Por Alvaro Medina J.- El avance del coronavirus está moldeando la sociedad que conocíamos rápidamente, y hace entrar en conflicto los fundamentos del universo globalizado e interconectado al que nos empezábamos a acostumbrar, con los postulados de una higiene que, de sanitaria, se traslada también a lo social, a las relaciones entre individuos, entre grupos sociales, y entre países.
En efecto, la sociedad que conocíamos, individual, basada en el supuesto del esfuerzo propio y orientada a la satisfacción propia, ha sostenido una estructura de acumulación que, frente a la pandemia, se resiste a detenerse. La economía de las grandes corporaciones, apoyadas en un proceso globalizador por los estados nacionales, quiere mantenerse en pie.
De ahí que vemos de aislamiento social parcial para contener el contagio planetario: los ejecutivos se mantienen en sus casas, se legisla el teletrabajo, se establecer restricciones de desplazamiento… pero las obras de construcción y los servicios generales de la sociedad se mantienen, con la presencia de las masas laborales. Las aglomeraciones en el transporte público y en los hospitales, se mantienen. La recolección de basura se mantiene. La exposición al virus tiene, en ese sentido, un componente social.
La sociedad del individuo globalizado aparenta, en medio del aislamiento, seguir subsistiendo, gracias a las tecnologías de la comunicación. Estamos “conectados”. Podemos hacer las compras a distancia, podemos seguir conversando con los amigos y, algunos, pueden seguir trabajando. Los que no, bueno, será explicado como mala suerte o lamentable por la lógica individual, que se basa en el éxito construido en el esfuerzo de cada uno. En economías donde más del 40% del empleo es independiente, pues la mala suerte es mayor, pero qué diablos… las empresas mantienen el cobro de servicios y cuentas.
Esa lógica se ha visto en varios países que han sido criticados por lo tomarse en serio la pandemia y sus efectos sobre las personas. Porque el foco de su pensamiento es el poder y la autosatisfacción. En el fondo, el placer.
El pensamiento higiénico
En la otra vereda empiezan a tomar fuerza las posiciones higiénicas. Éstas sostienen que el virus es un enemigo invisible, pero toma rostro: es el otro, cualquier otro que puede portarlo y contagiarme… o contagiar a los que más quiero. Con esta premisa, se despliegan dos cursos de acción inmediatos que terminan convergiendo en un solo punto: el primero es el cierre de todo contacto con el otro, las cuarentenas absolutas, los cierres de fronteras, la prohibición de ingreso de personas y el cierre de ciudades incluyendo, por supuesto, cualquier actividad productiva.
El segundo curso de acción es el distanciamiento defensivo, que lleva a armarse de todo lo que puede ayudarme a combatir el enemigo. En primera instancia, la conducta higiénica nos lleva a armarnos de jabón, mascarillas, guantes, trajes, alcohol, desinfectante en cantidades. Luego, resulta que el otro no es solo el virus, sino cualquiera que lo pueda portar, por lo que me tengo que defender de él también. Al principio era fácil identificar al enemigo: los “otros” venían de China, y el virus era su culpa, porque comían cosas raras. Luego, cuando el principal foco fue Italia y el resto de Europa, el “otro” podía ser cualquiera.
A diferencia del modelo individual globalizado, el foco del pensamiento higiénico no es el placer, sino el miedo.
Por eso el pensamiento higiénico se lleva tan bien con las estructuras autoritarias, que se basan en la inyección constante de miedo. Incluso aquellos gobiernos que defendían el sostenimiento del modelo individual globalizado o capitalista han ido trasladándose (con menor o mayor rapidez) hacia los cursos de acción propios del pensamiento higiénico, dado que la población por sí sola adopta esa actitud (con justa razón, intentando huir del virus como los animales de las llamas en un incendio forestal) y busca de la autoridad medidas más estrictas. Y si no las toma el gobierno, quizás las tome la misma sociedad civil en formas de organización basadas en el miedo: cierre de comunas, barrios, calles o pasajes; vigilancia de los demás, de los que no cumplen los requisitos higiénicos de aislamiento; eventualmente, castigo hacia quienes transgredan los límites de las nuevas distancias sociales, dentro de los cuales siento que puede haber peligro.
El pensamiento higiénico es caldo de cultivo, por lo tanto, para los nacionalismos extremos o las conductas de clan. En su forma más sólida, lo más higiénico es estar con los “míos”, aquellos en los cuales confío que no serán un enemigo o portadores de él. El grupo social que más se ajusta a ello es la familia (¿nota que la Constitución de 1980 parte definiendo que el núcleo fundamental de la sociedad es, precisamente, la familia? Se entiende entonces, que la lógica del pensamiento higiénico estaba en quienes construyeron esa Carta Fundamental).
La resistencia del poder-placer
Pero el pensamiento individual globalizado (base del capitalismo), se resiste ante ello. Invoca libertades personales y derechos que el higienismo está dispuesto a transar con tal de derrotar al enemigo. Es escéptico respecto del enemigo y sus riesgos, pues la inercia de su necesidad de poder-placer le lleva a rebelarse ante las exigencias de aislamiento y control que vienen de la necesidad de combatir al enemigo. Por eso -en estas circunstancias de pandemia- hemos visto que quienes más han disfrutado del sistema individual globalizado, son, al mismo tiempo, quienes menos respetan el aislamiento y la cuarentena (que representan una pérdida de libertad y, por ende, de placer), y organizan fiestas, asados, viajes a la playa, matrimonios, con aparente indiferencia no solo del enemigo (el virus), sino de las consecuencias que pueden tener sobre los demás. La lógica del poder-placer se resiste a creer en el enemigo, y tiende a seguir creyendo ciegamente en los pilares de lo que le ha reportado el beneficio hasta ahora: la economía, a la que se ve obligado a mantener viva a toda costa, haciendo que los trabajadores mantengan el sistema (“No sé si la economía resista una cuarentena total, dice el economista Jorge Quiroz) y que el ciudadano corriente siga pagando sus cuentas; el última instancia hasta se han escuchado voces que justifican (desde la cómoda protección de sus hogares) que los virus son mecanismos naturales de control de la población y de protección del sistema económico.
Irónicamente, el pensamiento higiénico parece -en contexto de pandemia- más “humano” y solidario, al tomar medidas como el congelamiento de precios y la postergación de cobros de servicios. Pero es parte del sentido solidario de su esencia, donde la masa (con miedo y habiendo entregado sus libertades) es “protegida” por la estructura superior (un Estado, un monarca, un dictador, un partido).
El péndulo se estaba moviendo antes del coronavirus hacia el higienismo, que implica aislamiento, autoprotección, odio o animadversión hacia lo distinto, hacia la “otredad” (o la alteridad, como diría Ortega y Gasset). La victoria de Trump en Estados Unidos, Johnson en Gran Bretaña y Bolsonaro en Brasil, han sido ejemplos recientes de ello; pero también la asombrosa entronización (pues en la práctica son monarquías) de Putin en Rusia y de Xi Jinping en China, por nombrar sólo algunos casos de superpotencias que se replican en los países de menor tamaño.
En todos estos casos, más allá de las estrambóticas y populistas posturas de unos u otros, el punto en común es la restricción de las libertades en virtud de un enemigo exterior (un sistema, los extranjeros o un virus) aceptada por una población dominada por el miedo; y el aislamiento del resto, al que se considera en general un peligro potencial. El advenimiento del coronavirus (o COVID-19) es la nueva pintura que cubrirá a ese enemigo, la estrella en su brazo.
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