Ignorando la complejidad del fenómeno delictivo, promueven una lógica causalista simple basada en una supuesta racionalidad, proponiendo desincentivos que hagan del delito algo menos rentable.
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Ciertamente, lo que hay detrás de todo este discurso, es el renacimiento de las ideas proclamadas por Ronald Reagan de terminar con el Estado social compensando dicha mengua con un enorme Estado penal. En términos simples y poco precisos, los fondos públicos son para seguridad ciudadana y no para seguridad social. Es decir, priorizando el gasto público, el Estado debe construir menos escuelas y más cárceles.
Los elevados costos de ambos pueden ser confusos, especialmente porque no se suelen considerar costos invisibles e imprevisibles. Los Estados sociales suelen traer beneficios de mediano y largo plazo difíciles de cuantificar económicamente.
Cuánto nos beneficia, por ejemplo, una biblioteca pública en una pequeña ciudad que logra impulsar la lectura de sus habitantes. Por otra parte, también resulta complejo calcular el costo económico, pero especialmente social y familiar, de las y los hijos de una persona encarcelada, o las consecuencias, también económicas, pero especialmente humanas, de la reincidencia y el aumento de los niveles de violencia derivados de los efectos criminógenos del encarcelamiento.
Asimismo, la inseguridad social tendrá que suplirse con seguridad privada y autodefensa. Por lo mismo, no es poco usual, ni tampoco es una mera coincidencia, que los defensores del Estado penal sean también los promotores de las armas de fuego para los particulares.
Si miramos los efectos reales que trajeron estas alteraciones en Estados Unidos, comprobaremos que, lejos de disminuir los delitos, las políticas de encarcelamiento masivo y de armas para los particulares se tradujeron en un enorme aumento de violencia y muerte.
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