Por Alejandro Fuhrer.- “Es imposible hablar de comunicación sin hablar de democracia”, afirmaba el sociólogo francés Dominique Wolton, en su libro “Salvemos la Comunicación” en 2005.
Desde su perspectiva, los avances históricos de la comunicación estaban indisolublemente atados a un incesante movimiento de emancipación social: solo allí pudo expandirse de la manera que lo ha hecho, desde hace ya más de dos siglos.
En su reflexión, la comunicación no fluye en las viejas estructuras oligárquicas y religiosas; más bien allí se detiene, se filtra, se censura. Es en una sociedad abierta, donde la comunicación consigue ser un valor fundamental, el sello detonante de la igualdad de los sujetos, la libertad de opinión y el pluralismo político.
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“En ese sentido, -dice Wolton- la comunicación no es sino la punta emergente del iceberg que es la sociedad moderna democrática”. En resumidas cuentas: cuando hay más comunicación, hay más democracia.
Pero ese ciclo terminó. O, al menos, asistimos a su temeraria agonía. En nuestros días, la abundante oferta de comunicación resulta -en muchos casos- una grave amenaza a la democracia como la hemos conocido.
Pero estas amenazas no provienen ya del poder militar, económico o eclesiástico, más bien se sitúan en el uso que masivamente otorgamos a las redes sociales, en las conversaciones polarizadas que instala, en el incremento de la intolerancia, mientras -paradojalmente- crece la demanda por más libertades personales.
Esta vez, las principales amenazas al sistema democrático no provienen de “arriba”, el lugar privilegiado de las viejas instituciones analógicas y el poder heredado de las élites. Ahora están “abajo” en ciudadanos hiperconectados con poderosas herramientas de comunicación y difusión.
Allí se reproducen con una velocidad abismante, con miles de likes que pueden acosar, condenar, o repetir una noticia falsas infinitas veces. La vieja censura dominante, ha trocado en una masiva cancelación, trolls o funa colectiva que no le rinde cuentas a nadie.
En nuestros días, los “guetos digitales”, aquellas tribus nómades que se conectan en la red, quieren escuchar sus propias ideas, el heroísmo de sus voces singulares. Como en una sala llena de espejos, donde sus argumentos se repiten incesantemente, sembrando un extraño monopolio que evita llamarse totalitarismo.
Todo con un velo apolíneo, un celofán que cubre delicadamente el autoritarismo que viene escondido.
¿Cuándo dejó de ser la comunicación el principal estandarte de la democracia? ¿Por qué el incremento de las nuevas plataformas tecnológicas en vez de intensificar el diálogo parece levantar nuevas rivalidades?
Al parecer, no vimos el gen mensajero que traían en su interior las nuevas plataformas de comunicación, un ingrediente tóxico e invisible navegando impune entre software, supercondensadores y aplicaciones al alcance de la mano.
Contradicciones de la Comunicación
Ya no es un problema de falta de información: hay, y a montones. Ahora es un dilema interpretativo entre los usuarios: “Si no piensas como yo, estás mal informado”; “Si no piensas como nosotros, eres un traidor”. Entonces, “te veto, te funo o te cancelo” (o todas a la vez, en esos días más intensos).
Hoy la libertad y el dogma parecen estar tomados de la mano. Transitan por la calle junto a un estandarte que flamea amenazante, reclaman espacios para manifestarse, mientras fustigan las creencias de los otros.
Nada es relativo, todo se juega en la pancarta. La democracia debe asegurar el camino para sembrar mi propio autoritarismo, vivido como una extraña idea que despoja al otro de sus creencias. Se demanda más democracia mientras los devotos de la verdad persiguen a desertores y apóstatas. La violencia es parte de esa convicción, está indisolublemente unida a ella.
Ahora que tenemos más herramientas para dialogar, sin los “filtros” de antes, sin la “censura omnipresente” de los poderosos, extrañamente se incrementa el odio, la violencia y la intolerancia.
Los sectores más educados también forman parte de este paroxismo. Desde sus generosas bibliotecas sus ideologías toman formas más sofisticadas. Emergen nuevos evangelios, crecen otros ídolos, venidos en influencers mediáticos o destacados columnistas de fin de semana.
¿Qué harán las democracias para detener el incesante flujo de intolerancia que viaja masivamente por la red todos los días? ¿Quién protegerá las libertades conquistadas durante décadas frente a estos nuevos autoritarismos? La paradoja es temeraria.
Una torsión abrumadora a escala global que está fundando otro momento crítico en nuestras sociedades: ¿Sobrevivirá la democracia a la intolerancia masiva de ciudadanos inflamando la red de nuevos odios y renovados autoritarismos?
Artículo dedicado a Claudio Avendaño
Recuerdo el último café que compartimos con Claudio Avendaño, a quién dedico este artículo. Fue en la calle Las Bellotas en Providencia. Me gustaría volver ahí, abrazarlo con más fuerza esta vez, disfrutar más intensamente cada segundo, mientras el sol intenta vencer las primeras sombras de la mañana. Estoy seguro de que esta reflexión sobre democracia y comunicación citando a Dominique Wolton le habría encantado, era un autor que él me había recomendado. En ese lugar intacto de la memoria, allí donde tu recuerdo permanece inalterable, las ideas siguen viajando y las palabras toman otra forma, una expresión nueva en la superficie.