Opinión

«¿Qué es el fascismo? ¡Porque ya no entiendo nada!»

Fidel Améstica trata de explicar el fascismo del siglo XXI a un joven de 15 años. Y veremos que la perspectiva es mucho más amplia que los mitos a los que estamos acostumbrados.

Por Fidel Améstica.- Mi amigo Cristian, un quinceañero a primera vista tan normal e igual como cualquier otro, remolón y con indiferencias propias de la edad, un día que nos juntamos familiarmente con sus padres, tíos y mi suegro en su casa, se sentó en el patio a mi derecha y me asaltó con una pregunta con su rostro abrumado y al borde de la desesperación, tensionando el ceño mientras profería: «¿Qué es el fascismo?».

«¿Y esa pregunta?», lo contrainterrogué. Me sorprendió. No se me pasó por la mente hasta entonces que a un chico como a él lo atizara cuestión semejante. Su padre, Gerardo, mi compadre ―porque con mi mujer somos los padrinos de Luciano, su hijo menor, criado en las cuarentenas del Covid―, se atareaba en preparar el horno de barro para el asado que disfrutaríamos esa tarde, y caminaba de allá para acá sin saber yo si había puesto oído a la pregunta de su primogénito.

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Siempre creí que Cristian ―buen alumno en general, regalón y cariñoso, habilidoso para las matemáticas, aprendiz de ajedrez, colocolino y gamer de PlayStation― estaba lejos de asuntos como el que me acababa de exponer con su interpelación. Y al inquirir sobre su interés y apremio, me confesó: «Mi papá dice que Pinochet era un fascista, que Piñera era un fascista, que Bolsonaro es un fascista, que Milei es un fascista, que Trump es un fascista, que Kast es un fascista; y yo los veo, escucho lo que dicen, y no entiendo qué cosa es lo que los hace un fascista. No entiendo lo que es un fascista. No sé lo que es el fascismo. Lo comparo con lo que veo en la escuela de Hitler y Mussolini, y no entiendo nada».

Esta revelación, porque lo fue para mí, me hizo pensar en que si los adultos que acompañamos su crecimiento en realidad entendemos algo. Y conversamos más de una hora. Traté de ordenar mis pensamientos, de verificar si acaso yo también lo tenía claro. Evité hablar de Michel Foucault, Zygmunt Bauman, Emilio Gentile, Hannah Arendt, Pier Paolo Pasolini, Walter Benjamin, Susan Sontag, Umberto Eco, Simon Weil, Slavoj Žižek, Peter Sloterdijk, Éric Michaud, Victor Klemperer, o la chilena Lucy Oporto, porque tampoco los entiendo del todo. Los evité no porque no los pudiera entender, sino porque Cristian me estaba pidiendo una respuesta personal; no acudía a la erudición que pudiera tener, sino que apelaba a la confianza que solo otorga la amistad y el aprecio hacia alguien que ha vivido un poco más que él, aunque solo un poco más.

Y al revisar mi experiencia, y ordenarla mientras charlábamos, lo primero que puse sobre el diálogo fue el origen italiano de la palabra, fascio, que el español Antonio Méndez Rubio ubica «a finales del siglo XIX para designar la acción colectiva de asociaciones de izquierda popular» (Fascismo de baja intensidad), por lo que no era tan claro su origen ideológico. En general, podríamos entender fascio como la acción por la acción, un fin en sí mismo, gratuito incluso; acción por la mera acción como manifestación y presencia de poder, una especie de bullying a niveles superlativos.

Ni Mussolini creo tendría claro qué quería decir fascismo cuando pronunciaba esta palabra en su gesto teatral. En italiano, fascio es «manojo», «haz», «grupo»; es una herencia del latín tardío fascium, al que le antecede fascis, cuyo plural es fasces, y que remite al manojo de varas atadas con un hacha en medio que portaban los lictores en tanto emblema de autoridad y poder de los pretores urbanos, procónsules, cónsules y dictadores. Y es un símbolo que en la actualidad es parte del escudo de Francia, así como de la policía de Noruega y Suecia; y, por supuesto, lo tenía como emblema el Partito Nazionale Fascista fundado en Roma en 1921 y también el Partito Fascista Repubblicano creado en 1943.

