Por Roberto Fernández.- Si pudiéramos observar desde fuera el funcionamiento de nuestra sociedad, en una primera mirada nos parecería evidente que somos seres sociales, que estamos obligados a convivir juntos, que tenemos conciencia de ello y que, por lo tanto, al decidir y actuar privilegiamos siempre el bien común y la colectiva creación de herramientas, por sobre todo.
Sin embargo, si lo analizamos un poco más en profundidad, vemos que no es tan así. La búsqueda de formas de organización para desarrollar nuestras vidas de manera armónica respecto a los otros y la naturaleza ha representado una dificultad permanente desde el comienzo de la civilización. Lo ha sido y evidentemente lo sigue siendo en la actualidad.
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Aunque no ha sido una tarea fácil, tenemos que reconocer que en tanto humanidad hemos logrado al respecto progresos notables. Mirado desde una perspectiva histórica, hasta hace relativamente poco tiempo la cotidianeidad de la mayoría de las personas eran las guerras, las epidemias y las hambrunas.
Hoy muere más gente por suicidios y diabetes que en conflictos armados. Hemos logrado controlar la mayoría de las epidemias, aunque el coronavirus nos mostró que debemos estar siempre atentos y es raro que alguien muera de hambre en el planeta.
Más allá de que seguimos constatando inmensas desigualdades e injusticias, nadie podría negar que las condiciones materiales de vida de las personas han mejorado notablemente estas últimas décadas en todos los continentes.
Ahora bien, si hacemos un recuento de la vida en comunidad centrándonos en los derechos individuales y sociales, vemos que el camino también ha sido largo, sinuoso, doloroso. Así la historia nos ha llevado a lo que hoy estamos viviendo, un cierto consenso, en todas las culturas, de que la democracia es, hasta ahora, el mejor sistema de convivencia que hemos logrado construir, a pesar de que la forma en que se ejerce se ha prestado para interpretaciones y abusos.
Aquí vale la pena recordar que en lo esencial concebimos la democracia como la separación de los poderes del Estado, la libertad tanto de expresión como de organización y la elección de las autoridades que nos gobiernan.
Si entendemos la política como la gestión del bien común, podemos darnos cuenta de la importancia que ha tenido en la evolución de la sociedad humana.
Otro aspecto fundamental a considerar es que la democracia conlleva el reconocimiento implícito de que si bien todos somos teóricamente iguales en derechos no lo somos en relación a nuestros intereses, sobre todo en sociedades tan complejas como las actuales donde estos son múltiples, desiguales y muchas veces contradictorios.
Aquí es donde el concepto y la práctica de la negociación pasan a jugar un rol esencial en el funcionamiento equilibrado y armonioso del sistema, por lo que el recalcarlo ayuda a legitimarla y darle fuerza.
Intentemos aterrizar ahora este marco más bien histórico conceptual en la realidad chilena.
Si el sentido de la política es la gestión del bien común y esto lo hacemos a través de la negociación, el rol de los dirigentes y los partidos pasa a ser fundamental, por los efectos que esto tiene en la vida de todos nosotros.
Las normas y leyes que regulan nuestra convivencia las dictan los gobiernos y los parlamentos. Este es un dato duro de la realidad, nos guste o no, y son los partidos los instrumentos indispensables en el ejercicio concreto de esta actividad. En la mayoría de los casos designan a los candidatos que la ciudadanía elegirá como presidentes de la República, senadores, diputados, gobernadores, alcaldes y concejales. Esto ha sido una constante en nuestra historia republicana.
Hasta aquí todo bien, en teoría el sistema funciona. En la práctica es totalmente diferente. En todas las encuestas, desde hace años, los dirigentes y los partidos políticos cuentan con la desconfianza y el rechazo de alrededor del 95% de la población.
Esto es muy muy grave y peligroso, una muestra evidente de que el sistema no está funcionando. La falta de interés y desidia de la gente, aunque comprensible, ayuda a que escenarios complejos y difíciles de manejar se pueden manifestar.
Aquí el problema lo resolvemos entre todos o nos hundimos todos juntos. O nos transformamos en espectadores quejumbrosos o intentamos cambiar para bien las cosas.
El que los dirigentes políticos hayan privilegiado sus intereses particulares, personales o de grupos al hacer política, desvirtuándola y deslegitimándola, ¿significa que el sistema es inviable? Pregunta de difícil respuesta dado que no conocemos otro que funcione mejor, lo que no significa que no podamos imaginar uno.
Esto nos lleva a deducir que, por ahora, la urgencia es mejorarlo entre todos. Nada impide que un número relativamente pequeño de personas se inscriban en los partidos políticos, pasen a controlarlos y hacerlos operar adecuadamente.
Otro aspecto a destacar es la necesidad de incorporar de manera explícita la ética y la moral en la acción política. Extrañamente estos aspectos esenciales de la condición humana no aparecen claramente expresados en los discursos ni los programas partidarios.
Sin ellos la política se transforma sólo en la búsqueda de poder, un fin en sí mismo, para aprovecharlo y disfrutarlo y no en un medio para mejorar la calidad de vida de la gente.
A pesar de que estamos viviendo una época de temor, desconfianza e inseguridad aun existen razones para ser optimistas. Aunque parezca paradojal las encuestas muestran que la mayoría de los chilenos se manifiestan felices en sus vidas privadas. Tal vez esto se explica porque tienen un sentido de familia, amistad y religioso importante. Si pudiéramos llevar este sentimiento a lo social al mejorar sus condiciones de vida, nuestro futuro sería más esperanzador.
Para ello hacer de la política una práctica social eficiente y una negociación de intereses sería y responsable se convierte en una urgencia.
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