Por Antonio Leal.- Existe una convicción difundida que enfrentamos una profunda crisis, una verdadera disolución de los valores que han ordenado el mundo y los comportamientos en los últimos siglos. Agotada la “brújula ética”, inspirada en la universalidad y el pluralismo de ideas, pero también, en la materialidad del progreso técnico de un mundo infinito y en el dominio absoluto de la especie humana sobre todos los demás seres vivos, ahora el “rey está desnudo” porque hay que reconstruir valores en medio del mundo global, de la postmodernidad, de la era digital, de la veloz incorporación de la inteligencia artificial y de la biotecnología capaz de determinar el propio curso de la especie humana.
El tema de los valores hace referencia a la ética y esta, que proviene del griego ethos, significa carácter, elección de sentido, y definía para los griegos las virtudes y vicios.
Para ello, uno de los temas a abordar, en la re construcción de valores, es axiológico. Para los objetivistas los valores existen en un mundo objetivo, supra humano, eterno e inamovible y los seres humanos solo pueden realizarlos. Los subjetivistas platean que los valores dependen de lo que los seres humanos aspiran desean, de sus ideales, un mundo de valores para cada sujeto. Los sociologistas los valores dependen de que la mayoría de los sujetos los identifiquen como tales, que una cultura, una sociedad, un grupo humano los haga suyos. Los naturalistas, donde podríamos situar al biólogo chileno Humberto Maturana, junto a pensadores de la ilustración y clásicos, que al concebir al ser humano como parte de la naturaleza concibe los valores en una directa relación con la vida a lo cual hay que incorporar el elemento de la relación entre lo biológico y lo social.
Pero los valores existen en el universo humano y se modifican, cambian, de acuerdo a los cambios sociales, históricos y culturales, y con los significados que el propio ser humano concede a distintos fenómenos.
Voltaire, en el siglo de la Ilustración, afirmaba la existencia de una sola moral como de una sola geometría. Era el inicio de la modernidad filosófica, con su certidumbre universalista. Sin embargo, ya en los últimos decenios del siglo XX esta certidumbre y la idea del progreso lineal, determinado por la razón y una visión cientificista de la historia, se desmorona con la afirmación del origen humano de los valores y, por tanto, de la relatividad histórica de ellos, convertidos en el siglo XIX y XX en relatos ideológicos y de poder que han sido des mistificados por la caída de la fe religiosa, artística, política y de los grandes megarelatos que dieron forma a valores constituidos en identidades también sociológicas.
Como bien dice el historiador francés Jerome Bindé, la crisis de valores desemboca en múltiples incertidumbres. Como Paul Valery advertía respecto de los riesgos del predominio del “espíritu” del capitalismo en la formación de los valores, estos se acercarían al modelo del valor bursátil, es decir, los valores circulan en el mercado que genera una multiplicidad de deseos los cuales terminan confundiéndose con los valores morales: realización, felicidad.
Hoy, por cierto, se evoca el nihilismo, la pérdida de sentido. Para Nietzsche , que adelantó la dimensión de la crisis a fines del siglo XIX, “Dios ha muerto” significaba el fin de los valores supremos y la muerte no solo de las ideas de la mistificación y del sujeto sino del hombre moderno mismo. En tanto en Heidegger el nihilismo era la pérdida de sentido, el olvido del ser. El cambio se expresa en que el imperativo de los valores ya no proviene de Dios, ni de las ideologías, ni del Estado como ente uniformador y protector de ellas, sino del propio individuo, casi como una evocación del imperativo categórico de Kant.
La crisis de los valores ya no está referida a los marcos morales tradicionales heredados de las grandes confesiones religiosas sino también de los valores laicos que le sucedieron : ciencias, progreso, ideales humanistas, solidaristas, emancipadores. El crepúsculo de los valores que como indica Vattimo no solo significa el declive del sol cuando se pone sino también cuando amanece , lo cual aparece como la decadencia de la civilización de lo infinito, del desarrollo sin límites.
