Por Alvaro Medina Jara.- Su presencia era magnética en los pasillos del Congreso. Para sus colegas más jóvenes, era la brújula. Si Fidel Oyarzo estaba acercando el micrófono a alguien, era porque de ahí salía una noticia. Para sus colegas más antiguos, era un amigo entrañable.
Fidel era un hombre alegre. En su rostro nunca faltaba la sonrisa. Pero también era el de la mente que podía ver la política en su totalidad. Sabía no solo sobre los movimientos y partidos, sino que conocía a cada político personalmente, sabía sus puntos fuertes y sus puntos débiles, sus formas de ser y sus familias.
Sabía. Y compartía su conocimiento y su alegría.
Creía que el periodismo era una forma de mejorar el mundo. E intentaba llevarlo a cabo. Cuestionaba, indagaba. No dejaba a nadie tranquilo y sabía dónde estaba la noticia.
Cuando hacíamos las pautas de entrevistas dominicales en La Nación, acordábamos el entrevistado el día sábado en la tarde. El no pasaba por encargados de prensa ni asesores. Tenía los teléfonos personales de todos, absolutamente todos los políticos. Admirable. Todos le contestaban. En 15 minutos estaba listo lo planeado.
Pero un perfil de Fidel Oyarzo es incompleto sin hablar de su forma de ser como persona. Más allá del trabajo que lo apasionaba. Nuestras reuniones o juntas siempre eran bajo el manto de una nube de humo. Nuestras conversaciones, sobre la vida, porque era un hombre que se preocupaba de lo que le pasaba a uno, en lo personal, en lo afectivo, en tus procesos de crecimiento y dolor. Él mismo compartía los suyos, así como sus alegrías, sus aprendizajes y superaciones. En mis peores momentos, Fidel Oyarzo prestó su hombro y sus oídos para escuchar atentamente las penas y dar a conocer las suyas. En mis mejores momentos, Fidel estaba ahí para compartir su sonrisa amplia.
En resumen, Fidel Oyarzo fue un hombre bueno. De esos que hacen tanta falta en el mundo. Y se le extrañará profundamente.
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