Por Karla Lara Vargas.- Durante los últimos días ha circulado tanto en redes sociales como en los noticieros nacionales un video que muestra cómo un hombre, al estacionar su auto en las afueras de su casa, es víctima de un “portonazo”.
Los vecinos del sector prestan ayuda a la víctima por lo cual quienes intentaban cometer el delito, huyeran. Luego de esto, Seguridad Ciudadana logra su captura, tras lo cual se determina que ambos asaltantes eran menores de edad: uno de 14 y el otro de 16 años.
El “portonazo” es un tipo de delito que, de ser consumado, se clasifica como “robo con intimidación”.
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Según el Centro de Estudios y análisis del delito (CEAD), para los datos referidos a 2022, este delito es el que muestra mayor prevalencia en la Región Metropolitana.
Pero hay otro gran detalle: quienes ejecutan el delito son dos jóvenes. ¿Cómo llegan los jóvenes a involucrarse en este tipo de delitos?
La organización implica una jefatura, que idealmente es un adulto que usa a niños y jóvenes para cometer el delito y a los que paga por este un monto que va entre los $500.000 y $1.000.000 de pesos.
Luego de entregado el auto al cabecilla o a alguno de sus socios o “peones”, este auto va a un taller o una casa donde está guardado por un tiempo a la espera de concretar una venta (alterando los números de chasis y de motor) o un desarme para ser comercializado por piezas.
Tras el robo, la dinámica del ilícito es silenciosa, mientras que la exposición y el riesgo principal es para quienes perpetran el delito.
La ley 20.084, de Responsabilidad Penal adolescente, exime a los jóvenes de generar antecedentes penales y las sanciones -que se enmarcan en una Ley con ánimo formativo más que punitivo- no siempre implican privación de libertad, lo que es sumamente atractivo para quienes ya han desarrollado una trayectoria delictual que los expone a largas penas de cárcel, trasladando la responsabilidad a niños y jóvenes que provienen principalmente de hogares empobrecidos, disfuncionales y en desprotección estatal.
Ante estas problemáticas familiares, comunitarias y el escaso apoyo de las instituciones, niños y jóvenes desarrollan conductas antisociales, tales como, deserción escolar, consumo problemático de drogas, conductas violentas, entre otras, que se ajustan con los perfiles que buscan estas bandas criminales.
El problema es que cuando la institucionalidad logra actuar, enmarcada en la ley 20.084 antes referida, muchos de estos niños y jóvenes ya presentan dificultades para adaptarse a contextos sociales, lo que complejiza el cambio y la reinserción social que les permita en el futuro, acceder a mejores condiciones de vida.
En síntesis, parece urgente trabajar en políticas públicas de fortalecimiento de la familia, su red de apoyo y la mejora multisectorial de las propuestas institucionales; y, sobre todo, trabajar en la educación y la prevención.
Lograr el rescate de esta juventud vulnerada es el rescate que permite mayor equidad e inclusión, pero también se constituye en la protección de quienes podemos ser las potenciales víctimas de estos delitos.
Karla Lara Vargas es académica de la carrera de Trabajo Social en la U.Central
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