólo pueden ser expresados en forma de tragedia. Todas las otras formas darían con dificultad el ancho para reflejar al personaje, a los personajes y al tiempo en el que abrieron de manera inversa la caja de Pandora, sacando y mostrando primero la esperanza y luego viendo cada día con más impotencia como iban saliendo los males que invocando a aquella procuraban remediar.

Michail Sergeyevitsch Gorbachov fue un “hijo legítimo” de la Unión Soviética: nació en una familia de campesinos, padre ruso y madre ucraniana; se hizo adolescente durante la II Guerra, de la que su padre, comunista como su abuelo, fue veterano; vivió la colectivización forzada, las hambrunas, el culto a la personalidad de Stalin, el tiempo abierto por Jruschov. Contemporáneo de Yuri Gagarin, vivió las victorias de la URSS en la carrera espacial y el inicio de las reformas que aceleraron su derrota, el ascenso de Brezhnev, la consolidación de la Guerra Fría, y el largo proceso que terminó llamándose “del estancamiento”. Tempranamente ingresó al Komsomol, se formó en la Universidad del Estado en Moscú e hizo su carrera dentro y a la vera del PCUS, es decir, lo que el lenguaje despectivo del tiempo llamaba un “aparatchnik”.

Fue un “aparatchnik” que, sin embargo, hizo un recorrido singular que rompió con ciertos cánones del acceso al poder. Desde luego su formación universitaria lo hizo el primero con esa condición que llegara al máximo nivel del Partido desde Lenin y con la misma formación que este, jurista; pero también su ejercicio de la política ligado a la agricultura en provincia dónde era posible percatarse muy en directo del retraso, las carencias y los límites de la forma y la manera de organizar la producción y la distribución en la economía soviética. También la renuencia y lentitud para dar cuenta de los avances de la ciencia y la tecnología en la práctica y no sólo en la retórica de la propaganda.

Con poco menos de cuarenta años, es decir, joven para los usos y costumbres del sistema, accedió a la jefatura del Partido en una región agraria del Oeste de Rusia y de ahí fue electo miembro del Comité Central del PCUS. Ello habla de dos condiciones: una, su buena y disciplinada conducta  en el marco del sistema y, dos, sus naturales talentos e inteligencia. Estos son más importantes y requeridos en un sistema cerrado y autoritario donde se precisan habilidades especiales para mostrar lo que se debe, hacer lo que se puede y al mismo tiempo incidir teniendo en cuenta que hacerlo con una voluntad transformadora o al menos de cambio puede ser el atajo a lugares muy ingratos.

Él mismo es la generación que vio con estupor las revelaciones de Jrushov sobre el stalinismo -aunque es poco probable que haya tenido acceso al Informe con la denuncias hechas por este en el XX Congreso del PCUS que se publicaron mucho más tarde-, pero vio con entusiasmo y seguro con esperanza las reformas del periodo que buscaban junto con enviar a Yuri Gagarin, su contemporáneo, al espacio tomando la delantera en la carrera espacial. La carrera espacial era el símbolo de la intención de Jruschov de poner a la altura el funcionamiento y modernización de la economía y también de las instituciones del Estado que tenía como sabemos al Partido como columna vertebral de su funcionamiento.

Jruschov fue desbancado y las esperanzas de una apertura del sistema volvieron al cauce ordenado y doctrinario del “optimismo histórico”, esa fórmula cuasi religiosa con que el discurso soviético “daba largas” a las aspiraciones cotidianas de bienestar de sus ciudadanos.

La revolución rusa definió un tipo de hegemonía entre las fuerzas que procuraban cambios sociales en distintas partes del planeta en la que las visiones de Lenin y la construcción del socialismo encontraban en lo que sucedía en Rusia un referente necesario, cuando no derechamente atractivo, desde la revolución mexicana a la gran marcha en de Mao en China, desde la República de los Consejos en Hungría hasta el intento de establecer una República soviética en Bavaria al sur de Alemania.

