Por María Elena Muñoz.- Un príncipe en el exilio es un libro que indaga sensiblemente los derroteros del pensamiento estético de Adolfo Couve. No se concentra en consideraciones independientes sobre su obra pictórica o narrativa, sino más bien busca apelar a un pensamiento que, desde la trastienda, atraviesa ambos géneros y que Rodrigo Zúñiga identifica como el pensamiento de la crisis. ¿Cuál crisis? La crisis que el realismo, el realismo couveano, enfrenta ante la presencia de la fotografía y otras tecnologías de la imagen. Ante la crisis que lo asediaba, Couve resistió con ahínco apoyado en la firme creencia de que el programa realista aún tenía sentido, que sus modelos todavía podían ser ejemplares en las postrimerías del siglo XX.
Un componente importante de la reflexión que aquí se propone es el concepto de lección, tomada del título de la novela La lección de pintura que también ofició de tesis de licenciatura de Couve. El pensamiento estético couveano está impregnado del asunto de la lección, la que, en este caso, se asimila a la noción de paradigma: aprender una lección es seguir un modelo ejemplar. En relación con la pintura, los bien conocidos modelos, Rafael, Tiziano, Rembrandt y, por encima de todos, Velázquez, modelos a los que Couve refería en sus clases y sus escritos, configuran un paradigma que, para él, y a pesar de la distancia epocal, aún podían aportar al desarrollo del arte pictórico. De ahí su insistencia y el categórico énfasis con que solía referirlos. No es que llamara a reproducirlos sin más: aprender una lección no significa copiar fórmulas, sino resolver, solucionar creativamente el problema de la representación. No obstante, indica Zúñiga, es precisamente el apego a esos modelos lo que enfrenta al artista con un escenario de crisis, crisis que se desencadena cuando en el siglo de la modernidad, el siglo XIX, es dada a la luz la fotografía.
El libro, articulado en 4 secciones, nos invita a asomarnos a las ideas y concepciones que el pintor-escritor no solo vertió en sus escritos sobre arte y sus obras literarias, sino también a la rica experiencia de haber sido su estudiante. El primer apartado es ejemplo de eso.
1. La lección de literatura
No tuve, como Rodrigo, la suerte de tomar el curso de Literatura dictado por Adolfo Couve. Me llamó la atención el hecho de que las lecciones de literatura hayan estado abiertas a la conversación, porque en mi recuerdo en las clases con Couve no había mayor espacio para eso, más bien como estudiantes nos sentíamos entre embelesados e intimidados ante su discurso categórico (y su persona), y preferíamos callar a quedar como idiotas.
Zúñiga parte evocando la sorpresa por el tema del curso de Literatura ofrecido por un profesor íntimamente implicado con la pintura (su lengua madre), y mayor sorpresa aún por el hecho de que se tratara de novelas canónicas de la literatura anglosajona del siglo XX y no de los paradigmas realistas del siglo XIX a los que frecuentemente acudía. El profesor Couve incurrió en esta inusual oferta académica después de llevar varios años elaborando su crisis personal con la pintura, la que abandonó y retomó más de una vez, y encima, venía de experimentar un desolador desencuentro con la escritura que se expresó en un hiato de 10 años entre publicaciones. Arrastrando la crisis, Couve proyectaba ante sus estudiantes la imagen de un penitente, dice el autor. Y es que, al apartarse de los paradigmas decimonónicos franceses con los que se sentía cómodo, Couve se arriesgó a transitar por unas rutas cuyo destino final juzgaba de alguna manera fallido, develando con ello su conciencia de la crisis y la necesidad de enfrentarla. Las novelas revisadas, de Capote o Thomas Mann, entre otros, no cumplían necesariamente con el criterio de la ejemplaridad como era el caso de las narraciones de Flaubert o Stendhal. Estas novelas serían escritos al borde del descalabro, destino que luego iba a acompañar a las novelas de Couve que estaban todavía por venir.
El examen de la narrativa del siglo XX tendría como objeto exponer el desgaste del realismo literario, el cual obedecería, y esa es una de las tesis que se proponen en este libro, al mismo fenómeno que afectó radicalmente a la pintura: el surgimiento de la fotografía, y yo agregaría luego el cine. El realismo queda en ese contexto fuera de lugar, desplazado, descabezado, como la obra cumbre de Mann que habría terminado por ceder ante lo demoníaco. La lección de literatura que Couve buscaba entregar encontraba eco con la reflexión integral en que, como dice Rodrigo Zúñiga, se mezclaba «la originalidad de su propia reflexión estética, una reflexión orgánica y sugerente en que se entreveran asuntos tan disímiles como la crisis del realismo, la síntesis del lenguaje plástico, la herencia europea en Latinoamérica, la irrupción de la fotografía, o la inesperada mancomunión entre la novelística y la pintura».