La imagen del fascio nos da el primer indicio de lo que es y ha sido el fascismo: un manojo de individuos sin intersubjetividad, apiñados como una masa que en su lógica de grupo y manada se dejan caer con su hacha sobre la diferencia y el carácter egregio que pudiere alcanzar el sujeto, la persona. Porque el fascista es gregario en su fantasía de ser único a la vez que excluyente en su intolerancia.

Pero esto no responde a por qué podrían caber en esta misma palabra personajes tan disímiles como Pinochet, Piñera, Bolsonaro, Milei, Trump o Kast. Ninguno de ellos se declaró o declara fascista, es más, podrían declararse hasta «antifascistas» los que aún viven. Y aquí nuestra charla tuvo que entrar en un dilema: «¿El fascismo es realmente una ideología?». Sin duda, una de sus etapas históricas pasó por el ideologismo y el partidismo, con una irracional veneración hacia sus «paladines», el duce (guía) y el führer (líder), en Italia y Alemania, respectivamente. Y este fascismo fue derrotado en la Segunda Guerra Mundial.

El tema no está cerrado, sin embargo. Lejos de ello. Si el fascismo italiano dio el primer paso en las estrategias de manipulación de masas a través de un partido, quienes se inspiraron en ello, los nazis, fueron más allá: lo sintetizaron al reducirlo todo a imagen, valiéndose de la tecnología más nueva hasta ese momento: el cine y la televisión. La imagen suplanta a la palabra, al discurso, al diálogo, al debate, a la discrepancia. Todo el aparato cinematográfico y propagandístico del nazismo está centrado ahí, en la reducción del pensamiento a la imagen, a un tótem, a un ídolo. Y esas estrategias de comunicación no han dejado de aplicarse en los más diversos ámbitos, hasta, al día de hoy, pantallizar la realidad. ¿O no es así? ¿Cuántas veces al día miramos la pantalla de nuestros teléfonos?

Todo es imagen. Y como todo es imagen, el diseño es clave. Como nunca, creo que esta es la época en que más son cotizados los diseñadores, de todo tipo. El diseño es el mensaje. Quienes repiten como loros la frase de Marshall McLuhan, «el medio es el mensaje», se diluyen en el rebaño, en el gregarismo académico, esa observación se ha profundizado hasta la raíz de los códigos de comunicación, donde se ha vaciado de sentido al circunscribir el mensaje a los contornos estéticos de la imagen, al cómo me veo, cómo quiero que me vean, sin que nos demos cuenta de que presumimos de aquello que carecemos. Y es un aspecto del fascismo de antaño que ha resurgido, ¡qué paradoja!, con otros códigos: el culto al cuerpo, una subjetividad donde no puede entrar otra subjetividad bajo el derecho a ser un individuo, y el modo de individuarse es fijando una máscara: el yo (el perfil) es una máscara. Y esto nos iguala transversalmente.

Nazi es una abreviatura lexicalizada de nationalsozialist, eje discursivo y con aspiración doctrinal del Partido Nacional Socialista Alemán de los Trabajadores (Nationalsozialistische Deutsche Arbeiterpartei, NSDAP): socialista, pero nacional. Vale decir: iguales entre alemanes (¡trabajadores!), pero unos más iguales que otros. Entonces, ¿cuál es el plano de igualdad en el que ―valga la «rebuznancia»― se igualan las personas? ¡Menudo asunto!

La respuesta a lo anterior pasa por los símbolos. Estos cohesionan a los grupos. Siendo así, a lo que apunta la «acción» es a apoderarse de los símbolos. ¿Cómo? Apropiarse de los códigos en los que se enuncia y monopolizar su significado, de tal modo que el lenguaje de nuestra convivencia sea monovalente. Pero ¿qué símbolos? Verbigracia: patria, familia, Dios, bandera, escudo, himno nacional, república, et cetera.