El marxismo devino en “marxismo leninismo”, y éste, en canon, no sólo para los partidos que en la división de la II internacional se habían adscrito a las tesis de Lenin. La temprana eliminación física de Leon Trotsky a manos de agentes de Stalin en México, la internacionalización a través de la Komintern dirigida por el búlgaro Georgi Dimitrof de los partidos comunistas y no en último termino el surgimiento, crecimiento y consolidación en Europa del fascismo y su derrota en la que el Ejercito Rojo hizo el mayor sacrificio y fue el elemento central contribuyeron a que en las izquierdas de distintos continentes se estableciera un cierto “sentido común”, por una parte complaciente con las limitaciones de la construcción socialista en la URSS, incluidos los crímenes cometidos… y, por otra, con un juicio que entendía ahí estaba el núcleo de una sociedad distinta y mejor.

Eso explica las enormes expectativas que generó a nivel global la aparición de Michail Gorbachov y fuese visto (con la rezongona resistencia más a sotto voce que estentórea de las burocracias de los PC) con enorme entusiasmo de sectores muy amplios de los que procuraban cambios sociales en las distintas regiones.

El muy cosmopolita historiador marxista, probablemente el más importante del siglo XX, Eric Hobsbawn, afirmó en relación con la visión de la Unión Soviética de esa generación: “El sueño de la Revolución de Octubre sigue habitando en algún lugar dentro de mí… Lo he abandonado, o mejor dicho rechazado, pero no lo he borrado”. Y eso es un sentimiento compartido por gran parte del mundo de las izquierdas del siglo veinte y de ahí el enorme entusiasmo que despertó Gorbachov en la segunda mitad de los 80 que terminó con su derrota en el abandono o el rechazo del que habla Hobsbawn.

El derrumbe de la URSS, lo que Vladimir Putin llamaría años más tarde “el mayor desastre geopolítico del siglo XX” y, con ello, el fin de lo que dio en llamarse los “socialismos reales” generó un nuevo orden mundial cuya conformación y estructura de hegemonías se encuentra aún en curso cómo lo demuestra la guerra de agresión iniciada por el propio Putin la que no deja de ser una respuesta a la acciones de EEUU buscando afianzar y ampliar su hegemonía en un mundo nuevo en el que fueron entrando nuevos actores a la primera línea, desde luego China y la Unión Europea, ambas hoy en posiciones encontradas frente a Rusia y también a EEUU en búsqueda de su propio rol y posicionamiento.

En febrero de 1917, el colapso político y militar del imperio zarista abrió curso al primer intento de Rusia de iniciar un sistema democrático encabezado por fuerzas liberales y socialdemócratas que fue interrumpido y reorientado tras un golpe de fuerza de los bolcheviques en octubre del mismo año.

Fueron días que “conmovieron al mundo” como tituló su extraordinario reportaje en directo el periodista norteamericano John Reed (el único extranjero enterrado en los muros del Kremlin) y marcaron de manera muy definitiva los procesos paralelos y sucesivos que discurrían en Europa y no solo en ella a partir de las consecuencias de la Gran Guerra. Son los hechos que habrían de marcar sustantivamente lo que el mencionado Hobsbawn, citando al húngaro Iván Berend, llamó y desarrolló historiográficamente como “el siglo breve”, el periodo que discurre entre el principio de la guerra del 14 y el colapso de la URSS el 91.

Si el protagonista de la revolución de 1917 fue Lenin, el del fin del proyecto iniciado entonces fue Gorbachov. Ambos muy en concordia con “el alma rusa” tuvieron un fin que en si fue una tragedia al que se le podrá encontrar paralelos tanto el la literatura rusa como en obras de Shakespeare o de la Grecia clásica.

Lenin no alcanzó a ver del todo su propio derrumbe, tal vez a intuirlo, y terminó con la gloria obscena de su canonización oficial en forma de momia junto al castillo. Michail Sergueyevich, en cambio, tuvo años para ver su derrota y su tierra le ofreció un funeral modesto sin parafernalia alguna.

