Por Javier Maldonado.- Si Liliput, la isla imaginada por Jonathan Swift, el irlandés británico doblemente isleño, era gobernada por matemáticos que conformaban la clase política dirigente, en el extremo oriental del Mar Común su gemela, Chiliput, es gobernada por calculadores, que de modo natural, hay que decirlo, no mal intencionado, aunque sí majaderamente reiterativos, basan sus ideas –que es cierto no son muchas- en el error persistente generado por unos hilvanes propios de un relativismo técnico e ideológico que constituye la esencia de “una patria equivocada, empantanada en la injusticia y la mentira”, en palabras del lonko Kallfukurá, citadas por el escritor neomaulino Lizama-Murphy.
Es una cita razonable, aun que no lo sea desde el punto de vista políticofilosófico. Los calculadores chiliputenses se pasan los días creando conjeturas de imposible resolución y diseñando promesas técnicas de complejo cumplimiento, dado que el más tozudo adversario del país es “el sistema”, cuya avanzada de contención es el invencible frente burocrático. Podría decirse que el enemigo N°1 de los ciudadanos de a pie es el propio Estado. Pero quizás lo más extraordinario de la isla continental sea la generación, cada treinta años, de una sociedad de líderes de muy diversa monta y calaña, de persistencia endogámica inalterable, que cumplidos sus períodos de ligeros aportes técnicos dedican su tiempo libre a conspirar contra todo lo que ayudaron a construir, amparados por su portentoso y monstruoso sistema institucional de gobierno.
En términos socioeconómicos, la conformación social de Chiliput da cuenta de la existencia histórica de dos clases sociales estándar, es decir, ricos y pobres, así en términos genéricos; pero, además, con una tercera clase experimental de origen aristotélico llamada “clase media”, que entre sus características se cuenta la obsesión de algunos ricos o, dicho de otro modo, de algunos funcionarios subalternos de los ricos intermedios por favorecerla sin una finalidad precisa. Por otra parte, las dos clases tradicionales se subdividen, además, en variadas subclases considerando técnicamente los grados de riqueza y de pobreza respectivamente. Raya para la suma, dados los términos generales de cálculo, el asunto es que las cuatro operaciones elementales utilizadas por los calculadores del ministerio del Cálculo –también conocido como “el epicentro del error supremo”- en realidad son dos: dividir (para concentrar) y restar. La pasión por las reducciones (que son modos lúdicos de restar) contribuye a que en la práctica las tres clases sociales del país sean sólo una, la muy famosa e incierta clase media, con sus tres componentes, a saber: clase media alta, clase media y clase media baja (tres condiciones distintas y un solo modelo, no más) que se caracterizan por factores de extrema complejidad y suspicacia, dada su tendencia lábil que significa que en tres meses de diferencia el ministerio de la Clase Media puede registrarte un mes en cada una, resultando entonces que las políticas diseñadas por la Autoridad para solucionar de inmediato los problemas del sector, se topen con los evaluadores cuya función exacta es relativizar las urgencias y crear anotaciones en los más creativos y diversos estilos de ese lenguaje colateral denominado “letra chica”, expresión de contenidos diseñados para contradecir, y neutralizar, las promesas ofrecidas en letra grande.
Tal vez el sistema imperante sea único en la economía universal: progreso regresivo. Y es que Chiliput es el resultado del experimento económico teórico impuesto por una secta de iluminados unificados por la doctrina del Error Esencial como componente factor refundacional. Queda nítidamente claro que esa jerigonza es la justificación para la más obscena concentración de la riqueza desde el rey Midas hasta hoy. Cifras al canto dicen que en la economía de Chiliput, 26.000 individuos, registrados en una población de 17 millones de habitantes, poseen un total de US$ 140.000 millones. Ahora bien, esos 26.000 son todos, cual más cual menos, chilepuntenses, es decir, privilegiados de alguna de las inciertas clases medias ya explicadas. Ni el autor de “La riqueza de las Naciones”, ni el autor de “El capital”, tuvieron la capacidad de soñar, ¡qué va soñar!, imaginar una realidad tan brutal y anómica. Y si aún queda algo para sorprenderse, eso sería que es inexplicable cómo 17 millones dueños de nada pueden tanto menos contra 26 mil dueños de todo.