Antonio Machado, don Antonio, aconseja: «Da doble luz a tu verso, / para leído de frente / y al sesgo». La comunicación, la más humana, es polisémica, revienta en significados y sentidos en la escena del diálogo, y nos enriquece. De ahí que profundice don Antonio: «Mas no te importe si rueda / y pasa de mano en mano: / del oro se hace moneda». Una comunicación monovalente, reducida a no más que un sentido y significado, nos adentra en la miseria humana, y nos prepara para la justificación racional de los crímenes.

¿Por qué? Porque todo aquello que no cuadre en las nociones de valor, bien y verdad, establecidas por ese lenguaje, carecen de todo valor, bien y verdad en la estética y moral de la comunicación monovalente, por lo cual no solo se abre la puerta a la descalificación, sino que también a la cosificación del otro y, por ende, a despojarlo de su humanidad, y de ese modo, con destruirlo, no se atenta contra la humanidad ni se comete crimen alguno; al contrario, se le hace un favor al mundo. Si antes los judíos, gitanos, homosexuales, entre otros, cayeron en esta categoría, hoy pueden estar en ella los migrantes (los pobres, se entiende), los refugiados, los palestinos, los indigentes… Para el fascismo, la culpa de los males propios siempre la tienen otros; y así, vestidos con los ropajes verbales de la víctima, legitiman su agresión y violencia.

Capturado el símbolo, la masa queda en poder de un discurso unívoco, como muchedumbres devotas en torno a sus ídolos, igualados bajo la consigna, el eslogan o el jingle, listos para producir. No olvidemos que en estos parámetros los trabajadores son vistos como masa. Esto nos obliga a ver la relación entre fascismo, industrialismo (en especial el de armas y hoy el tecnológico), autoritarismo y estandarización de las conductas de las personas merced a la globalización. Y es aquí cuando debemos agregar un elemento nuevo que aportan los triunfadores de la Segunda Guerra Mundial, en específico, Estados Unidos: el consumismo como adicción dentro de un sistema de libre mercado.

Si antes las masas de trabajadores seguían a un líder, hoy las masas ―ya no de trabajadores, sino que de consumidores― siguen a una marca, por ejemplo. La estrategia es la misma, solo que el fascismo ya no parece fascismo, está «desideologizado». ¿Cuántas veces no hemos escuchado a alguien decir que fulano o fulana está «ideologizado» como reproche político y moral? En este sentido, podemos constatar que el triunfo de una ideología es que ya no se la perciba ideológica, más bien libertaria: «Sé tú mismo», «Tú eres el mejor», «La mejor versión de ti mismo». Y en pos de la libertad «democrática», se defiende el derecho a elegir lo que uno pueda consumir, desde un detergente hasta la salud y la educación.

Y si no puedo elegir, es porque no tengo acceso al consumo de las cosas que me dan sentido de pertenencia y estatus, que no me permiten ser un individuo entre otros individuos que conforman un rebaño. Aquí se entiende que hay un derecho vulnerado. Y en Chile, lo que mostraron los saqueos del estallido social es que grupos organizados, con camionetas 4×4, en «familia», cargaban sus vehículos con todo tipo de productos, de preferencia los electrónicos, vinos caros, y después les tocaba a los «ratones», que llenaban un carro de supermercado (robado, sin duda) con lo que los primeros no pudieron llevarse; y todos ellos, a lo Robin Hood, los repartían o vendían a bajo costo en sus poblaciones, para ganarse la voluntad u obsecuencia de los pobladores, quienes veían así restituido, al menos en parte, su derecho a la libertad, igualdad y justicia que otorga el goce de los bienes de consumo. En este sentido, los saqueadores y receptadores son tan fascistas como aquellos contra quienes dicen rebelarse.

