Por Fernando Martínez de la Cruz.- Los pronósticos más sombríos sobre el despliegue del contagio se estarían confirmando. Chile no evade los escenarios más críticos que han sacudido al resto del mundo y, particularmente, a las economías más desarrolladas, vinculadas internacionalmente con importantes flujos de tránsito de personas y mercaderías. Podría ser peor. No será esta ni la última ni la más letal de las epidemias que podamos esperar.
No se tiene antecedentes de una situación tan indescifrable capaz de convulsionar tanto las relaciones sociales, las instituciones, los valores, desnudando dramáticamente la fragilidad de la construcción social en la que vivimos. Lo impredecible del proceso de la pandemia ha llevado a las personas, quienes carecen de información, a entidades económicas e incluso a autoridades municipales, a pedir la protección del Estado, pero no en su definición subsidiaria, única entidad supuestamente indestructible. Al mismo tiempo los ciudadanos desde el fondo de su angustia personal, han interpelado sin resultado a quienes se supone detentan el saber, autoridades bien informadas y científicos, deseando con vehemencia y anhelo las adivinaciones o vaticinios que anuncien el término de la pandemia y el ansiado retorno a las vidas anteriores. Pero las respuestas son claramente insuficientes para reestablecer la confianza en medio de tanta inseguridad y no logran esconder fundamentos meramente hipotéticos. El saber que revelan es una visión de la realidad forjada a base de presunciones y voluntarismo.
El gobierno y su fragmentada coalición política no logran sostener sus ideas de fuerza y modifican sus discursos explorando opciones para mejorar la sintonía con la esquiva ciudadanía. Este intento es complementado de manera errática y poco prolija con iniciativas de ambigua interpretación. Ambos propósitos confirman una preocupación contante por copar la agenda mediática. Se entrevé, sin exceso de perspicacia, que en ningún momento ha estado ausente el efecto profundo del trauma ocasionado por la crisis social y su eventual reaparición.
El poder económico y sus reflexiones
Desde los países anglosajones, pasando por Brasil con bastante impudicia, se advierten fragmentos de miradas “darwinistas” pintadas de negro con las ideas del reverendo Malthus, donde el choque de la pandemia debiera suponer finalmente la sobrevivencia del más apto. En la perspectiva de esas sombrías visiones, se debiera privilegiar el retorno a la normalidad, es decir al funcionamiento pleno de la economía, asumiendo los sacrificios humanos que inevitablemente conlleva la pandemia.
En el centro de esta idea se distingue la subvaloración del costo de la enfermedad, restringido a un porcentaje menor de los infectados. Ese porcentaje menor de vidas no equilibra las consecuencias económicamente inmovilizadoras de las medidas de aislamiento. Aquí, los sectores conservadores que sostienen esta opción han flexibilizado sus opiniones sobre el valor de la vida, instaladas en las discusiones sobre el aborto y la eutanasia, aceptando exclusiones debidas a causa de fuerza mayor.
Pero la postura no ha sido fácil de sostener en Chile considerando la dramática dimensión que han adquirido los contagios en EEUU y Brasil. Finalmente esta postura ha cedido el paso a una versión más “soft” cuyo eje es la reducción de la velocidad del despliegue del contagio que extendiendo los plazos, por la misma vía alejaría la eventualidad de un rebrote de la crisis social.
Los profesionales de la salud
El rol de los profesionales de la salud ha sido identificado con heroicas y extenuantes jornadas con permanentes riesgos personales de contagio, en un desvalido sistema de salud con escasez de insumos básicos. Esto da cuenta de lo difícil de la profesión médica cuando los casos críticos comienzan superar la capacidad de atención. ¿De ser excedida esta capacidad corresponderá a los profesionales de la salud elegir la sobrevivencia del más apto? ¿Quién decide y cómo?
Paralelamente, se ha podido advertir que el interés de otros grupos de profesionales de la medicina no ha residido ni en las vacunas y ni los tratamientos médicos (pues no existen). Las preocupaciones de estos profesionales, alejados de los aspectos más clínicos, no se han distanciado demasiado de las ideas de los partidarios del inevitable sacrificio, pero en una versión más “soft”. Lo que los ha distinguido de la versión más extrema ha sido principalmente la mayor exigencia en el nivel de esfuerzo que debe comprometer el sistema público para reducir la velocidad del incremento de los contagios.
Pero aún con esta opción suavizada existe una interrogante que la ciencia no ha resuelto y que cuestiona el fundamento mismo del sacrificio de los menos aptos: ¿El contagio crea realmente inmunidad?
La ética del poder y el gobierno
Gestionar la epidemia supone primero tener evidencias que casi no existen, para luego lidiar simultáneamente con las características intrínsecas del virus, las conductas naturales de la población y los recursos ahora disponibles. Todo eso recurriendo a procedimientos y prácticas bastante inhabituales que funcionan a través de restricciones a los derechos tradicionales. ¿Han tenido las autoridades el reconocimiento y la envergadura suficiente que exige esta compleja misión? ¿Cuánto pesa aún en el gobierno la opción preconizada por algunos poderes para-institucionales según la cual, debido a la menor letalidad, el contagio masivo sería una rápida opción de recuperación que permitiría a la economía volver a funcionar en menor tiempo?
