Por Álvaro Guerrero Gabella.- Tal vez la cinta que se alzó con los galardones a mejor película, mejor director y mejor actriz en la reciente entrega de los Óscar, podría definirse con una fórmula que se entronca en su argumento y es inentendible sino se roza al menos algo de su fibra poética narrativa: formas de recuperar el recuerdo un patio que miraba a la inmensidad sin fin. «Nomadland» nos muestra una serie de personajes arrojados de algún modo a la carretera, y como la mitad de la clave de la película es existencial, coexistiendo con fantasmas que perduran dentro de cada uno y se diluyen a ratos, cuando la dura vida que se persigue obstinadamente de mantener hace mirar con más claridad hacia el que está al lado. Es la vía de los nómades, gente cuya intimidad yace en el interior de sus casas-vehículo y sus gestos van orientados hacia los encuentros y reencuentros permanentes con otros que como ellos, persisten en mantenerse siempre en movimiento, al borde o casi al interior de la naturaleza que todo lo circunda y ayuda a explicar un poco mejor.
Fern (Frances McDormand), tras quedarse sola y viuda en Empire, lugar fantasmal donde vivió toda su vida de casada, un pueblo que literalmente muere al cerrarse la planta industrial en plena crisis subprime del 2008, se ve impelida a lanzarse al camino en su vieja camioneta acondicionada precariamente como vivienda rodante. En la carretera va conociendo a otros que como ella, han huido de algo, sea la soledad, la pauperización, el vacío, o el dolor de alguna perdida que es un rasgo que parece acompañarlos a casi todos. Ya bien avanzado el relato, en una breve conversación con otra mujer más joven que no tiene nada que ver con los nómades, la protagonista comenta sin mucho alarde, pero con la honestidad que a veces motiva lo casual, que su vida de casada no tuvo nada de especial, para desdecirse inmediatamente como quien redescubre una y otra vez lo mismo, exclamando algo así como: en realidad fue extraordinario, teníamos un patio que miraba a una inmensidad sin fin.
Así, ella, la nómade, parece reconfigurarse en una testigo, una vida de testimonio más intensa que otras vidas, testigo de rocas, cielos, paisajes, nieve, océanos, panorámicas, pero en particular de memorias, fotografías, imágenes del recuerdo intensas por lo presentes en seres que como ella, han ido aprendiendo a amar la soledad del camino y la vigencia de los reencuentros entre sí, los momentos solos y de reunión, el viejo individualismo estadounidense. Y en esa soledad fundadora del compañerismo surge otra clave, la de la subsistencia material en un país en crisis que ve cerrar fábricas y puestos de trabajo y aun así logra precariamente dar alguna labor a sus náufragos. Es un naufragio extraño, que avanza por las carreteras de Norteamérica, guardando la memoria como núcleo existencial y mirando hacia el horizonte igual como se siente aquello que nos circunda, la naturaleza y los otros.
Lo que por momentos puede exasperar con su excesiva fragmentación del relato en un montaje de muchos breves recortes documentales, también a ratos puede saber a misión cuasi religiosa de hacernos sentir esa vida de nomadismo, esa línea delicadísima en que se sustenta la poesía de «Nomadland», la que fluye entre la tensión del acto de detenerse un momento, y desear partir: ¿hacia dónde?, ¿hacía qué? Terrence Malick, hombre, querría dar respuesta. Chloé Zhao, la mujer, fragmenta su filme como un cuerpo sin norte ni sur, enfatizando tal vez, que todo se nos escapa velozmente y que es casi imposible en verdad aferrarse a algo.
«Nomadland» es una película sobre pérdida y libertad, si se pude ser libre deseando continuamente volver a un pasado que no se idealiza, y qué papel juega esa memoria cuando se vive así, sin detenerse por mucho tiempo. Es la tensión en el fondo borroso, el núcleo existencial y por ende sin una respuesta univoca que hace a Fern querer retornar a un lugar de origen (quién se era, quién se ha llegado a ser), para recordar con tanta fidelidad lo que en él había y sugería a diario de lo cuasi infinito de este mundo, en medio de una vida rutinaria pero amorosa que no dejaba partir. Hasta que es demasiado tarde, pero no lo suficiente como para no echarse a andar, ir allí, estar lejos, real, materialmente, pero sin un donde, como si no fuera nada de fácil decidirse por tragedia o libertad, dos caras de la misma moneda.
Porque esto es Estados Unidos y tanto como los arroja solitarios y perdidos a un camino interminable, también les permite hacerlo, vivir, aun precariamente así, bajo los cielos y junto a las rocas y océanos de esa América profunda y muchas veces atroz que narrara Jack Kerouac, y que aquí se reactiva en una posmodernidad desolada de crisis terminal del capitalismo y seres envejecidos y valientes.
Álvaro Guerrero Gabella es antropólogo y editor del sitio de cine www.elderroche.com