Cultura(s)

Patrimonio, herencias y buitres

Por Fidel Améstica.- Mayo fue el Mes de los Patrimonios, instancia creada por Marta Cruz-Coke mientras terminaba el siglo XX y quien falleció el 20 de mayo pasado, a la edad de 99.

Intelectual, notable gestora, tía del actor y actual senador Luciano Cruz-Coke, su nombre también nos habla de una pertenencia a una élite cultural y sociopolítica, de corte conservador, por supuesto. Quizás por esto mismo su conciencia en torno al patrimonio, de la necesidad de conservar una herencia, un legado.

No es menor. Los bienes materiales, culturales, valóricos y simbólicos atestiguan pertenencia, raigambre e identidad, su vocación es cohesiva para un conglomerado, que para algunos será la nación y para otros, el pueblo.

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Y en un país cuya población se ha constituido, en su mayoría, básica e históricamente, con un gran porcentaje de «huachos» o, para más eufemismo, «hijos ilegítimos o naturales» -aunque ya no se hable de esto y no se estilen apelativos semejantes- quizás Marta Cruz-Coke intuyó la necesidad de que nuestro país llegara a sentirse legatario de sí mismo, porque todos somos hijos de esta patria (algo que todos pueden aceptar, aunque no bajo los mismos términos y códigos).

De que hay patrimonio, lo hay. Y no poco. Patrimonio y patria, no obstante, arrastran en su etimología la palabra latina pater, el padre. De ahí conceptos que nos dejara la antigua república romana, como el pater familias (los patricios, la aristocracia, la élite; lo contrario a la plebe), cuyo poder —de vida y muerte— sobre la esposa, los hijos, esclavos y bienes se denomina patria potestas, por la cual están bajo su mano, sub manu.

El jefe de familia es además un hombre libre y ciudadano, administra todo su haber: en lo material, sobre personas y en lo valórico-simbólico. Un esclavo llegaba a ser libre al no estar bajo la mano (sub manu) de su dueño, por decisión de este, lo que nos dio la palabra «emancipación» (emancipatio), algo que también alcanzaba al hijo varón para eximirse de la patria potestas, lo que lo dejaba en condiciones de llegar a ser un pater familias.

Pater más el sufijo –monium, «conjunto de actos o situaciones rituales o jurídicas», nos dan la palabra patrimonio, vale decir, transmisión de titularidad de bienes por línea paterna. Y en el Mes de los Patrimonios se hace referencia a bienes patrimoniales como edificios (casas, iglesias, museos), naturaleza (humedales, reservas, parques), prácticas (danzas, artesanías, cantos, devociones, etc.), pero también hablamos de personas, porque los seres humanos —colectiva y comunitariamente— son quienes hacen posibles lo material y lo inmaterial. ¿Y quién administra toda esta riqueza? ¿Acaso el Estado ejerce de pater familias frente a los patrimonios?

La Convención Unesco, a la que Chile suscribe en la actual Constitución (y las que vengan), estipula que «incumbirá a cada Estado parte en la presente Convención identificar y delimitar los diversos bienes situados en su territorio (…)», a los que además está obligado a «proteger, conservar, rehabilitar y transmitir a las generaciones futuras», SIN DAÑARLOS.

Las personas y el patrimonio

Fuera del Estado, ¿pueden gestionar los particulares los patrimonios, sea a título personal, corporaciones de derecho privado o público, con y sin fines de lucro?

En los hechos, sí ocurre. ¿Y es algo que no corresponde? En lo absoluto. Un alto sentido de lo público llama a la participación de todos los actores ciudadanos en beneficio de todos y cada uno.

En teoría, en lo abstracto, todos contamos con la patria potestas, en tanto derecho y deber; pero ejercerla implica una preparación, un camino, para llegar a esa instancia. Vale decir, educarse, formarse, adquirir competencias, habilidades y conocimientos, con miras a gozar, administrar e incrementar lo heredado, por amor a eso que se hereda. Y es un imperativo: nadie cuida ni enriquece lo que no ama ni menos conoce; a contrario sensu, lo destruye y envilece.

En lo concreto, sin abstracciones, la comunidad llamada Chile está integrada por un enorme número de comunidades que escapan a las fronteras de la regionalización administrativa. Aunque en la ley se diga que esta es una nación única e indivisible, lo cierto es que existen pueblos y zonas culturales bien diferenciados, los que se interseccionan, se cruzan unos con otros, tejen un mapa mucho más orgánico y vitalizante. Ningún papel timbrado puede cambiar eso ni servir como velo.

En el orden autojustificado con abstracciones jurídicas como Estado, Nación, y en campos semánticos que los extienden a nociones ambiguas y problemáticas como, en este caso, patrimonio, existe un orden fuera del orden. Me explico: en términos de lenguaje, y en específico, en el esquema de la comunicación de Jakobson, es un asunto del código que se impone en la transacción comunicativa.

Si bien el Estado se obliga, bajo la Convención Unesco, a identificar y proteger los patrimonios de sus territorios, a la vez debe procurar y respetar que sean las comunidades, las personas que las integran, quienes establezcan las definiciones y conceptos. Y esto se traduce en que quienes son portadores de una tradición son los que establecen los términos de la conversación; y en virtud de ello, al Estado le cabe un rol estratégico en asegurar el o los canales por los cuales fluye el mensaje.