Es ineludible, a partir del fin de la URSS y la derrota del proyecto o mejor dicho intención de Gorbachov de reformar, consolidar y dar futuro al sistema del que era parte y vástago preguntarse, ya no acerca de la viabilidad de la “construcción de socialismo” como fue concebido en la Unión Soviética cuya respuesta la dio de manera contundente su propia historia y fin -Marx afirmó que “el único criterio de la verdad es la praxis”-, sino preguntarse y cuestionar entonces la validez y valor de concebir el socialismo como fue concebido en el siglo XIX y el XX; una etapa superior e inevitable de una regularidad histórica.

Marx en su visión de la historia asumió la propuesta en definitiva teleológica de Hegel acerca del discurrir del desarrollo de la sociedad humana. En esta concepción, la historia de las sociedades no sólo tendría una lógica, una dirección, un sentido, sino un fin manifiesto e ineludible. La sociedad humana avanza entonces resultado de sus propias contradicciones que producen saltos dialécticos que le permiten avanzar a nuevos estadios del desarrollo humano inevitablemente superiores.

Marx, y sobre todo Engels y su discípulo Mehring, entendían que se trataba de una abstracción – el eurocentrismo no era aún una categoría- y que habían discurrires distintos en diferentes regiones. La sucesión de sistemas presuponía que el salto a la “nueva etapa” era resultado del agotamiento de la anterior.

Stalin ya instalado el poder soviético en su libro “Materialismo Histórico” hizo de esta abstracción un canon mecánico que, de una u otra manera, devino en una plantilla aplicable a cualquier realidad, o mejor dicho, a la que cualquier realidad habría de acomodarse: comunismo primitivo, esclavismo, feudalismo, capitalismo, socialismo y comunismo eran las etapas que era preciso recorrer hasta “el fin de la historia”.

Esta visión, en rigor -como decíamos- teleológica de la historia ha sido la forma de aproximarse a su interpretación y programa aún muy después del fin del estalinismo.

La anomalía en este esquema de sucesiones pasó a ser el propio triunfo del socialismo en Rusia, un país campesino semi-feudal con solo enclaves de desarrollo capitalista y muy precario que no era por lo demás parte de un salto global desde el capitalismo (ya en su etapa superior según el propio Lenin) al socialismo, sino en un sólo país.

Es el derrumbe de este modelo anómalo el que abre la pregunta a la que, desde luego, no es del caso aproximarse en este trabajo, acerca de si la forma de reflejar la historia en bloques o etapas autosuficientes es más adecuado que verla como un continuo complejo y contradictorio donde se atesoran y pierden avances civilizatorios donde el metro es el despliegue de libertades y autonomías de los individuos que aseguren formas crecientes de igualdad en la sociedad. Es, parafraseando al propio Marx, poner a Hegel nuevamente “patas arriba” y entender a la sociedad como un devenir del espíritu del tiempo que tiene de resultas el cambio y adecuación a ello de las formas y modos de producir y reproducir la riqueza social, donde la medida y los contenidos del avance se expresan más en la “superestructura” que en las formas de la base material de la producción.

Dicho esto y hecha, por tanto, la digresión, volvamos al Gorbachov del año 1985.

El joven cuadro de provincia había llamado la atención de los miembros más lúcidos y concientes del agotamiento del sistema bajo la dirección de Leonid Brezhnev, que había llegado al poder luego del golpe contra el reformador Nikita Jruschov en 1964 y completaba ya casi los 20 años como Secretario General del PCUS. El principal de ellos, que era jefe de los servicios de inteligencia soviéticos (KGB) manejaba información suficiente para tener conciencia de la situación material de la URSS y de las consecuencias del “estancamiento” -zastoi- bajo el periodo de Brezhnev y decidió apadrinar al relativamente joven y dinámico Gorbachov y traerlo primero como secretario de agricultura del Comité Central y luego integrarlo al Politbüro, el órgano que concentraba el poder en el país abriéndole camino hacia el mando del Estado.

