Quienes perpetraron este atentado al Monumento, a resguardo en el cobarde anonimato de la masa y de la turba, con la capucha como rostro identitario (es decir, sin identidad), no saben quién es Mario Irarrázabal, ni cómo se llamaba la escultura, menos su alegoría democrática.
Por Fidel Améstica.- Días antes de que comenzaran los trabajos de desmantelamiento y retiro del «Monumento a la Solidaridad» en Valparaíso, vi por última vez esa obra de Mario Irarrázabal cuando el bus doblaba por calle Argentina antes de entrar al terminal.
Tiznada y decrépita, con su revestimiento de cobre retorcido, ultrajada por una turba hedonista de la destrucción en febrero de 2020, en el marco de las revueltas iniciadas el 18 de octubre anterior, su penosa efigie me trajo a la memoria un poema de Pablo Neruda, «Fábula de la sirena y los borrachos»:
Todos estos señores estaban dentro
cuando ella entró completamente desnuda
ellos habían bebido y comenzaron a escupirla
ella no entendía nada recién salía del río
era una sirena que se había extraviado
los insultos corrían sobre su carne lisa
la inmundicia cubrió sus pechos de oro
ella no sabía llorar por eso no lloraba
no sabía vestirse por eso no se vestía
la tatuaron con cigarrillos y con corchos quemados
y reían hasta caer al suelo de la taberna
[…]
Todos estos «señores», aunque afuera en las calles, estaban dentro de la taberna de nuestra memoria oscura, habían bebido el fermento de su falta de privilegios; la horadaron con herramienta precisa, le prendieron fuego por dentro a la escultura que recreaba la fuerza multiplicada en esa trenza de cuatro alambres, una belleza extraviada en un mundo que odia a la belleza, y la llenaron de insultos e inmundicia, a ella que no sabe vestirse porque la belleza es desnuda, y reían y festejaban, extasiados como un violador.
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En cuanto al poema, este apareció publicado en 1958, en Estravagario. La voz nerudiana ya había transitado varios mundos, desde el despertar erótico-amoroso, su floración hacia la naturaleza y la acción política, el desgarro existencial y la navegación con armas surrealistas. El mundo había cambiado tras la Segunda Guerra Mundial, y había un advenimiento extraño y ambiguo que se superpone a todos los credos anteriores. Y los versos de Neruda recogen estos síntomas, digamos, desde las Odas elementales, en 1954, mismo año de Poemas y antipoemas de Nicanor Parra.
Inaugurado el 10 de enero de 1995, el «Monumento a la Solidaridad» es un tributo a algo, no más que un anhelo -necesario sin duda- de que el retorno a la democracia fuera un camino que todos pudieran transitar. Solidaridad es una palabra que alude a la cualidad y pertenencia a lo sólido (solidus); y en este caso, a que el entramado social fuera compacto, cohesionado hasta la firmeza.
Hay quienes han aprovechado esta prueba de anarcovandalismo para esgrimir y enrostrar la verdadera cara del «octubrismo», palabra que detestan por el miedo que les generó y el temor de que el mundo como ellos lo entendían se viniera abajo. A tal punto es así que han personificado esta escultura como «una víctima más» de la violencia terrorista de las calles. Emilio de la Cerda, ex subsecretario de Patrimonio del gobierno de Piñera, desde un ángulo biempensante y de la corrección política, producto de toda buena crianza, encuadra su apreciación de los hechos en que hay que «señalar con fuerza que la pérdida de esta obra, que como todo arte público les pertenece a los ciudadanos y no a las autoridades de turno, nos empobrece como país y constituye una pésima señal para el futuro».
Sí, hay que decirlo con fuerza, que nos empobrece y es una pésima señal para el futuro. Quienes perpetraron este atentado, a resguardo en el cobarde anonimato de la masa y de la turba, con la capucha como rostro identitario (es decir, sin identidad), no saben quién es Mario Irarrázabal, ni cómo se llamaba la escultura, menos su alegoría democrática; y tampoco les interesa. Se enorgullecen y jactan de su ignorancia como si fuera un valor, más aún cuando su barbarie quedó impune.
El editorial de un conocido medio llamó a esto «la solidaridad desmantelada». Suena bien dicho, pero su afinación está en otra frecuencia. Lo que se desmanteló son los restos de una escultura vandalizada que quería encarnar y proyectar hacia la ciudadanía valores solidarios, en el espacio público. Y el artista, de seguro, lo sentía como un imperativo categórico, porque la solidaridad fue desmantelada mucho antes, en un largo proceso que solo fue posible tras la instrumentalización de la bota y el fusil.
Tras vivir el miedo, el terror y la injusticia, a nadie le importó más nada que sí mismo. Pensar y actuar de otro modo implicaba riesgos para los que faltó coraje. Y lo peor del caso es que nos quedó gustando esa posición. Un país que entiende la solidaridad como el espectáculo de la Teletón significa que no es solidario; que entiende la diversión como ser zamarreado por un juego de Fantasilandia, en verdad, no puede ser divertido; que entiende o que entendió la recreación y la cultura como «Sábados Gigantes», no tiene espíritu.
