Por Alvaro Medina Jara.- Pitágoras, el gran filósofo y matemático heleno, hacia el final del siglo VI A.C., se había instalado con una sociedad iniciática en una ciudad del sur de Italia llamada Crotona. El destacado iluminado formaba ciudadanos dispuestos a escuchar sus enseñanzas, algunas de las cuales tendían, si no a desafiar, al menos eran polémicas respecto de algunas de las costumbres políticas, sociales y religiosas de la época.
Durante muchos años enseñó abiertamente y con el acuerdo y la anuencia de las autoridades políticas crotonenses. Pero, en una ocasión, un oligarca llamado Quilón se enemistó con Pitágoras y comenzó a difundir información maliciosa para confundir y desinformar sobre los intereses de la sociedad filosófica. En concreto, lo acusó de menospreciar al pueblo desde una posición arrogante y aristócrata. ¿Cómo lo hizo? Falsificó uno de los mensajes famosos de Pitágoras, llamado “Discurso Sagrado”, y en el texto apócrifo hizo parecer que el pensador atendía a las ideas de los aristócratas y que menospreciaba a los ciudadanos comparándolos con un “rebaño de ovejas”.
Las noticias falsas, o (como se conocen en la actualidad) fake news, no son algo nuevo. Desde antiguo ha habido quienes de manera sistemática y con fines políticos y de poder, intentan mentir a la opinión pública para desinformar.
En ese contexto, se ha dado urgencia legislativa a un proyecto de ley orientado a castigar políticamente, y solo políticamente, el uso y difusión malintencionada de información, cuyo eje principal es establecer como un deber del Estado el “velar por la transparencia de los medios de comunicación social”. Señala la iniciativa que “es deber del Estado informar a los ciudadanos sobre las prácticas de engaño y maliciosas de las noticias falsas”.
Llama la atención la liviandad del proyecto y su carácter ideologizado, que lo hace miope ante el fenómeno de las noticias falsas en general. Primero, atribuye erróneamente que la difusión de información maliciosa es algo puramente político y deja fuera las noticias falsas que pueden producirse (por ejemplo) en el contexto de acciones bursátiles o competencia desleal en la esfera empresarial.
Segundo, porque el rol definido para el Estado es difuso y tan amplio que lo torna riesgoso para la democracia misma, considerando que el Estado es controlado, en cada gobierno, por grupos políticos diversos y disímiles, ante lo cual es improbable que haya un autoanálisis crítico. ¿Cómo puede velar el Estado por la transparencia de la información en casos en los que el mismo Estado puede ser el origen de noticias falsas? ¿Acaso está exento el Estado de ese riesgo? Evidentemente no.
Tercero, porque dicho rol del Estado es completamente impracticable. ¿Cómo garantizaría el Estado la transparencia de todos los medios de comunicación y las redes sociales? ¿Se imaginan la maquinaria de observación, vigilancia, análisis y sanción para ello? La única forma de que sea practicable y de que esta práctica se haga con un cierto grado de justicia es que la vigilancia sea completa y total. No serviría que fuera un análisis aleatorio, porque lo aleatorio no garantiza realmente nada (y se establece lo que atañe al Estado como un “deber”, lo que lo obliga a una revisión total) y también porque tras cualquier método de control aleatorio hay un alto riesgo de discrecionalidad y arbitrariedad en la selección. Es impracticable, además, porque es imposible hacer un chequeo total de fuentes a todos los contenidos que emanan de los medios de comunicación y de las redes sociales.
El proyecto, así discutido en el Congreso, es un error y una iniciativa con una alta carga ideológica y prejuiciada.
La única forma de combatir con eficacia las noticias falsas es educar -desde la más temprana edad posible- a los ciudadanos y a los consumidores de información con los criterios necesarios para discriminar entre lo verdadero y lo falso, entre aquello malicioso y lo bien intencionado. Pero educar, parece, es muy lento y costoso y todavía nadie ha planteado esa alternativa. Para algunos, es mejor el control.