Integrado al círculo más íntimo de Andropov se convirtió en parte del plan para evitar la decadencia completa del sistema y procurar reformarlo por dentro. Andropov, ya enfermo, sucedió a Brezhnev a su muerte y comenzó los primeros movimientos para hacer frente a los problemas que se habían hecho endémicos a la sociedad soviética: retraso tecnológico con la sola excepción de la industria militar, a la que el Estado destinaba entre 30 y 40% de su presupuesto global; corrupción de distintas formas y naturaleza que desviaban parte significativa de los recursos públicos; desidia en el trabajo y, en cierto modo, la vida, con una paradójica apolitización vestida de rituales y declaraciones vacíos de ese carácter.

El descreimiento de masas generaban el la URSS –y también los otros países del socialismo real- un estado de desesperanza que la vacua liturgia partidaria no hacía sino estimular. Los recursos del Estado llegaban a su límite, resultado de la administración tan centralizada como ineficiente en la economía que estaba sobreexigida por la carrera armamentista que los EEUU estimulaban con gran entusiasmo ciertos que la URSS ya no estaba en condiciones de seguir el ritmo y la más que desgastadora operación en Afganistán que había ido convirtiéndose en lo que la prensa de la época llamó “el vietnam ruso”.

Esta guerra que formalmente tenía la función de apoyar un gobierno pro soviético en Kabul era en definitiva la manera equivocada que encontró Brezhnev de enfrentar el rápido crecimiento demográfico de las zonas bajo influencia activa o potencial del Islamismo que surgía dentro de la URSS y en su entorno. Los nacimientos en esa región doblaban a los de las zonas occidentales de la URSS.

Andropov murió poco pasado un año de su ascenso al poder y lo sucedió Konstantin Chernenko, un dirigente más viejo y más enfermo que él que resistió la carga pocos meses. Recién entonces hubo de llegar a la meta el propio Gorbachov.

La historia de Bruto eliminando a Cesar tiene dos lecturas posibles: la que hizo Shakespeare, que habla de traición, y la de Freud, que se refiere al “asesinato del padre”. Ninguna calza en esta muy soviética línea sucesoria. El elegido hubo de esperar que la naturaleza se encargara de los que tenía que reemplazar para asumir el rol que supuso le correspondía reformando desde arriba y con las estructuras existentes un sistema tan esclerotizado y decrépito como los predecesores difuntos.

Entre 1985 y 1991 la URSS vivió probablemente los años más dinámicos y desconcertantes de su historia posterior a la revolución y la guerra civil en torno a 1920.

Gorbachov protagonizó estos años que significaron se convirtiera en protagonista principal de la segunda mitad del siglo veinte o si queremos retornar a la definición de “siglo breve” en la figura central de su cierre.

Joshka Fischer, el joven canciller alemán de entonces surgido de los movimientos estudiantiles del 68 escribió: “Michail Sergeyevitsch Gorbachov junto, sin duda alguna, con Deng Xiao Ping, el Papa Juan Pablo II, los Presidentes de EEUU Ronald Reagan y George Bush, junto con Nelson Mandela son las grandes personalidades políticas de estatura internacional que marcaron el cierre del siglo veinte. Probablemente Gorbachov fue el más importante de todos… Incluso en su fracaso él fue un gigante”.

Su acción y el proceso histórico del que fue protagonista, como mencionamos, abrió en la ciencia política un debate teórico y conceptual acerca de la reformabilidad desde dentro de sistemas autoritarios (y anquilosados) dándole razón por lo demás al aserto de Alexis de Tocquevile de que “la época más peligrosa para un mal gobierno es cuando comienza a reformarse”.

Un segundo debate y de mayor envergadura teórica es la de la validez de la teoría cuando no la cosmovisión que sustentó la praxis revolucionaria del siglo 20, esto es el marxismo, no solo en su versión leninista en Rusia, cosmovisión por lo demás y vale la pena decirlo que las izquierdas han buscado reemplazar a lo más por diagnósticos sectoriales y propuestas parciales de las que en el mejor de los casos hacen una agregación inorgánica de sentimientos, sensaciones, afectos, desafectos e identidades singulares, cuando no narcisistas

La acción histórico concreta de Gorbachov hay que verla, no obstante su muy íntima y esencial imbricación en dos planos. Su acción nacional y su acción internacional: la una lo convirtió en los hechos en un paria en su propio país, 0,5% de los votos obtuvo en un intento de postulación a la Presidencia de la Federación Rusa; y la acción internacional que lo convirtió globalmente en uno de las personalidades más admiradas y respetadas a nivel mundial.

