Por Antonio Leal.- Chile vive una verdadera explosión social. Inicialmente un grupo de estudiantes llamó a evadir los torniquetes del Metro para oponerse al aumento de las tarifas y logró paralizar completamente la ciudad de Santiago. Ello se extendió velozmente, hasta que en un solo día dos millones de personas -un millón y doscientos mil solo en Santiago- marcharon pacíficamente por las calles del país agitando reivindicaciones sociales y políticas largamente anheladas y expresadas por años en múltiples manifestaciones pacíficas que nunca fueron escuchadas.
En medio, violencia de grupos extremos minoritarios, atentados coordinados contra símbolos del crecimiento económico y de expansión social como el Metro, saqueos de delincuentes, respuesta represiva del Estado con estado de emergencia, los militares a cargo del orden público, dolorosas muertes y violaciones masivas a los derechos humanos por parte de agente del Estado. Chile, un país en llamas, suspensión de la APEC y de la CPO 25 que eran signo de un rol de confianza de la comunidad internacional en la estabilidad del país.
Un gobierno sobrepasado por los acontecimientos, incapaz de reaccionar -por su propio ADN, su visión neoliberal y la falta de toda empatía con la indignación ciudadana- frente a las masivas protestas y que, inicialmente, solo fue capaz de recurrir a las respuestas tecnocráticas, casi burlescas, y a la represión. Una izquierda, también sobrepasada -sin rol en el origen ni en el despliegue de las manifestaciones espontáneas coordinadas por las redes sociales, sin liderazgos ni interlocutores– e incapaz de asumir un rol de Estado frente al desvanecimiento de este y de canalizar el descontento, entre otras cosas porque ha gobernado por 24 años y es parte del problema, hacia una salida social y política reconocida como válida por los manifestantes y la ciudadanía en general.
Explosiones sociales de esta naturaleza, masivas e incontrolables porque en su versión postmoderna se auto convocan y no tienen una referencia partidista o gremial, ni pertenecen a un solo sector social y a una sola ideología o visión cultural, se producen, y basta una gota que rebalse el vaso como ocurrió con el alza del pasaje del Metro en Chile o en el lejano Líbano con el impuesto al Whatsapp, cuando se conjugan la ruptura de la cohesión social, el atrincheramiento y desconexión de la elite político-empresarial con el resto de la sociedad, la total desconfianza en todos los partidos políticos y en las instituciones, es decir, cuando la crisis de representatividad es tan aguda que la población decide representarse a sí misma y no acepta mediaciones ni liderazgos de ninguna naturaleza. Cuando el común denominador es la indignación.
La mayoría de Chile está indignada. La incertidumbre, que es una característica del mundo actual, penetra en todo el tejido social por las bajas remuneraciones, el endeudamiento con el cual se sostiene una parte importante de la movilidad social alcanzada en estos 30 años, las bajas pensiones de un sistema como las AFP que ha fracasado, la inequidades en la salud pública, el alto costo de la vida donde casi todo vale más que en el resto del continente, la falta de seguridad frente al aumento de la delincuencia y de la presencia de los grupos narcos en los barrios, la sordera y desconexión de un gobierno y de una elite política que creía vivir en un oasis y que, en cambio, descubre tardíamente que esto se parece más a un pantano que va poco a poco hundiendo a la población a un creciente desmejoramiento de su calidad de vida y, sobre todo, de las expectativas de alcanzar, a través del mercado (que es el medio que impone el capitalismo neoliberal) un mejor horizonte para las familias.
Se desmorona un modelo basado en la promesa de que el crecimiento económico por sí mismo podría brindar mayores oportunidades, sobre todo cuando el crecimiento se detiene por las fracturas globales de la economía, que ha mantenido altos índices de desigualdad en la mayor de los países de la APEC, y donde los verdaderos beneficiados son ese 1% de los poderosos que perciben el 33% de la riqueza y altísimas utilidades en servicios de interés público que son privados y cuando el 50% de la población percibe alrededor de 400 mil pesos mensuales.
Se quiebra así definitivamente un contrato social que ya no responde a las nuevas exigencias de una sociedad interconectada, más informada, con mayor educación, con capacidad de organizarse en redes por sí misma y que ya no acepta más la inequidad, los abusos de los grandes grupos económicos que caracterizan a un pacto que no representa los intereses de la mayoría de los chilenos y no solo de los pobres o de las capas medias vulnerables. De allí la sorprendente transversalidad de las protestas y el altísimo grado de adhesión a ellas.