La pintura y la literatura realista parecía ser la consigna, comparten la desolación de sobrevivir, con la certeza de la derrota, con la convivencia con la ruina.
2. Un realismo plástico
Según Zúñiga, Couve era un ferviente realista plástico, esto es un realista no teórico ni especulativo, sino uno cuya palabra «era una palabra de artista en toda la línea». Su realismo, su programa realista, estaba configurado desde sus reflexiones sobre la pintura, y es desde allí que se desplaza a la literatura. Ser realista implicaba desarrollar la capacidad de traducir del natural, y para eso el paradigma era Velázquez y su dominio ágil y certero del color-valor. Por medio de este dominio ágil, sensible y certero, el pintor sevillano era capaz de estampar un momento preciso e irrepetible agregando al mundo una nueva región de lo visible, una cuyo destino es sobrevivir a la muerte.
Lo que Velázquez logra es la traducción de los objetos, texturas y ambientes que se presentaron ante sus ojos en tanto tales, no como figuras de lo ausente, lo alegórico o lo fantástico. Poniéndose entre paréntesis el pintor realista, los fija para siempre, los traduce con precisión, y al consagrarse a ello hace ejercicio, como señala Rodrigo, de una vida de penitente. Al traducir los objetos y sus materialidades, tiene lugar una delegación que el pintor hace a los objetos y personajes, sin pedirles nada a cambio. Solo que estén allí. No hay mayor grandeza «ontológica» que simplemente aparecer. Y no hay exigencia más difícil, para un pintor, que despojarse él mismo al momento de esa captación visual y táctil. Solo a condición de ese despojamiento, de este voto de pobreza, logrará advenir aquello que Couve llama «intensidad».
En este apartado, el autor desliza la observación de que la opción realista de Couve, de la cual Velázquez es paradigma, es una reflexión sobre la vida (y, por lo tanto, del tiempo y de la muerte). La vida de quien se ha entregado por completo al arte, en pro de la belleza, una vida que es un apostolado y que como tal exige renuncia. La lección no empuja a pintar como Velázquez, sino a mirar como él, a estar en el mundo como él, a fijar como él hacía, el momento revelador de la belleza. Es una lección de ética que exige del artista una consagración a las cosas mismas, a esos seres y objetos condenados a desaparecer. Zúñiga señala que para Couve el artista realista es un escéptico radical con respecto a los asuntos trascendentes, pero al mismo tiempo, o por lo mismo, es un creyente imperioso cuyo único aliento es la redención que la pintura puede ofrecer ante la muerte. Como trabajo que fija la inmanencia, la pintura (realista) es una profesión de fe.
Quien vive como artista realista sufre el acoso de la muerte, y su desafío permanente es el de encontrar las formas para librar su batalla contra el tiempo, contra la burla que el tiempo nos impone. Si encuentra estas formas para solucionar plásticamente el problema de la traducción, entonces puede redimir a los objetos, los personajes, las situaciones de su irrevocable desaparición; no obstante, nada lo redimirá a él, nada lo librará de su tormento:
Nadie ni nada redime al redentor. ¿No es el destino de los redentores? En Couve habla el clamor de Sísifo. Ese tormento se vive en silencio, sin embargo. No está permitida, al realista, la expansión sentimental. Por amor a la vida, ha escrito Adolfo Couve, por miedo a la muerte, por el terror que sobrecoge en el esfuerzo por contener el paso del tiempo, el realista plástico conoce la hondura del despojamiento.
3. El cisma fotográfico
Couve solía decir que Velázquez poseía una pupila capaz de registrar lo sensible con la velocidad de un dispositivo mecánico. No obstante, el resultado era absolutamente incomparable en favor de la pintura. La fotografía, como dice Rodrigo Zúñiga, era vista por él como la indeseable contendora, una que llegó a tener un efecto devastador. Su aparición en escena, que tampoco agradó al nada realista Baudelaire, obligó a la pintura a ejercer una ruda resistencia con consecuencias a veces poco afortunadas. Couve no dedica en sus escritos, ni dedicaba en sus clases, demasiado espacio a la fotografía, pero su omnipresencia resulta indesmentible, según Zúñiga, para acceder al pensamiento couveano de la crisis.