Los cinco años de ejercicio del gobierno tuvieron, sin embargo, significativos resultados y avances esenciales en distintos planos que, es casi una obviedad decirlo, cambiaron el rostros, la correlación de fuerzas y la arquitectura de la política tanto en el espacio internacional como nacional.

En el plano internacional el logro mayor es, sin duda, que logró acuerdos con EEUU que detuvieron la carrera de armamentos e incluso eliminaron por primera vez ciertos tipos de arsenal nuclear introduciendo un tipo de dinámica de distensión que permitía hablar de fin de la Guerra Fría. En esa misma línea retiró las tropas soviéticas de Afganistán y se abstuvo de intervenir en Polonia dando por cancelada en los hechos la llamada “doctrina Brezhnev” que contemplaba el aseguramiento militar de sus zonas de influencia. En la práctica estas fueros convincentes medidas de confianza que le posibilitaron un trato distinto y una forma de diálogo novedosa con jefes de Estado como Ronald Reagan, Margaret Thatcher y el propio Papa Juan Pablo II, que no sólo eran declaradamente anticomunistas, sino se habían embarcado en una cruzada para acabar con los regímenes de esa naturaleza sin, aparentemente, reparar mucho en los costos y consecuencias de sus acciones.

En el plano nacional, dio curso a dos políticas que fueron la forma y contenido de su presidencia: la Perestroika y la Glasnot.

La Perestroika -que es una palabra rusa para definir una reestructuración- buscaba hacer cambios sobre todo en el plano económico, en un sistema productivo que se encontraba al borde del colapso, donde se conjugaban la muy deficiente administración tanto en el plano de la producción como la distribución de los bienes en todas y cada una de las áreas de la economía, la industria, los servicios o la agricultura.

Los ejemplos prácticos de aquel estado de cosas eran sabidos y eran, como en los otros países del socialismo real, motivo de comentarios en voz baja que contrastaban con las expresiones exactamente en sentido contrario cuando se hablaba públicamente, las más de las veces coincidiendo las personas que emitían en uno y otro volumen.

No es poca la literatura que daba cuenta de este estado de conciencia de la sociedad a pesar que trasgredir el no muy elevado umbral permitido a la crítica no era impune.

El estado y el partido existían en una simbiosis que hacía poco distinguibles los contornos de cada uno, situación que difuminaba no solo responsabilidades, sino y por sobre la exigencia social de resultados tangibles en el desarrollo y el bienestar de las personas. Mucho dice de ello el hecho que los funcionarios que actuaban en este campo gris de la burocracia alcanzaban 18 millones de personas sobre una población de 290 millones. Gorbachov fue uno de ellos ya durante sus estudios de derecho en Moscú.

La Perestroika se entendía como una nueva dirección y programa desde la cúpula del partido y del Estado lo que suponía la colaboración y en el mejor de los casos el entusiasmo del aparato. No es difícil imaginarse que ello sucedió muy parcialmente y que el resto fue una mezcla de inercia, incomprensión, cuando no manifiesto rechazo a un proceso que amenazaba el modo y la manera de vida de millones de personas.

En rigor, hubo una voluntad de cambio, pero sin un plan transformador definido que contemplara los tiempos, los ritmos, las acciones y, sobre todo, la percepción de beneficios de los ciudadanos como resultado del programa que se estaba aplicando. Al poco andar los problemas de la vida cotidiana aumentaron y el descontento empezó a cundir.

Con la Perestroika se inició un proceso paralelo que dio en llamarse Glasnot (transparencia) que abrió- al decir del Papa Juan XXIII antes del Concilio Vaticano II- “las ventanas del sistema para que entrase aire fresco”.

Fue un proceso extraordinario y un experimento social que se hizo incontrolable para los que lo iniciaron.

Un sistema que se sustentaba en la opacidad de un momento a otro permite la entrada de la luz que alumbra hasta los rincones más umbríos de la sociedad.

