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Prohibido comprar

Por Javier Maldonado.- Curioso este neoliberalismo. Originalmente se instaló como la opción garante de la única libertad posible: la de consumo. Demoraron sus ideólogos algo así como cuarenta y tantos años en reformar a los ciudadanos para convertirlos en consumados y felices consumidores, rebosantes de productos venidos del más lejano oriente, es decir chinos, coreanos, indios, vietnamitas, y así. Ya atiborrados de objetos, los antiguos ciudadanos, ahora consumidores, pudieron declararse definitivamente libres. Se suponía que esa libertad debía durar mil años con el irrestricto apoyo del gobierno y el empresariado. Eso sí, habría sacrificios. Y estos fueron dolorosos.

En primer lugar, había que deshacerse de la industria nacional. Comprar toda clase de productos de fabricación china era muchísimo más barato que fabricarlos en Chile. No más zapatos de cuero: los zapatos chinos, importados, eran de plástico, imitación cuero, pero veinte veces más baratos que un par de Rudloff valdivianos. No más telas Tomé, deseadas por todo el mundo, incluso por los sastres británicos y milaneses; ahora telas chinas y vestuario fabricado en China o en la India. No más productos domésticos de producción nacional, ahora toda clase de adminículos de fabricación china. No más artesanías en maderas, ahora productos industriales de imitación. Las ventajas comparativas eran que no era necesario invertir en maquinaria e instalar fábricas. Eso era cosa del pasado. Y todos felices, extraordinariamente felices.

Que los obreros industriales perdieran el trabajo, no era para nada importante. Las nuevas políticas estaban diseñadas para estimular el emprendimiento. Todos los que antes eran dependientes, ahora serían empresarios, cuentapropistas. Un gran salto al futuro. Claro que no todos los empresarios históricos cerraron sus emprendimientos. Eso sí, utilizaron los nuevos instrumentos para competir consigo mismos importando de la China lo mismo que ellos producían aquí pero a precios mínimos.

La cosa era que todos tenían que tener acceso a lo que fuese que quisiesen. No se podía discriminar. Si la demanda por productos importados no existía, había que crearla. Los nuevos consumidores, tímidos aún, tenían que aprender que las imitaciones orientales eran tan buenas como los originales europeos. Una chaqueta Armani original italiana podía costar 500 mil, pero la hecha en China etiquetada Armani costaba 50.000. Si la demanda quería un cierto producto habitualmente reservado sólo para quienes tuviesen los medios para comprarlo, sólo había que imitarlo, reproducirlo idéntico al original, pero no tanto, y venderlo al por mayor. Si el original era de marfil, la copia podía ser de plástico tipo marfil, algo parecido al jurel tipo salmón. Si los soñadores querían un automóvil de diseño italiano, podían comprar uno coreano de imitación, aunque mucho más barato. Y así en todo, o casi todo.

Algunos privilegiados, los autores del modelo quizás, se cuidaron de que sus necesidades fuesen bien satisfechas con productos escogidos. Era indispensable mantener y cuidar el estatus, la identidad, la imagen  del éxito. Los otros, los demás, todos los demás podrían imitarles y quizás querer parecerse, pero lo suyo era de segunda o tercera mano. Su exitismo era también de imitación. Nunca serían iguales a los originales. Y eso permitía disimular la diferencia de clase social. Para ello, entonces, se creó el Mall. En Londres y en Washington, el Mall es un parque. Entre nosotros, en Santiago, Valparaíso, Antofagasta, La Serena o Concepción, el mall es un mercado persa, algo más elegante y moderno que los bazares del zoco, pero un persa al fin y al cabo. Un lugar de paseo, el inevitable paseo familiar de fin de semana, el sitio urbano donde todos los que van son iguales o se sienten iguales, salvo las excepciones, cómo no.

Ahora bien, ¿de qué puede servir un mercado si los consumidores no pueden consumir lo que más les guste y quieran por la infeliz decisión de una supuesta autoridad anónima, que de  modo autoritario ha eliminado, sin saberse cómo ni por qué,  los derechos constitucionales de los libres? ¿Quién es ese audaz funcionario que ha decidido decidir qué es esencial y qué no es esencial para 17 millones de habitantes de este reino de fantasía?

Interlocuta con la sociedad una señora enmascarada que pareciera temer dar la cara y que con tonos de voz autoritarios y amenazantes nos comunica qué es lo que debemos hacer y a qué nos exponemos si no le hacemos caso. Ella es, a veces, subsecretaria de confirmación del delito (una rara subsecretaría que no tiene una secretaría a la que obedecer), así mentada porque nunca ha previsto (del verbo prevenir, es decir, anticiparse a lo que vendrá) ni se ha anticipado a ninguno de los delitos que a diario se cometen en el país, ni a las encerronas, ni a los portonazos, ni a los alunizajes, ni a las quitas de droga, ni a los asaltos cotidianos, ni a los crímenes, ni a la instalación de las mafias, y para qué decir de los delitos más complejos. Y tanto es así que pareciera haber sido recontratada como vocera del ministro de Salud. Ahora, la plurisubsecretaria emerge como vocera del ministro de Economía y nos anuncia que de una plumada  el gobierno ha decidido violentar sus doctrinas neoliberales y dar por superada la sacrosanta libertad de consumo, además de otras aboliciones que aproximan severamente al gobierno a los tiempos iniciales de su proceso dictatorial.

Aunque de algún modo resulta ser más o menos bueno: los actores de esta tragicomedia política decidieron a quitarse no la mascarilla, sino la máscara. Dejan al descubierto el hecho real de que nunca se fueron;  que la transición famosa fue apenas un acuerdo sotto voce y que sólo se ocultaron, subsumidos en los laberintos de este pintoresco simulacro de democracia con la secreta complicidad de quienes hicieron la vista gorda a su incrustación en el aparato del Estado, en las instituciones y entre el entramado de lo poderes fácticos, de ambos lados. Hoy emergieron. Con todos sus protocolos de prohibición y de escamoteo de la libertad.

Así que estamos nítidamente jodidos. Sin nadie que nos defienda, sin líderes dispuestos a guapearle al más pintado, sin conductores y sin guías, ni el viejo Chapulín Colorado nos salvará de ésta dictadura civil disfrazada que, curiosamente, se parece como una gota de agua a otra, a la de antes, la de siempre. Las advertencias amenazantes de la plurisubsecretaria tienen una tonalidad casi idéntica al inolvidable Bando N° 5. Algunos sobrevivientes lo recordarán.

Alvaro Medina

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