No hay solidaridad. No somos una sociedad compacta, más bien un plasma, electrizado con iones artificialmente, una masa, ¡tratados como una masa!, sin compromiso, ni adherencia, ni raíz, ni memoria. Y damos una mala señal para el futuro, porque el futuro ―un tiempo que solo existe en el lenguaje― no requiere más que su propia jerga, y la barbarie atenta contra ese orden, pero es funcional en la medida en que, por oposición, valida ese mismo orden.
Tampoco hay honestidad en los tiras y aflojas sobre la supuesta reforma a las pensiones, en la que contraponen, a raíz del 6% adicional con cargo a los empleadores, la propiedad del individuo con la solidaridad en el reparto; cuando lo inconfeso en esos términos es quién tiene acceso al mercado de capitales que eso genera. Solo podemos ser individuos en la medida que tendemos lazos con otros individuos, y devenimos pueblo en la medida en que al trenzarnos socialmente fortalecemos una identidad alimentada por la memoria. Lo privado se legitima cuando lo público es cuidado por todos.
La Revolución Francesa nos legó el lema «libertad, igualdad y fraternidad» después de muchas muertes, terrorismo de Estado y guerras. Si uno revisa los grafitis del estallido social, no aparece la palabra «fraternidad», y el vocablo «solidaridad» se instrumentaliza, no es un fin en sí mismo: Reconocimiento del trabajo doméstico, solidaridad; Solidaridad entre vecinos, guerra entre clases… Esto conversaba con José Garrido Fuchslocher, quien se dio el trabajo de caminar kilómetros y kilómetros fotografiando las paredes de cientos y cientos de calles, y se dedicó a escuchar reflexivamente lo que estos grafitis estaban diciendo (Conflictividad política en Chile, 2021).
Las paredes hablan, así lo entendimos desde los días rabiosos de mayo 68 cuando los muros de París y la Sorbona se llenaron de grafitis, dando cuenta de una voz polifónica que se nutría con moléculas discursivas que iban desde Marx al surrealismo, desde Heráclito al Marqués de Sade, desde Shakespeare a los proverbios chinos. Fuera de asertivas e irreverentes, las frases atizaban la reflexión sobre el aquí y ahora: ¡Viva la comunicación! ¡Abajo la telecomunicación!; No puede volver a dormir tranquilo aquel que una vez abrió los ojos; Civismo rima con fascismo; La imaginación al poder; Las paredes tienen oídos. Vuestros oídos tienen paredes; La barricada cierra la calle, pero abre el camino; El patriotismo es un egoísmo de masa, entre muchas más.
El valor semántico de las consignas, aparte de su calidad de testimonio histórico, tiene su eficacia, según Furio Jesi, en la cohesión de la línea de la barricada. Si la barricada es efectiva, la calle se abre hasta llegar a las instituciones, y ahí el lenguaje debe ser otro si realmente se las quiere transformar. Si alguien creyó que el estallido devendría en revolución, lo cierto es que no conoce la historia de este país, ni a quiénes lo habitan en el territorio geográfico e imaginario.
Ciertamente, los vándalos se salieron con la suya. Nadie paga por el daño. Su sentido del triunfo es la experiencia de la impunidad, impunis, sin castigo, y quedar indemnes, sin daño luego de la tropelía. Y esto resemantiza el lema revolucionario francés: libertad, para el desenfreno destructivo; igualdad, para gozar del privilegio de la impunidad del que otrora hizo gala y fama la dictadura, y al día de hoy, cierto empresariado, Fuerzas Armadas y de Orden, y una clase política, cuando no corrupta, cómplice, obsecuente y falta de coraje.
¿Y la fraternidad? Que cada uno revise en su casa, en su familia. Todas tienen por lo menos a un pariente que ha abusado, desfalcado, robado, golpeado, estafado, saqueado o emporcado algo que lo ha considerado propio por derecho. Unos verdaderos saqueadores del alma, como afirmó Lucy Oporto, pobres saqueando a pobres, y de ahí para arriba en las bajezas.
He ahí los borrachos ante la sirena, que solo guarda silencio como esa escultura desmantelada y retirada, y
ella no hablaba porque no sabía hablar
sus ojos eran color de amor distante
sus brazos construidos de topacios gemelos
sus labios se cortaron en la luz del coral
y de pronto salió por esa puerta
apenas entró al río quedó limpia
relució como una piedra blanca en la lluvia
y sin mirar atrás nadó de nuevo
nadó hacia nunca más hacia morir.
Así desapareció la solidaridad de nuestras vidas, salió por una puerta de nuestro corazón podrido, sin mirar atrás, se sumergió en las aguas de nuestro inconsciente y nadó hacia nunca más hacia morir entre nosotros, que somos capaces de levantarle un monumento a la impunidad y danzar ante ella con el rostro pintado.