Bien afirmaba Jean Baudrillar , que en medio de la crisis de la universalidad de los valores, hay una insurrección de las singularidades que marcan la inconsistencia de los valores preconstituidos para siempre, como los hitos de la civilización occidental.
¿Qué tipo de valores entonces en la era de la “insurrección” del individualismo, que si bien está en los orígenes filosóficos del liberalismo, creció, en tanto sujeto sociológico, encerrado en las diversas camisas del colectivismo, del comunitarismo o de las políticas de clases? ¿Qué tipo de valores en la era de la incertidumbre, de la insatisfacción, de la desconfianza hacia cualquier relato lanzado hacia el porvenir; en la era de la pérdida de sentido, de liquidez de las relaciones sociales y de la propia vida? Por cierto, existe la paradoja que mientras la democracia pierde densidad y se debilita por efecto del redimensionamiento del peso de las ideologías y por la reducción del espacio de la “acción colectiva” como gran agente del cambio, a la vez, ella se extiende en el mundo.
Sin embargo, la democracia no es solo un modo de gobernar, solo procedimientos y normas que establecen principios, es también, y esencialmente, una forma de articular la pluralidad de las voces contra las certezas del inmovilismo, contra los prejuicios, contra los impedimentos al cambio cuando el cambio se ha transformado en la única certeza. Justamente porque la democracia debe representar a todas las individualidades y a sus nuevas formas de expresión y de organización, reales o virtuales, y estas individualidades son la expresión del nuevo sujeto mitológico del modelo capitalista postindustrial y es un sujeto autónomo que configura como tal las nuevas libertades y derechos, la democracia es el terreno donde esta nueva realidad debe expresarse y la política, sobre todo la política progresista, debe estar preparada y ser el vehículo que lo posibilite.
Esto implica admitir que las sociedades mas conectadas al mundo global, a sus símbolos, mercado e internet, y a la cultura postmoderna se han tornado más sociedades de individuos que sociedades de relaciones , y esto se advierte incluso en la vida cotidiana de cada uno de nosotros: el celular crecientemente no sirve para hablar por teléfono sino para comunicarse a través del Whatsapp, del mensaje de texto, que es una manera de relacionarse más lejana, más impersonal, menos comprometida, que aquella que se establece en la comunicación directa al escuchar la voz y responder sintiendo al menos una llama de como se encuentra la persona con la cual comunicamos.
Ello no significa que este individuo autónomo no sea portador de valores y un sujeto moral, pero como señala Christopher Lash, construye un tipo de civilización centrada en el yo, en la propia autonomía, y en lo inmediato y a partir de ello se torna prescriptivo. Como diría el economista francés Pierre Cahuc vivimos en una creciente “societe de defiance” respecto de las instituciones, a lo colectivo tradicional y es la exigencia de la inmediatez de las relaciones la que impone los ritmos que este sujeto preso de las comunicaciones digitales y del mercado, le exige a la política y a las instituciones.
Por tanto, la política y los valores progresistas, en la sociedad donde lo característico es la superación del tiempo y del espacio, donde lo predominante son los individuos autónomos e iguales en razón de la misma autonomía -los que sin embargo construyen e imponen agendas de cambios locales o globales- debe considerar este creciente escenario para dar un nuevo respiro a la ciudadanía social, política, cultural ya no determinada por el peso de las instituciones sino de la propia acción participativa de este nuevo sujeto desprovisto del tradicional ropaje colectivo.
Este individuo del capitalismo post industrial y financiero global tiende a adaptarse a la mercantilización y a construir en este ámbito su éxito social, su movilidad, su realización, los espacios de la felicidad. El neoliberalismo no es solo teoría económica es también ideología y por ende influye en la formación de la subjetividad de los sujetos racionales que buscan por si mismo y en agregaciones temporales, episódicas y en torno a temas postmateriales que ocupan gran centralidad en la acción orientada desde las redes sociales, construir conquistas que estén asociadas al mejoramiento de la vida personal y a la superación de discriminaciones que debilitan la igualdad del individuo autónomo.