En un Chile convaleciente de una inédita crisis social, las convicciones de la administración se han ido transformando con el paso del tiempo, esculpidas desde el inicio a base de rudimentarias conjeturas carentes de perspectiva y volubles enfoques acríticos destinados a reforzar puntos de vista bien asentados en trincheras de apreciación política. Al ministro Mañalich, con el entrecejo arisco, le correspondió posesionarse de la voz oficial de la administración, entregando comprimidas estadísticas diarias y anunciando medidas de variada trascendencia. La autoridad ha mantenido hasta ahora esta lógica. Con una simplificada contabilidad ha escrutado hasta las más tenues señales de inflexión en el crecimiento ascendente del número de contagiados. Durante todo un período se pudo reconocer la ilusión de un apostador jugándose por un resultado definido a priori. Con el visible propósito de remozar la debilitada imagen del gobierno, inicialmente fueron un conjunto de disposiciones de aparente “buena administración” que colocaban a Chile en el top ten de las buenas prácticas, respaldando las decisiones de la actual dirección del aparato público y promoviendo las “únicas respuestas razonables” a las condiciones impuestas por la pandemia. Como trasfondo siempre fue posible percibir advertencias apenas encubiertas sobre el debilitamiento cada vez mayor de la economía que hacía emerger un nuevo flanco de amenazas. Este último mensaje estaba destinado a quienes pretendieran privilegiar excesivamente los derechos a la salud de la población por sobre la necesidad de retorno a las actividades económicas, pero también a la eventual resurgencia de la rebeldía social reforzada por la pandemia.
En esta primera versión, azar mediante, si los hechos hubiesen tomado el curso esperado, entonces correspondía aseverar que la crisis de salud habría sido bien gestionada. En caso contrario, si los hechos hubiesen tomado otro curso, la raíz del fracaso siempre habría sido posible imputarla a la irresponsabilidad de los ciudadanos administrados, incapaces de comportarse de manera prudente aunque sean quienes asumen directamente los costos, aunque desconfíen de las voces oficiales y aunque no sepan qué les depara el futuro. La extensión de las decisiones a otros actores de la sociedad, los asesores de la “mesa de ayuda”, sólo fueron una manera de legitimar las decisiones de la autoridad, pues los consejos prudentes fueron poco y tardíamente escuchados.
Paralelamente, el gobierno ha contado con el poderoso apoyo de los medios de comunicación que se han hecho eco de sus argumentos, fustigando sin misericordia a los díscolos ciudadanos por vulnerar las directivas sanitarias, endosándoles a sus angustiadas peripecias las raíces de la amplitud de la epidemia.
Complementariamente, las figuras visibles de cada día han sido los alcaldes de gobierno, que aunque críticos, son importantes activos en el futuro político inmediato de la coalición de gobierno.
Pero para desgracia de la administración política, el azar no ayudó. Los hechos de la pandemia siguieron otro curso con peores escenarios que los más extremos previstos. Lentamente, el gobierno varió su discurso triunfalista sin reconocer sus errores. Apareció entonces un patético llamando a la unidad nacional para hacer frente a una guerra ficticia contra un enemigo minúsculo, que no declara propósitos de poder, que no desarrolla planes, que no tiene alto mando ni nación, pero que se despliega hábilmente usufructuando de la conducta humana. No es la primera vez que el leguaje del presidente recurre a alusiones bélicas para promover unidades artificiales en situaciones de crisis. Es una vieja y falaz herramienta que teniendo en cuenta la situación del país previa a la pandemia, parece más bien un despropósito.
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Pero para una administración asediada por dificultades de todo orden, incluidos sus propios errores, no existe preocupación por el decoro que la haga vulnerable. El cambio de discurso se lleva a cabo sin aflicción, reconociendo la condición de gravedad de la pandemia, esta vez más cercana a las opiniones iniciales de especialistas, alcaldes y otros actores sociales. El gobierno tiene perfecta conciencia que no tiene alternativa, pues las capacidades de infraestructura hospitalaria que separan la vida de la muerte para muchos infectados, ya han sido alcanzadas sin que sea aún posible visualizar una inflexión en el crecimiento del número de contagiados.
Las medidas paliativas inadecuadas y tardías
Aunque no es el propósito de estas líneas referirse las medidas económicas impulsadas por el gobierno, es útil destacar algunas de sus falencias, en plena concordancia con los principios descritos previamente.
Las grandes iniciativas destinadas a mitigar las consecuencias de la crisis fueron inicialmente las condiciones especiales para los contratos de trabajo. Los beneficios fueron muy bien apreciados por las empresas y percibidos de modo desfavorable por sus trabajadores, muchos de los cuales han sufrido desde entonces la interrupción de sus flujos de ingreso. En contrapartida los habilitados han podido recurrir transitoriamente a sus propios recursos cotizados previamente en las reservas de cesantía.