Y aquí vienen los problemas. Los tejidos sociales han sido dinamitados por una nueva escala de valores consagrada por el neomercantilismo. Todo tiende a transformarse en una mercancía cuyo control de calidad se mide con indicadores.

El sentido de individuo se lo ha desarraigado de su entorno sociocultural y ecológico; por tanto, el derecho del individuo está por sobre los valores comunitarios. En estas condiciones de atomización, a las comunidades se les dificulta organizarse, y a sus líderes les cuesta salir del personalismo y representatividad que les permiten sus pares, centradas todas en el derecho a existir y ser reconocidas más que en la brega por construir su propio poder.

Lo que da poder es la palabra.

Si quienes portan un patrimonio en su quehacer no consiguen enunciar lo que son, lo que necesitan, así como responder al discurso o lenguaje que los merma, se exponen a un doble riesgo y peligro. Por un lado, los funcionarios estatales, con todas las buenas intenciones, lograrán imponer el compás de espera a una música que no conocen, y marcarán las pautas de entrada: ahora sí, ahora no; porque su papel es burocrático, y competirán entre sí por anotarse más y mejores puntos en su carrera funcionaria, a cuchilladas si es preciso, y esa agenda no es de los cultores.

Por otro lado, ante el vacío, debilidad o desarticulación de una voz propia por parte de las comunidades, se abre espacio a la acción de los «defensores de los pobres», de los «paladines de la justicia», como pueden llegar serlo las fundaciones y/o corporaciones de derecho privado, con y sin fines de lucro, y estas confeccionan el guion con el que deben actuar quienes cultivan o protegen un patrimonio.

Que el Estado y las fundaciones apoyen, vale; ¡Dios los bendiga! Que sean la voz de los sin voz…, ¡momento, Helena! ¡Párate en Batuco! Porque los sin voz resulta que sí tienen voz. Podrá ser precaria, no escolarizada, tímida, trastabillante, con dificultades para hacerse entender… No importa. Ese lenguaje también tiene que estar sobre la mesa, hay que escucharlo.

La administración de los patrimonios culturales materiales está bajo el Estado y las corporaciones, amén de algunos privados; y ahí el tema pasa por la vinculación con las comunidades y el acceso en pro de la formación dentro de una memoria común.

Por el contrario, la administración de los patrimonios culturales inmateriales se resuelve, sí y solo sí, en las comunidades consigo mismas; y en este sentido, deliberan, o debieran hacerlo, porque incluso su vida económica depende de ello, ya que no son unas postales turísticas; deliberan construyendo su poder: en lo que hacen, en lo que dicen y en lo que venden, porque en la autogestión tienen su plata en el bolsillo y la fuerza moral en su palabra, y esto da libertad.

Es probable que Marta Cruz-Coke no tuviese en mente estos elementos, pero abrió la puerta a una conciencia clave: educarse en los patrimonios para sentirnos hijos de la misma patria. ¿Y dónde y qué son los patrimonios? Bueno, no siempre son algo dado.

Hay que salir al encuentro de ellos, sin códigos, porque ahí los encontraremos; y según estos, el Estado hará las identificaciones y delimitaciones para promover y proteger, asegurando los canales de comunicación; su función es fática o relacional, tiende los puentes, no el contenido; lo mismo con los privados y las corporaciones. De lo contrario, el mensaje ya no será el mismo; es más, se lo captura, estereotipa y coopta.

Por más que el patrimonio ancle su origen en el patriciado, el horizonte del Mes de los Patrimonios apunta, quiérase o no, a que la plebe también se transforme en una élite, en una aristocracia formada en sus propios códigos; a que el pueblo o los pueblos, en concreto, se eduquen a sí mismos en su propia riqueza, a que cultiven y eleven su inteligencia de pueblo, sin cuadrarse detrás de las ideologías, sino que afirmados en sus propios saberes; no empoderarse, más bien, construir su propio poder.

Cuando un pueblo está consigo mismo, se forma y educa a sí mismo, apunta el historiador Gabriel Salazar. Pero Chile es un país sin carnaval, el ritual donde el pueblo se celebra a sí mismo para recordar quién es.

Y como en todas las familias, las herencias son despedazadas por los buitres en el desierto. Quien impone los códigos y manipula los canales, controla el mensaje. Las redes (anti)sociales son un ejemplo palpable de esto. Quien se erige en pater familias de los patrimonios se hace de la patria potestas sobre estos, y se adueña de los símbolos y valores cohesionantes.

En este juego, el Estado, como abstracción que es, tiende a poner el compás de espera con algo de esquizofrenia, porque no suele conversar consigo mismo. Los privados y las corporaciones gestionan fondos y recursos, y sus movimientos no siempre están a la luz, como tampoco sus motivaciones, intereses y objetivos, que podrán ser muy altruistas, pero su lealtad es asistencial, no vinculante; y a veces pueden llegar a manejar tanto poder e influencia que a cualquiera le daría miedo meterse con ellos si supiera quiénes son.

¡Qué vivan los patrimonios!

Alvaro Medina

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