El evento fotográfico se presenta en el pensamiento de Couve como un estremecimiento, tan enérgico que tiene el efecto de producir un cisma. La fotografía apareció para robarle a la pintura realista su principal propósito de reproducción de lo visible. «Couve leyó en la fotografía la revocación del realismo plástico y, en consecuencia, todo su pensamiento de la crisis del realismo viene de allí». Su pensamiento revelaría una suerte de obstinación que insiste en que la usurpadora no tiene ninguna posibilidad de arrebatarle a la pintura su verdadero lugar.
A diferencia del artista realista, el fotógrafo no es un penitente, plantea Rodrigo. La fotografía no puede ser realista: la fotografía no redime la decrepitud de las cosas. El fotógrafo desconoce las vivencias del penitente. No cabe en él la vocación monacal entregada a la redención de las cosas y los seres destinados a la muerte. El fotógrafo está liberado de las urgencias del pintor, porque no tiene que traducir nada, la captura de lo real está garantizada por la eficacia del dispositivo. Todo está resuelto de antemano, no hay un problema plástico que resolver. «El trabajo ahorrado por el dispositivo es pura pérdida en relación con su lenguaje plástico».
«Lo fotográfico tiene, en el pensamiento estético de Couve, una presencia sin matices», dice el autor de este libro; sin embargo, y acaso por esta misma percepción, la fotografía fue consustancial a su decisión de practicar la literatura. En una cita de un fragmento de su tesis de licenciatura, Couve afirma que la literatura no ha pasado por la crisis de la pintura. Y luego consigna que la pequeña novela que está introduciendo no constituye la solución a dicha crisis, pero al menos tiene la forma de una lección realizada «como si el autor, no habiendo podido solucionar tan complejo problema de las artes plásticas, hubiera optado por buscar las soluciones a través de la literatura».
Rodrigo Zúñiga destaca esto como un gesto especialmente radical. A los problemas que la fotografía puso en el realismo plástico, Couve aparece respondiendo con el ejercicio literario, como si la literatura fuera ahora la redentora ya no de las cosas mismas, sino de la pintura y, por extensión, del pintor realista.
Y aquí es donde se propone el concepto de «giro quiasmático» (literatura es la pintura por otros medios). Al respecto, Rodrigo destaca la singular contemporaneidad de este giro, la cual se expresaría en la configuración de una transmedialidad: esto es la convivencia entre narratividad y pictoricidad en una «literatura realista plástica», una propuesta transgresora en una trayectoria que ha sido leída como conservadora. Esta transmedialidad se expresaría a través de una escritura esmerada en describir pasajes, coloraciones, atmósferas y otras cualidades pictóricas comunes en el lenguaje de taller, de modo tal que, como señala Zúñiga, «salir de la pintura para entrar en el espacio literario significa, para Couve, seguir pintando, seguir pintando con otros medios».
Con este giro, todas aquellas cuestiones que movilizaban el trabajo penitente del pintor realista se trasladan al lenguaje de la palabra. Este desplazamiento, tan crucial para entender la obra literaria de Couve, es, afirma Rodrigo, impensable sin el trauma provocado por el cisma fotográfico. Tener en cuenta esto permitiría abordar su poética sin que que se tome opción por la narrativa o la pintura. La literatura es la manera como resolvió, o intentó resolver, la traducción de la realidad que, después del cisma, se había tornado un problema infranqueable para la pintura realista.
4. La lección de pintura en el tiempo pospictórico
Con mucha delicadeza, Rodrigo nos recuerda fragmentos de algunas narraciones donde Adolfo Couve pone en obra su profundo saber pictórico. El «habla de taller» (formal, retórica, simbólica) se hace presente una y otra vez en los relatos modelando esta suerte de prosa pictórica. Narra como un artista y también como un teórico y conocedor de la historia del arte, y forma con esas procedencias una rica textualidad.
Un notable ejemplo de lo que Rodrigo Zúñiga llama frase-pincelada es el fragmento del El pasaje, donde su exquisita descripción del patio de luz al interior de la casa sombría del protagonista logra configurar una bella pintura realista, bella en su condición modesta, mínima, sin estridencias de ningún tipo, esa belleza que Couve daba en llamar áspera. La recurrencia a este hermoso fragmento ejemplifica una literaturalización de la pintura acorde con la propia praxis y con los argumentos teóricos expresados por Couve en sus distintos ensayos.