Culturalmente hablando, la cosa chiliputense crea algunos matices interesantes, a saber: los ricos en su riqueza quieren mostrarse como pobres, o como no tan ricos o mucho menos de lo que los demás suponen, incluso las instituciones encargadas de saberlo, ocultando de modo alambicado su verdadera condición, por una parte, y por otra parte, los pobres que buscan parecerse a los ricos ocultando a su vez su condición de base y cargándose de exterioridades visibles para inventar una asimilación. En el primer caso lo llaman sobriedad y en el segundo, lo llaman aspiracionalidad, ambas condiciones improbables.
Respecto de su gente, dando cuenta de una sociedad abiertamente contradictoria y, por así decirlo, confusa, como también subdividida en dos grandes y desproporcionados grupos: la así llamada “clase política” integrada por un número indeterminado de sujetos que se les conoce como irónicamente como chiliputenses o hijos de Chiliput, que son, ya está dicho, 26 mil, y los ciudadanos de a pie, que suman varios millones de individuos. Cabe apuntar aquí que queda meridianamente claro que en Chiliput mandan las inmensas minorías, a las que están obligados a someterse las numerosas mayorías, y esto por un sistema de leyes creadas, pensadas, redactadas, analizadas, revisadas, corregidas, modificadas y, finalmente, promulgadas por los chiliputenses de la clase política para el acatamiento de los ciudadanos de a pie, que no tienen representación alguna en los niveles de decisión, en ningún nivel de decisión, por mínimo que sea -aunque las apariencias digan que esa es la naturaleza originaria de las cámaras parlamentarias- y que viven por lo general amenazados con severas penas de castigo si no las cumplieren. Pues bien, tales leyes suelen no cumplirse y evadirse, por así decirlo, por los medianamente ricos y para qué decir por los extremadamente ricos. Y es que en Chiliput no es infrecuente que, de vez en cuando, emerja la figura del senador o diputado “de mercado”, es decir, que por un precio adecuado congele sus ideales políticos y venda –o arriende- el valor de su voto a la hora de favorecer a tal o cual corporación o conglomerado empresarial que mediante la acción ejecutiva le dicte al parlamentario escogido los textos de las leyes que éste aprobará con su voto. Los valores de compra o de arriendo son pactados entre las partes. Otra característica notable de aquellos que se consideran actores principales en la puesta en escena de la obra titulada Poderes del Estado, es que son todos liliputenses, en el estricto sentido de la metáfora, es decir, por su nano estatura moral, ética e intelectual, sirve decir, pequeños-pequeños, algunos tanto más pequeños que el Pulgarcito es un gigante a su lado; y que otros mini nanos considerados, en sus respectivas estaturas, de condición aún más reducida. Pese a su minimidad, los chiliputenses son gente belicosa y nada de humilde, a diferencia de los ciudadanos de a pie que suelen ser moderados, amables y, en cierto sentido, humildes o, por así decirlo, resignados.
La sabia voz popular suele decir que dado que en todas partes se cuecen habas, por qué no también en Chiliput, queriendo tal vez decir que las prácticas políticas, correctas e incorrectas, a las que dedican gran parte de su tiempo los chiliputenses, quizás no sean únicas en el planeta, pero sí originales. A modo de ejemplo, la gran mayoría de los acuerdos instrumentales que se negocian, no en el recinto del Parlamento, que es el lugar previsto por la Constitución para tales operaciones, sino, creativamente, en diversas cocinas en las que, de modo consecuente, los cocineros políticos, valga la reiteración, cocinan en esos lugares secretos unos guisados metafísicos e imaginarios, democráticos y republicanos, antidemocráticos y contrarrepublicanos, acordando sus ingredientes beneficiosos para unos pocos y sus objetivos estratégicos que jamás se cumplen, ni se cumplirán jamás. Es lo más concreto a la propuesta revolucionaria francesa de “la imaginación al Poder”. En Chiliput, la palabra más recurrente en el habla dialectal de los políticos es la expresión “humilde”, de la que deriva una suerte de nostalgia respecto de una pretendida “humildad sumisa” constante, registrada en el ADN de la clase política dominante, de modo tal que lo más cierto es que todos los que quieren hablar desde lo político dicen hacerlo “con toda humildad”, aunque esto sólo sea un permanente deseo incumplido. Y es que la otra contradicción constante dice que los políticos sostienen serlo –políticos- sólo en las horas que pasan en el hemiciclo, que no son muchas, y no las 24 horas del día, tiempo en el que se disuelven en la nada misma. También brilla aquella acusación que suelen hacer los políticos cuando hablan de otros políticos como ellos, de sus pares, y que dicen, con tonos de censura mayor, que el político adversario actúa por intereses políticos y que piensa políticamente.