El fascismo, entonces, aunque derrotado por las armas, triunfó ideológicamente al entrar a las mentes por otros medios, en que las tecnologías de la información y la comunicación (TIC) lograron modelar nuestros modos de pensamiento que tienden a rechazar lo que les da una verdadera vitalidad: el sentido crítico. Y este triunfo ideológico no significa que el fascismo necesariamente sea una ideología, puesto que se alimenta de retazos ideológicos para darle forma a su deseo de poder, intolerancia y agresión, legalizados e impunes. ¡La impunidad! Privilegio, apunta Lucy Oporto, al que una masa también aspira como sentido de justicia.

Si estas estrategias salieron de su modus operandi político para permear nuestros sistemas de convivencia desde lo que consumimos, desechamos, y hasta cómo nos comportamos, no es necesario que Pinochet, Piñera, Bolsonaro, Milei, Trump o Kast se declaren fascistas, porque la población ya está lo suficientemente fascistizada como para elevarlos a la primera magistratura o líderes. Si las masas hoy siguen a las marcas, la política y sus candidatos solo tienen que presentarse como tales: unas marcas a consumir dispuestas en la vitrina. Para verlo, solo hay que comparar la publicidad con las campañas políticas, de cualquier signo político: basta reemplazar los términos de un sistema de enunciación en la dinámica de la comunicabilidad.

¿Y qué se valora de las marcas? Que estas le soben el lomo a tu subjetividad desconectada de otras subjetividades: que eres valioso, importante, bello; que lo tuyo es tuyo en virtud de tu propia libertad aun a costa de la libertad de otro; y el discurso de la seguridad va a tono con defender esto último, resguardar lo que consumes. Todo el mensaje simplificado hasta el simplismo mismo, que no requiera de mayor o ninguna reflexión.

Cada vez que vemos, ya no en la oratoria, sino que en eslóganes de corte publicitario, palabras como patria, familia, Dios, estamos ante la presencia de un espíritu fascista, incluso si se usan para defender nociones que todos reconocemos como un valor, sea la libertad, el amor o la democracia. A tanto llega la incoherencia a fuerza de cohesión en el enunciado que, en el caso de Chile, tenemos un tuit de José Antonio Kast de 2020: «El amor a Dios, a la Patria, la Familia y la Libertad fueron los pilares de #JaimeGuzmán. La izquierda revolucionaria podrá matar a un hombre, a cientos, miles o millones, pero nunca podrán matar los principios que inspiran a los que defendemos una sociedad libre y responsable». Algo digno de temer, por lo siniestro, sin olvidar el rol de su familia en los ejecutados de Paine para el golpe del 73, pero eso ya se logró dejarlo fuera de la discusión.

Por otro lado, el fascismo no depende hoy solo de posiciones de derecha, ya traspasó esos límites desde que reemplazó al Estado como eje de poder por el sistema de libre mercado como ente autónomo, supranacional y totalitario. El marketing es la nueva «guerra total» a la que llamaba Joseph Goebbels cuando Alemania iba perdiendo la guerra en todos sus flancos. Las mismas estrategias de comunicación son aplicadas por grupos de signos políticos opuestos y contrapuestos; y se repiten eslóganes que apelan al futuro, a la verdad, al bien, en fin, a nociones que se usan como anteojeras para enrielar a las masas en un mismo camino.

Si en noviembre de 2023, cuando la consejera constitucional Beatriz Hevia (del Partido Republicano) entrega la propuesta constitucional al presidente Boric, dice: «Más allá de cualquier diferencia política, es urgente entender (…) que los verdaderos chilenos (¡!), los chilenos honrados y pacíficos, los de trabajo, anhelan con esperanza, quizás sin saberlo, que se cierre este proceso constitucional…», no debemos identificar el fascismo solo con esta torpeza política en particular, porque la intolerancia y la exclusión también se manifiestan en sus adversarios políticos, como en el eslogan en los afiches del perímetro de las obras de desmantelamiento de la escultura de Mario Irarrázabal en Valparaíso: «Derrumbando lo antiguo para construir el nuevo Valparaíso». Con este enunciado, se comparte, consciente o inconscientemente, el carácter mesiánico del fascismo.