El gobierno temeroso de los efectos negativos sobre la demanda ya castigada por las medidas de contención, consintió respaldar financieramente a las empresas, apoyo que se ha desvirtuado al ser implementado por el sistema financiero que no ha transferido masivamente los beneficios anunciados a los destinos indicados.
Posteriormente han proliferado diversos mecanismos destinados a proporcionar recursos de apoyo a categorías sociales vulnerables. ¿Y qué pasa con quienes han perdido sus fuentes de ingresos, siendo ligeramente menos vulnerables que la categoría definida? Como ha sido descrito, varios de estos mecanismos han sido confusos y poco eficaces, levantando fundadas sospechas de su naturaleza efectista destinada a cumplir con un libreto comunicacional.
La angustia de los díscolos administrados
Las personas que han sobrevivido a los años de ultra-liberalismo y a la crisis social interrumpida por la crisis sanitaria, tienen razones para estar incómodos. Pero a la autoridad política no le intranquiliza que en el presente los angustiados ciudadanos vivan una verdadera sequía de información (finalmente no sólo es local sino también global). Habitualmente, aún los no iniciados esperaban información concluyente ampliamente consensuada con pautas sostenidas por agrupaciones científicas. Pero lo que se vio fueron conjeturas de distintas fuentes de origen, incluyendo comprobados expertos, que han representado el proceso de contagio a través de funciones no lineales que dependen exclusivamente… del paso del tiempo.
No se han percibido ni discursos ni actos de administración destinados a ayudar a las personas a aceptar los enormes sacrificios necesarios en la defensa de sus vidas y las de su entorno. Tampoco se han entregado informaciones que permitan comprender los escenarios inciertos por los que sus vidas probablemente van a transitar en el futuro. La autoridad ha promovido sus visiones través de una simplificada contabilidad que ha buscado todas las oportunidades de comunicar las anheladas señales de inflexión en el crecimiento ascendente del número de contagiados.
Ante tanta incertidumbre, en la mayoría de las personas no irradiadas por el saber profundo, permanece hasta hoy la sensación que la crisis sanitaria finalmente la deberán enfrentar solos y sin tener nociones de cómo predecir el “cortísimo” plazo.
Después de la epidemia
El contexto ha actualizado vertiginosamente las premisas y convicciones sobre las amenazas que a corto plazo apuntan a la especie humana y a su entorno. Atrás están quedando las certezas y pretensiones arrogantes de control y dominio absoluto sobre la naturaleza, alardeado por quienes desde el poder de decisión política y económica han intoxicado durante mucho tiempo la razón del ciudadano corriente con alucinaciones de invencibilidad y confianza. Lentamente van quedando atrás las convicciones sobre la imbatible naturaleza del mercado regulador de la actividad humana, sobre las prerrogativas de la humanidad por sobre el medio-ambiente y sobre la propiedad exclusiva de la verdad y sus vías únicas de progreso social en el desarrollo humano.
Es natural que el sentido común colisione con las expresiones soberbias del Presidente cuando aseguraba tener el control del desarrollo de la pandemia desde el inicio. Lo que es una tragedia es el desaprovechamiento de la información. Aun cuando la geografía había demarcado el avance del contagio del hemisferio norte al hemisferio sur y era fácil interpretar los estados de desarrollo de la pandemia como el contagio entre compartimentos diferenciados por limitaciones geográficas, también era previsible una estanqueidad que se iría resquebrajando poco a poco. En Chile, con los múltiples hechos preliminares anticipados en el hemisferio norte, había suficientes antecedentes para tomar enérgicas medidas preventivas, al igual que otras naciones identificadas con una buena administración de la crisis. Los resultados nos muestran que no fue el caso.
Pero el libreto comunicacional de la autoridad no considera que los errores cometidos formen parte del aprendizaje necesario. En la perspectiva del gobierno, el tiempo debiera intervenir a su favor, restituyendo parte de su debilitado apoyo y desplazando a un horizonte no definido el fantasma pavoroso de la sublevación social. Resultaría fácil enarbolar la pandemia misma y sus consecuencias económicas contra las desaprobaciones de la oposición parlamentaria y los persistentes espíritus rebeldes dispuestos a reactivar la crisis social. No se requerirían grandes esfuerzos para recriminarlos por propagar infortunios y atentar contra el bienestar de los chilenos.
Pero eso no es poner el foco en la pandemia. Aunque ningún país del mundo está preparado para enfrentar situaciones de esta naturaleza, desgraciadamente es altamente probable que esta pandemia no sea la última. Por estas razones, aunque parezca pretensioso, algunas conclusiones afloran naturalmente con finalidad de mejorar “el saber hacer” y apartar de la administración de la crisis las agendas externas y ocultas:
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