El cientista político Max Oñate analiza las elecciones recientes en Chile y la dinámica que aumenta la participación en un contexto de voto obligatorio.
Por Max Oñate Brandstetter[1].- «Creo que estamos ante un electorado sin una pizca de buena voluntad, más bien solo de castigo y venganza. Hay que prepararse para un chapuzón de magnitud». Marta Lagos.
Por regla general, los resultados electorales en Chile, no son abordados para entenderlos, sino “explicarlos” y “justificarlos”: que la lista A (tradicional) está agotada en tanto que la lista B (alternativa de cambio en la dirigencia institucional) es la única posibilidad real para la continuidad representativa o, simplemente, se afirma que es un grupo que carece de experiencia en caso de ser derrotada. Fin.
Las piezas clave para entender los procesos electorales son las formas de participación (qué es lo que se vota y cómo se vota) y la demografía (cuántas personas).
Las democracias occidentales desarrollan niveles relativamente estables de participación electoral. Cuando esta participación aumenta, lo hace en directa proporción a aquellas candidaturas que realizan mayor gasto electoral, y esto ocurre por una razón muy simple: su propaganda aparece más veces.
Esto no quiere decir que la alternativa tradicional no obtenga mayor cantidad de votos que cuando ganó, sino que la fuerza gravitante del aumento se concentra proporcionalmente sobre la candidatura con mayor capacidad de difusión. Esto sucede porque la actividad electoral sostenida en el tiempo tiende a desarrollar bloques de respaldo electoral estable y más o menos distribuido de forma tradicional y organizada entre las diversas ramas del abanico de oferta electoral y, por tanto, al experimentar cambios demográficos en la participación, ocurren transformaciones (muchas veces “inexplicables”) en los resultados electorales.
Desde hace unos años -anteriores a la crisis institucional de 2019- la forma de distribución de propaganda electoral se realiza de forma exógena al sistema de partidos. Este es un antecedente que por sí solo describe que el sistema de partidos no goza de buena salud ante la ciudadanía: TODOS (o muchos) se presentan como si fueren candidatos independientes y fuera de pacto.
Razones de sobra existen para entender la crisis de confianza de las instituciones y la desafección del sistema de partidos, que no caben dentro de un pequeño artículo.
En Chile, durante un proceso de 30 años de procedimiento electoral, notamos que en un primer momento, las personas en su mayoría decidieron no inscribirse en los registros electorales. Cuando fueron inscritas de manera forzosa (voluntariedad con inscripción automática) no participaron y rechazaron dos veces la propuesta constitucional de recambio a la vigente cuando se forzó su participación.
En ambos plebiscitos de salida, los votos nulos y blanco fueron menores a la última elección representativa, que formaba el consejo constituyente, en la que se registraron 2,7 millones de “no válidos”, superando las elecciones de 1997 en ese sentido.
Ahora bien, cabe preguntarse: ¿Por qué el Partido Republicano logró un soporte electoral, en pleno proceso constituyente, sin poder traducirse en una extensión de la fidelidad electoral para las siguientes elecciones representativas? Todo apunta a que se trató de una fiebre sin respaldo, anclado a un dudoso exitismo que atrajo apoyo de los electores forzados.
Otros grandes derrotados en esta ocasión fueron los partidos Amarillos por Chile y Demócratas (¿Republicanos y Demócratas derrotados? Suena como una película de terror norteamericana), que por parte de los primeros tienen un diputado (Andrés Jouannet) sin ganar elecciones y en conjunto con el segundo partido tienen una caja de resonancia publicitaria gigantesca, pero no prenden en los nuevos electores y por parte de los electores tradicionales no reciben apoyo gravitante. Los votos nulos y blancos superan por mucho el apoyo electoral de estos partidos.
Las masas de apoyo electoral de corte tradicional no cambiarán sus preferencias y votarán por los bloques electorales de siempre, en tanto que la mayoría del padrón electoral (el histórico bloque de “no inscripción” y luego “abstención”) se inclinó a la votación de nulos y blanco quedando muy poco espacio para aquellos apoyos circunstanciales que causaron alternancia en el poder (como en Santiago y Huechuraba, entre otros), por cierto, respaldando las candidaturas que mayor cantidad aparecen en propaganda.
¿Existe alguna manera de cambiar el curso de esas “decisiones” electorales?
Con el nivel de desafección al sistema de partidos pareciera imposible responder positivamente a esa pregunta. Sin embargo, en el caso hipotético de que todas las candidaturas tuvieran una misma cantidad de propaganda distribuida, la adhesión a las mismas pasaría por los contenidos programáticos y no por la pirotecnia propagandística, lo que podría darle mayor sentido al voto obligatorio mal anclado en este país.
Conclusión: no haría falta forzar la participación en un clima donde los propios candidatos afirman no pertenecer al sistema de partidos, siendo concientes de que la corrupción y el abuso institucional debilitan la fe pública y nadie está dispuesto a cargar con esa responsabilidad.
Dados los constantes cambios en la forma de participación en el sistema político, no tenemos un antecedente estable para poder determinar dónde se producirá alternancia en el poder, pero es posible utilizar como antecedente el uso del dinero como elemento clave en la distribución de propaganda electoral, y con resultados en la mano sabremos si los que ganan son aquellos que destinan menor dinero al gasto electoral.
La relevancia de las elecciones de octubre 2024 para la historia del desarrollo electoral, está dada en tanto fue la primera vez que se realiza un procedimiento de votación en dos días –entiéndase dentro del contexto representativo y no plebiscitario- bajo el formato obligatorio y de inscripción automática, sin que se construyera en el mediano y largo plazo un relato de “fraude” como ha ocurrido con Bolsonaro, Milei y hasta el presidenciable Donald Trump, quien además realizó el asalto al Capitolio y no pierde por ello las credenciales democráticas para repostularse.
En Chile se están “purgando” fuerzas de representación al interior de la derecha, compitiendo en listas distintas incluso, pero no existe una distancia ideológica real entre la UDI y el desprendido partido Republicano, que en términos de pirotecnia electoral, juega a posicionarse más a la derecha, pero sus performances políticas coinciden con las derechas de la región, incluyendo a Trump a su catálogo de influencias.
¿Las izquierdas habrán aprendido que cuando se despliegan agendas políticas de derecha (aquellas pertenecientes a los candidatos que ellos mismos derrotaron) deja un espacio entre “sucedáneo vs original”, el público se inclina por el original; obteniendo de paso y en forma gravitante, la desafección de su propio electorado?
El conflicto mayor que se esconde en este evento consiste en el ritual de “la fiesta de la democracia”, que se traduce en “ir a votar para no pagar la multa”, en un clima de abuso y corrupción, que no permite echar raíces en la representación. Este antecedente reviste gravedad, pero también la imposibilidad de mirar los procesos electorales con mentalidad de barra brava (A vs B), porque no hay compromiso electoral –a pesar de la obligatoriedad- y los resultados no son analizados a partir de los filtros y refinamientos –asignación de votos por escaños- sino por el mero interés partidista, todavía muy lejano para la mayoría del padrón electoral.
[1] El autor es Cientista Político, licenciado de la Universidad Academia Humanismo Cristiano.