Pero se quiebra también el contrato político, basado en una transición de la dictadura a la democracia que permitió la subsistencia de una Constitución de origen y contenido autoritario y que pese a las modificaciones del 2005 –que recién después de 15 años logró sacar los mayores enclaves autoritarios y devolver a los militares a los cuarteles– mantiene su ilegitimidad y los signos de una democracia tutelada por el modelo neoliberal que ha subsistido, por los intereses de los grupos económicos que siempre han presionado contra los cambios no solo económicos sino también políticos, por un amplio sector de la derecha política que ha defendido el legado pinochetista y no ha salido plenamente del bulbo autoritario y con instituciones anquilosadas, restrictivas, alejadas de la pluralidad y de la diversidad cultural y normativa del siglo XXI.
Por tanto, para dar una salida a una protesta social que puede continuar, reencenderse y agigantarse, incluso hacerse más violenta -porque la rabia empuja sicológicamente a la violencia incluso a personas que no lo son corrientemente, en cualquier momento, asemejando a la consigna de los indignados españoles “si no nos dejan soñar, no los dejaremos dormir”- se requieren soluciones de fondo y ahora.
Hay que terminar, en primer lugar, con los templos del modelo neoliberal: las AFP y las ISAPRES. Hay que reestructurar un modelo económico que tiene las menores tasas impositivas de la OCDE para mejorar la distribución del ingreso. Hay que avanzar a un modelo con un Estado presente en la economía que defienda a la población de los excesos, regule y controle directamente algunos de los sistemas sociales que hoy son privados, es decir, fin al Estado Subsidiario establecido en la actual Constitución. Hay que construir un modelo de desarrollo sustentable, que proteja el medio ambiente, moderno, innovador, que salga solo de la matriz extractiva y se despliegue en una economía de mayor valor agregado.
Pero también, hay que instalar una nueva Constitución que represente a todos los chilenos. Esta es una exigencia política pero también de sentido, los países se desarrollan cuando tienen, aún en la necesaria diversidad ideológica y en la competencia de opciones de poder, objetivos y un norte común. Una nueva Constitución que nazca de un contrato no solo con los políticos y el Parlamento sino esencialmente con la sociedad y en la cual ella intervenga en su génesis y aprobación. Lo primero es plebiscitar si la sociedad quiere una nueva Constitución. A la vez, el mecanismo con el cual ella se formula. La derecha debe dar prueba, en medio de las protestas, de que no se queda en el pasado, que es capaz de enfrentar un proceso de democratización de la sociedad, demostrar que tiene propuestas culturales y normativas que la alejen de lo que hoy defienden: la herencia constitucional de la dictadura. Si ello, ocurre, tendremos un país mejor porque nos cotejaremos en el ámbito de las opciones democráticas sin tutelajes de ninguna naturaleza.
Con ello, sin letra chica, se puede dar una salida democrática a la crisis social que ha desbordado el statu quo. Se puede con ello también aislar a la violencia, a los grupos violentistas políticos que creen que destruyendo el Metro, o enfrentando con molotov a la fuerza pública o quemando un hotel, destruyen el sistema. A los delincuentes –dentro de ellos probablemente también los narcos- que están organizados esperando las grandes aglomeraciones para incendiar y saquear. A quienes despliegan la ideología de la violencia que finalmente ensucian las movilizaciones de los millones que protestan pacíficamente y causan daño a los más pobres.
Ninguna connivencia con la violencia: ella debe ser combatida con los instrumentos que el estado de Derecho establece y con el rechazo de la propia ciudadanía. Sin embargo, la violencia no es solo un tema de orden público, es también un fenómeno social a través de la cual grupos buscan visibilizarse, constituirse en una expresión en un mundo que los ha marginado. Por ello, para identificar a estos grupos, se requiere trabajo de inteligencia preventiva, que Chile no tiene, y una mayor capacidad operativa en territorio de las policías. Pero también políticas sociales y culturales que permitan que, al menos, la frustración generacional que existe y tiene motivaciones políticas, se encauce en un contexto de mayor diálogo e inserción en una sociedad que brinde a todos mayores oportunidades. Los jóvenes que promueven, bajo la ideologización o la frustración, la violencia no son extraterrestres, son parte de nosotros, a veces nuestros hijos o hijos de nuestros amigos, nuestros alumnos; no están ubicados solo en un estrato social porque la frustración no es solo un fenómeno de marginalidad económica sino también de exclusión cultural, de afectividad, de sentimientos, de horizonte.
La duda, es si el gobierno, porque es el que tiene los instrumentos para propiciar los cambios, tendrá el coraje político, social y el compromiso democrático para avanzar en estas reformas estructurales o recurrirá al gatopardismo esperando que todo se calme en la desidia y el cansancio y sin mirar que esta sociedad de millones movilizados estará alerta y que el próximo estallido puede arrasar con todo lo que defiende y creen.
Antonio Leal es Sociólogo, Doctor en Filosofía y Académico de la Universidad Mayor
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