Por Mauricio Vargas Peralta.- 2020 fue el año de la pandemia (COVID). Pero también fue un año en que se legalizó el uso medicinal del cannabis en varios países. Además, fue legalizada en algunos estados de Estados Unidos, incluyendo su uso recreacional. También fue el año en que la ONU eliminó la marihuana de la lista de drogas peligrosas, reconociendo sus propiedades medicinales. Incluso, en el contexto de la pandemia, fue declarada bien esencial y los dispensarios pudieron seguir atendiendo público en aquellos lugares donde estaba legalizada.
Mientras estos cambios sucedían en diferentes partes del mundo, en Chile se ha seguido persiguiendo a consumidores y autocultivadores, se busca dar más atribuciones a las policías en nombre de una Guerra contra las drogas que ha manifestado ser una política fracasada, si de proteger la salud de las personas se trata.
2020 fue también un año en que aumentaron los delitos cometidos con armas de fuego y los asesinatos por ajustes de cuentas. Quizás lo más sintomático fueron los enfrentamientos sucedidos en la semana de Navidad y Año Nuevo en ferias y otros espacios públicos; esta vez, fuera de las poblaciones comúnmente asociadas al control territorial del narcotráfico.
Nuevamente, la respuesta desde el Estado y una parte importante de los partidos políticos institucionales ha sido combatir la violencia delictual con una mayor violencia policial, aumento en penas y dando mayores atribuciones a fiscales. Reforzando la estructura policial de un Estado cargado de populismo penal.
El narcotráfico, entendido como la actividad criminal que engloba toda la cadena de valor de sustancias psicoactivas, existe porque hay leyes que impiden el desarrollo de la industria de las drogas (especialmente recreacionales) bajo un marco legal regulado. El primer efecto de estas leyes de prohibición es criminalizar a toda persona vinculada a esta industria, ya sea en la producción, comercio, logística o transporte. El segundo efecto es crear una cadena de corrupción que va desde el comerciante minorista de un barrio hasta empresarios y personeros de los 3 Poderes del Estado. El tercer efecto es generar condiciones para el surgimiento de una escalada de violencia armada urbana, especialmente para enfrentar al aparato policial y establecer control territorial para proveedores. El cuarto efecto lo padecen los consumidores y usuarios, al sumarse la falta de estándares de producción y la persecución del consumo, aumenta la exposición a sustancias de mala calidad, más adictivas y potencialmente más tóxicas.
La autoridad y los medios de comunicación han centrado el foco en la violencia urbana asociada al narcotráfico, dando cuenta del profundo drama que viven las comunidades capturadas entre enfrentamientos de bandas rivales, policías y la ciudadanía que se ve impulsada a la autodefensa armada; desinformando sobre el real peso que esta violencia tiene en la cadena de valor de la industria.
No obstante, resulta evidente que los miles de millones de dólares que mueve el narcotráfico no se agotan en unos cuantos autos de lujo y otras excentricidades del capo de barrio. El mayor problema que enfrenta un narcotraficante no es el soborno o armar una cuadrilla de soldados callejeros, el mayor desafío es llevar todo ese capital al mercado legal; de ahí la necesidad de contar con una red de lavado de dinero, que pueda legalizar sus ingresos y hacerlos aparecer como inversiones legales en industrias, comercios legales y cuentas corrientes. El desafío para un narco no es construir una mansión en una población: es esconder un rascacielos en mitad de la Plaza de Armas.
Ya en 2012, los senadores Ricardo Lagos y Fulvio Rossi proponían poner en discusión la despenalización del autocultivo de marihuana. En 2014, el ex Presidente fue más allá y señaló a Revista Qué Pasa que el país debía abrirse a la posibilidad de despenalizar todas las drogas. Por sobre la lentitud propia del Parlamento en tratar material relevantes, cabe preguntarse por qué se insiste una y otra vez, pese a la evidencia internacional, en continuar promoviendo políticas que transforman un problema de Salud Pública en un asunto policial-criminal.
Para responder esta pregunta, debemos observar una característica fundamental de nuestra democracia oligárquica: el clientelismo. Algo que nutre la política clientelar es la creación de dependencia; que exista un intermediario entre la voluntad ciudadana y la priorización y ejecución de dicha voluntad. Eso es lo que ofrecen al Poder Político las políticas prohibicionistas: dependencia social.
Para combatir el narcotráfico, no se necesitan pistoleros, necesitamos investigadores contables y tributarios, abogados, ingenieros, contadores, cambiar las regulaciones que protegen el secreto bancario y, más importante aún, dar un marco legal (regulatorio) a una actividad económica que deriva de una práctica de consumo que la especie ha realizado desde antes del surgimiento de las civilizaciones humanas. Si realmente queremos reducir los daños causados por el narcotráfico, más que drones vigilando la visa social en las plazas públicas, necesitamos bots que analicen transacciones financieras y contabilidades.
«Me tomaré una copa», responde el agente Eliot Ness (de la película Los Intocables), cuando le preguntan qué hará si se levanta la prohibición al alcohol, cinta que retrata la guerra que se dio en Chicago en el contexto de la Ley Seca, la cual prohibía la venta, importación y fabricación de bebidas alcohólicas en todo el territorio de los Estados Unidos; mostrando así todo el sinsentido de muertes y daños derivados de una violencia surgida por la aplicación de una pésima ley, cuyo resultado estuvo lejos de proteger el bien jurídico que decía defender.
Sin duda necesitamos cambios legales, una nueva regulación, que tenga en cuenta que la evidencia internacional indica que leyes que regulen esta industria y promueven la educación ciudadana (partiendo en la infancia), han logrado bajar la participación de mercado en manos de bandas de narcotraficantes, así como el consumo entre adolescentes.