Lo primero que sucedió al prender las luces fue el enfrentamiento con el propio pasado que en este caso significaba el cercenamiento de las bases y raíces de la propia existencia tal cual existe y de su propia legitimidad.

El joven de la generación del XX Congreso devenido en Secretario General del Partido, abrió una compuerta que terminaría siendo un enorme forado en la propia identidad.

La Glasnot abrió un enorme debate nacional sobre lo que había sucedido, lo que estaba sucediendo y lo que era deseable sucediese. Libertad sin restricción a los medios existentes y los nuevos que surgieron como callampas. Valga el ejemplo de “Argumenty i Fakty” un antiguo folletín de propaganda del propio partido que abrió la veta de investigar las acciones y personajes de la propia organización sin tabúes llegó a ediciones de 35 millones de ejemplares por día.

Aparecieron, se rehabilitaron y problematizaron personajes de la historia como el propio Trotsky y Bucharin, y también aquellos vivos como el premio nobel y padre de la bomba atómica rusa Andrei Sacharov volvieron del destierro al parlamento. Parlamento que comenzó a ser elegido con normas que pasaban cualquier test de democracia.

En paralelo, y muy interrelacionada con el despliegue de las libertades públicas, se abrió la puerta a lo que dio en llamarse derecho del pueblo a “satisfacer sus necesidades espirituales”. Esto iba desde la apertura de relaciones formales con el Vaticano hasta la libertad de practicar libremente alguna fe. Con ello volvía por sus pagos la poderosa Iglesia Ortodoxa que había sido reemplazada en 1917 por el Partido Comunista como portador de confesión oficial del Estado. Gorbachov confesó haber sido bautizado en secreto por su abuela y Putin en su día, cual Enrique IV de Borbón), hizo un espectáculo ostentoso de conversión en una catedral moscovita.

 

La condición de doctrina oficial del ateísmo en la Unión Soviética impidió ver y tener en cuenta el rol del pensamiento religioso en la conciencia social. También evaluar de modo fino las potencialidades de conflicto que encerraban la convivencia de visiones religiosas en algunas regiones, no solo confesiones distintas como e Islam y el cristianismo, sino dentro de ellas.

Crecientemente fue quedando claro que la Perestroika y la Glasnot generaban una dialéctica a las finales autodestructivas porque la una que era una reestructuración desde arriba se veía expuesta en sus errores, ineficiencias, limitaciones a un sistema de juicio abierto, público y democrático que hacía perder todo control a los que estaban tratando de llevarlo adelante con una resistencia cada vez más numantina de las propias estructuras que estaban llamadas a llevarlo adelante donde no pocos actuaban seguramente desde sus convicciones conservadoras y otros en la certeza que era el status quo el que les aseguraba su posición.

Una economía en crisis, sin dirección ni sustento con un proceso que paralelamente soltaba todos los fantasmas de la sociedad se hacía irremediablemente incapaz de dar satisfacción a las exigencias y desafíos que se le presentaban.

Esa mezcla hizo crecer o salir a veces con violencia a la superficie el muy complejo fenómeno de las nacionalidades en la URSS. A las finales el renacimiento y fortalecimiento de intereses locales y étnicos sumado a la búsqueda de un ajuste de cuentas con la que había sido 40 años antes potencia invasora y ocupante en el báltico y 70 antes potencia colonial en las regiones asiáticas de la Unión fue el núcleo del fin de la Unión Soviética y su implosión desestabilizadora.

Ambos procesos de cambios, radicales y poseedores de una dinámica propia que se aceleraban uno con otro en ella fueron dejando a Gorbachov, cual aprendiz de brujo, en una posición interna de inmensa soledad. En él se fueron concentrando las críticas tanto de aquellos que querían detener el proceso en curso como de aquellos que sólo querían acelerarlo. Fueron los primeros, los conspiradores al interior del Partido, o lo que quedaba de él, que terminaron llevando a cabo una parodia de Golpe de Estado que fue derrotado por la movilización de los segundos, movimiento que terminó encabezado por un personaje más gris que brillante como correspondía a la medianía de los funcionarios de la burocracia partidaria, Boris Yeltsin, que estuvo en el momento correcto en el lugar adecuado y se puso a la cabeza de los que estaban por acelerar las reformas incluida la disolución de la URSS.