Por otra parte, los chiliputenses se destacan, cuando a veces ejercen tareas vinculadas con los poderes institucionales, por sus sostenidas pretensiones, ya sean éstas de clase, de origen, de riqueza, de poder, de influencia, por la inutilidad de sus intervenciones y quehaceres. La labor parlamentaria, como todo lo demás, también es relativa; y lo único absolutamente cierto es el tiempo mensual dedicado a la cobranza de sus jugosas dietas, que en nada se asemejan a las dietas para adelgazar. Éstas lo son para engordar. El show, el espectáculo del conjunto de chiliputenses simulando estar dedicados a trabajos trascendentes, no es más que una puesta en escena dramatizada, en el sentido de la comedia griega, dirigida hacia el periodismo matinal especializado en simulacros y proyectada para que los ciudadanos de a pie crean que los “155” y los “42” representativos del ser de la nada se están “ganando los porotos”, como dice el refranero. Pero no, no se los están ganando porque la institucionalidad diseñada por ellos mismos se los tiene asegurados durante cuatro años para unos, y ocho años para los otros, a unos costos anuales propios de una economía sobrepujante. Los miembros de esa cofradía son quienes hacen las leyes, las mismas que sirven, o no, para un barrido que para un fregado.
Y como coda de esta ópera bufa, un dato curioso: nunca, en el siglo XX, es decir, de 1900 a 1999, así como en las dos décadas corridas del siglo XXI, ha habido un presidente de Chiliput que no haya sido de la muy famosa clase media. Nunca hubo alguno que fuera legítimo, o ilegítimo, hijo de la oligarquía dominante. Es éste otro síntoma estudiado ya vastamente por la semiología política. Pocas sociedades se han dado el lujo de ser gobernadas, dirigidas y representadas en los escenarios públicos por una mesocracia que contradice una pretendida meritocracia. En el último medio siglo, Chiliput se ha caracterizado por sus gobiernos deficientes. El actual, por ejemplo, es considerado, y así llamado por muchos, quizás por todos, el “gobierno de los peores”. Históricamente hablando, salvo algunas limitadas excepciones, los gobernantes de Chiliput fueron abogados. Es cierto que hubo un par que fueron ingenieros; también hubo dos médicos, pero la tónica surgía del universo de la abogacía, que garantizaba una cierta cultura general y una prestancia intelectual manifiesta en el historial de cada personaje. Si no todos, sí la mayoría tenían una manifiesta vocación de liderazgo que mantenían intacta durante todo su mandato, así lo fuesen de uno u otro lado de la medalla. Eran, también es cierto, honorables y lo parecían. Además convergía en ellos el respeto ciudadano más allá de cualquier consideración bastarda. Nada parecido a lo de hoy. Eran, fueron, otros tiempos, otras repúblicas, otras democracias, otros nombres de la Nación, y como dice la poesía urbana bonaerense: “eran otros hombres, más hombres, los nuestros”. Bueno, queda claro, de cualquier modo, que Chiliput es un lugar imaginario, una ficción literaria o pretendidamente metafórica, y que cualquier semejanza con la realidad es absolutamente mal intencionada, que es lo políticamente incorrecto.