Sin embargo, el propio desarrollo postindustrial global genera interdependencia, lo cual implica que el factor del crecimiento económico y la disposición de recursos depende menos de las políticas locales, y genera también vulnerabilidad. Los individuos autónomos que se relacionan directamente con el mercado, son vulnerables, la vida se torna frágil, aprenden que las crisis financiera y las catástrofes ambientales amenazan la existencia misma del planeta, la pobreza de un mundo que no se beneficia de la globalización mueve enormes e imparables masas de seres humanos que buscan salir de la desesperación de la pobreza, de las guerras, de la falta de libertades o simplemente asegurar una vida mejor. Hay una sociedad “en riesgo”, creada por el propio capitalismo postindustrial en su poderosa expansión, que hace que el individuo autónomo requiera de apoyo, más allá de su vínculo con el mercado que puede en cualquier momento tornarse precario, y es allí donde ciudadanía, Estado social, regulación frente al abuso, vuelve a tener sentido y a recomponer una relación extraviada.
Ello pasa por comprender que en la sociedad de los individuos hay que dar poder a los individuos y que es a través de la participación donde se puede recomponer la vitalidad de la democracia, a partir de esta nueva sociedad que como señala la filosofo norteamericana Carol Guilligan, autora de la “ética del cuidado”, lleve a una democracia librada del patriarcado, del racismo, del sexismo, de la homofobia y de otras formas de intolerancia, a una democracia que como sostiene Habermas eleve la deliberación colectiva como el proceso a través del cual se debate y se forma opinión pública.
Ya no es posible gobernar como en el pasado, no es mas admisible que el poder sea ocupado solo por las oligarquías de gobierno o los políticos de profesión. Es necesario que los individuos, ejerciendo el rol en este momento de ciudadanos, ingresen a la “stanza dei bottoni” y que los partidos entiendan que hay una lógica de las diferencias que está en la base de la reconstrucción de una democracia extendida y de una ciudadanía integrativa, que los espacios comunes no son homogenizantes y que lo social se instala en esta fase a partir de lo que Michel Foucualt sostenía ya en los 60 “ somos todos gobernados y por ende solidarios”.
Los valores se sitúan con dos aspectos esenciales de la mutación de la sociedad: la globalización y el predominio de las nuevas tecnologías y en particular el impacto global de la revolución digital de las comunicaciones. La globalización, que implica no solo traslado de bienes financieros, económicos sino también culturales, primero a través de la TV satelital y ahora mucho más fuertemente a través de las redes de internet, va poco a poco produciendo un sentido de pertenencia al mundo como si este fuera una aldea, es decir a un mundo global cuyas fronteras son cada vez más tenues. Surge así una suerte de globalización de las conciencias en la medida que ella comienza crecientemente a determinar la forma como el sujeto forma su subjetividad y ello acerca a la idea de una ciudadanía global, es decir de exigencias que se plantean ya no a un gobierno en particular sino al “gobierno mundo” que, como demostración del atraso del rol de la política en la globalización, no existe.
Pero también los valores o la radical reformulación de los valores del siglo XXI se sitúan en el contexto de la poderosa revolución biotecnológica, que esta potenciada por las técnicas de edición genética, y por ende el tema ético es central para preservar la conciencia de nuestros límites y orígenes biológicos. Como bien señala el filosofo mexicano Jorge Linares, se requieren principios mínimos que, salvaguardando la libre autodeterminación de las personas e incluso la diversidad moral y de formas de vida, a la vez, garanticen un límite bioético en la auto mutación técnica de la especie humana. Por ello, en gran medida, la bioética ya es la filosofía predominante del siglo XXI porque establece normas y valores que orientan la conducta humana a proteger y conservar la biodiversidad de nuestro planeta, una nueva relación con los demás seres vivos y, por cierto, porque en el acelerado cambio tecnológico que vivimos debe preservar la naturaleza biológica de la especie humana a través de los nuevos valores inspirados en un humanismo avanzado.