El plano internacional fue el terreno en que los talentos y las intenciones de Gorbachov se desplegaron de mejor manera. Las indecisiones, dudas y lealtades con su propia historia que tan caro le costaron en su acción política interna devinieron en una voluntad sin vacilaciones de llevar a cabo lo que se proponía en la política exterior de su gestión. Él la encabezó y diseñó con fuerza y un aliado valioso, el georgiano Eduard Shevardnadze. Su condición de persona de buena fe la hizo creíble y convincente a sus interlocutores y supo desplegar con ellos y ante sus pueblos sus mejores talentos de seductor y comunicador. Ello, no obstante, el cambio sucedido en la URSS, fue recibido en Occidente con singular desconfianza al punto que al inicio de sus giras los discursos de Gorbachov fueron comparados por Helmuth Kohl con los de Goebbels, a las finales la relación que devino en amistad de Kohl con Gorbachov fue un factor clave de los avances internacionales de este.

La URSS a diferencia de EEUU nunca entendió la Guerra Fría como una misión con carácter de cruzada, la URSS apostaba a lo más a la coexistencia pacífica con respeto a su zona de influencia y la doctrina Brezhnev era la encarnación de ello. No obstante, al final del periodo de este la Guerra Fría había alcanzado un momento de especial tensión con la llegada de Ronald Reagan a Washington, Margaret Thatcher a Londres y Karol Wojtila al Vaticano, todos ellos personajes de una muy ideológica hostilidad con Moscú. Los EEUU a principio de los 80 dieron una vuelta de tuerca a la ya desatada carrera armamentista que tenía a las finales, como efectivamente sucedió, la intención de ahogar la economía de la URSS por la vía del –para sus posibilidades- excesivo gasto militar.

Gorbachov se hizo, con éxito, a la tarea de convencer a las sociedades occidentales -empezó en Paris- que estaban frente a una figura distinta a los dirigentes soviéticos al uso, que tenía un mensaje efectivo y sincero que transmitir, que era digno de crédito y bueno para todos. Era un dirigente joven, dinámico, algo a la moda occidental el que aparecía en las distintas capitales. Era el personaje que nunca pudo desplegar del todo en Moscú. Los avances con los líderes de las potencias principales del mundo occidental fueron sorprendentes.

Desarme nuclear, limitación de armas tradicionales y abandono por su parte de la llamada Doctrina Brezhnev, según la cual el Ejército Rojo simplemente intervenía los países de su órbita que decidían emprender caminos propios.

Si lo primero, en relación a la Guerra Fría y el vínculo entre las potencias centrales en el cuadro internacional, fue el cambio más radical habido desde 1945, lo segundo significó que los países que quedaron en la órbita soviética tras la guerra quedaban libres de decidir su propio destino.

Todos ellos iniciaron una andadura propia, hicieron cambio de gobierno e iniciaron un cambio de régimen y una transición en la que optaron por formas democráticas de convivencia no exentas de dificultades y retrocesos. Con la sola excepción de Rumania, en todos los casos el proceso fue pacífico. El cambio en la República Democrática Alemana desembocó en la reunificación del país dividido desde 1949 como resultado de la derrota alemana el 45.

Gorbachov afirmó, en los actos del 40° aniversario de la fundación de la RDA dirigiéndose al dirigente más resistente a los cambios que se producían en los países del “socialismo real” Erich Honecker: “el que llega tarde lo castiga la historia”. La frase se convertiría en casi una consigna repetida una y otra vez. El paso del tiempo y los resultados del proceso entonces hizo imposible no pensar que el destinatario no era el conservador y renuente a los cambios maestro techador de Ruhr que dirigía uno de los Estados alemanes, sino el propio Gorbachov como encarnación de aquel trágico destello de esperanza, aquel “carmen cygni” de la andadura comenzada en Rusia en 1917 que él encabezó.

Artículo publicado originalmente en ReporteConfidencial.info