En este punto, cabe preguntarse, nuevamente, qué cosa es el fascismo que puede transitar, en su deseo morboso por el poder (al exterior de las personas, entre ellas y hasta dentro de su interior), desde la acción política que busca capturar al Estado a la acción de marketing digitada desde un sistema de libre mercado, y en ambos casos, en búsqueda de apropiarse de la mente de las personas, atadas como manojo, no vinculadas en redes, entretejidas, sino que atadas en la oscuridad como lo hace el famoso anillo que noveló Tolkien, en masa pero aisladas unas de otras, uniformadas en modelos de pensamiento, siguiendo la moda y al piño.

Cabe preguntarse, también, cuánto fascismo hay en aquellos genuflexos que ―por corrección política, falta de carácter, oportunismo, simple mediocridad o asqueroso buenismo― siguen, asienten y repiten consignas, eslóganes y lugares comunes solo para dar cuenta de que están en la frecuencia correcta, en la senda del bien, en las virtudes del progresismo o de la patria, da igual para los efectos que tiene esto.

¿Se puede confiar en aquellos que se suman a la ola con frases como «hay que estar con el pueblo», o que transfieren dinero a unos autodenominados «luchadores sociales» solo para demostrarlo y estar bien consigo mismos, aunque nunca conocerán ni les interesa conocer a esos supuestos «luchadores»? Tras las últimas oleadas feministas, ¿cuántas veces no hemos escuchado «¡No!, yo estoy con las cabras, con su lucha». O en los últimos movimientos estudiantiles, en boca de cuarentones y cincuentones: «Yo apoyo la lucha de los cabros, les toca a ellos ahora», como si alguna vez hubieran peleado por algo. Estos ejemplos hablan de un espíritu de manada, de cuadrarse con lo políticamente correcto, de seguir al piño, de sacarse fotos con el que está visibilizado y subirlas al Facebook.

He visto a personas que se jactaban de ir todos los años a la Fiesta de los Abrazos del Partido Comunista, y apenas obtuvieron un poco de poder o atisbaron conseguirlo, no dudaron en defenestrar a sus compañeros de trabajo, los mismos que les tendieron la mano para ser contratados, y hacerlos a un lado para ponerse por encima, y sus jefaturas promoviendo la delación y el soplonaje como manifestaciones virtuosas de la lealtad. O aquellos académicos que aleonan a los estudiantes para que se rebelen contra el sistema, y de esa manera azuzarlos contra aquellos que obstaculizan su ascenso dentro de la institución. O quienes hacia afuera verborrean como progresistas, revolucionarios o rebeldes, pero dentro de sus trabajos procuran ser percibidos acordes y sobresalientes en las líneas institucionales so pretexto de cuidar sus fuentes laborales. El oportunismo es, con franqueza, asqueroso, además de ridículo y patético. Hay un fascismo de los antifascistas, como plantea Pasolini, en la medida en que se rinden a los lugares comunes y al oportunismo al que los alienta su resentimiento y mediocridad.

¿Qué es el fascismo? Querido Cristian, tu pregunta me excede por todos lados. Me supera. Lo único que te puedo decir es que el fascismo es un veneno que tendrás que aprender a sacártelo. El mundo en que te tocó nacer está sumergido en ello. Y tendrás que fabricarte tus propias vacunas, y para ello, será menester que aprendas la biología de los virus con los que convivimos, aprender, estudiar, preguntarte, observar la naturaleza y el comportamiento humano, indagar en la historia y en la memoria colectiva, beber de las mejores tradiciones; retribuir y ser recíproco con el amor que te brindan tus padres y tu tata; y soñar con la vida que tú quieres, y tener el coraje de vivirla sin dañar a los demás. Si logras eso, no importará qué cosa sea el fascismo, porque no pertenecerás a las pobrezas humanas, ni a las materiales ni a las del espíritu.

Alvaro Medina

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