La lección de pintura se transformó en Couve en una poética y un programa estético desplegado en su narrativa, y esto es lo que constituye su sustancia más propia. Es una lección que busca enseñar a ver, a percibir los rasgos de una belleza no consagrada, así como a dibujar las derivas y penurias que la vocación realista impone a quien la quiera seguir, remando a contracorriente en los tiempos pospictóricos. Aquí se pregunta Zúñiga si para configurar esa lección Adolfo Couve contaba con un modelo cercano, más cercano que Velázquez. Se aventura a decir que ese maestro fue Pablo Burchard y que su ejemplo no solo respecta a los modelos pictóricos de producción, a sus delicadas formas de solucionar, sino más precisamente a su ética de artista. Burchard fue un artista que siempre llamó a observar atentamente la naturaleza, un pintor que alcanzaba la síntesis plástica, con la tan estimada economía de medios, pero que además siempre a quedar «entre paréntesis», respondiendo así al mandato realista. Muchos otros llamaron a Pablo Burchard «maestro». Couve, más que nadie, reconoció en él a un penitente.
De acuerdo con lo que el propio Couve comenta, «el pintor hacía vigilia», en todo evento, entregado a la tarea de traducir pictóricamente en su propia y personal manera. A través de Burchard, Couve habría comprendido que el problema fundamental de la pintura es la traducción. Las formas de traducción podían ser diversas, variadas en técnicas y opciones dentro del lenguaje pictórico, pero lo que era irrenunciable es la traducción en sí misma.
La narrativa de Couve, en la forma de lección de pintura, retoma el legado de su maestro, pero en su lección, la que él elabora, participa la conciencia de la derrota y donde está infiltrado el tiempo pospictórico que aparentemente no llegó a perturbar a su maestro. En esta complejidad encuentra Couve su diferencia, su propia voz, una voz que traduce la lección a la escritura. Al transitar de la pintura a la literatura, encuentra su personal tonalidad, no solo para pintar con palabras, sino para afianzar el paradigma, la ética realista.
Couve, contemporáneo a pesar suyo, sabe del destierro, del autoexilio. Continuó escribiendo su lección a sabiendas de que su mundo no era ni el siglo XIX, ni Europa. Sabía que su literatura, así como la pintura de Burchard, tenía un sello marcadamente vernacular: sus imágenes describían, en el tiempo de la reproductibilidad técnica, la provincia, la periferia del mundo, los barrios y casonas venidos a menos que parecían detenidos en el tiempo. Hacer aquello puede pensarse como un gesto transgresor, al margen del mainstream, tal radical como la pérdida de la cabeza. En el medio de esta orfandad que esta situación descalzada produce, nada más rupturista que seguir insistiendo en la lección de pintura, creyendo en el programa realista, destinado a ejercer la vigilia del penitente.
Solo me queda invitar a leer este libro, un libro bellamente escrito, que propone importantes claves para adentrarse en los derroteros de Couve (esos rumbos que son también una derrota) desde una mirada que integra la experiencia pictórica, literaria y teórica de forma sensible y original, y donde creo juega un papel importante la incorporación de la perspectiva de estudiante. El trabajo incorpora las nociones de lección, cisma fotográfico, transmedialidad, pictoricidad, traducción, desplegando un nutrido artefacto conceptual que, junto al conocimiento de la cocina pictórica, el dominio de la escritura y una fina intuición, le permite escudriñar la gran tarea de Couve, es decir, su programa teórico en la forma de lección de pintura. Una lección que parte como resistencia frente a lo que consideró una amenaza contra la noble función de la pintura. Una lección que enarbola la ética del pintor realista y presenta su forma de traducir lo real como un paradigma. Una lección que se debate entre la inminencia de la derrota (del rumbo perdido) y el dogma al que no puede renunciar: el del credo realista que creyó preciso transmitir, en su sala de clases, en sus ensayos, en sus novelas. En este libro, Rodrigo se encaminó a reconstruir el programa estético de Couve, luego de años de estar conectado de una u otra manera con él, como estudiante, como lector, como crítico, para decantar luego en la identificación de lo que serían las premisas fundamentales del pensamiento couveano. Logra en estas páginas armar una trama de sentido que es iluminadora a la vez que crítica, que instala sólidas claves de lectura, pero que a la vez abre nuevas interrogantes, no solo para pensar en el legado propio de Couve, sino también para seguir pensando en las variadas formas del realismo y de la literatura contemporánea, en los nuevos medios, o los destinos renovados de la pintura actual.
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María Elena Muñoz es Historiadora del Arte