Por Carlos Cantero.- La crisis sistémica que vivimos tiene una causa basal en la crisis ÉTICA, al igual como ocurre en casi todo el mundo, impactando en la sociedad, en las personas, las instituciones e institucionalidad. También resulta evidente que la revolución en las tecnologías digitales y la globalización están generando un profundo cambio cultural de alcance civilizatorio que altera (en las personas) la forma de ser y estar en el mundo. Este traumático proceso lo he denominado “pandemética”, en referencia a la pandemia y el proceso de degradación ético-valórico.
Al vertiginoso proceso de deterioro valórico, se agrega la epidemia de idiotas (idiotés), del griego “idios”: de “ahí”, “lo propio”, o “particular”, concepto que originalmente refería a quienes se desentendían de los asuntos de la comunidad (públicos), bien porque no participan de la política o porque, desinteresados, velan solo por sus propios intereses. Estos últimos cruzan transversalmente la sociedad, son los ausentes, las grandes mayorías ciudadanas que se ven tironeadas y polarizadas por minorías vociferantes, autorreferentes, sin legitimidad ni representatividad. En el caso de Chile está representada por el 80% de la ciudadanía (ponderada) que se restó del proceso cívico, dejando la decisión solo en un universo minúsculo, que escasamente representa (en total) el 20% del electorado, al definir la Asamblea Constituyente.
Esta reflexión cobra sentido cuando vemos la conducta permisiva en todo el espectro político y la opción de polarización de sectores radicalizados en los extremos. También en el deplorable rol cívico de Constituyentes que actúan desde sus resentimientos, dolores o negaciones, que no han estado a la altura de la exigencia de esa representatividad, que hablan desde un ego desbordado, en un diálogo de negación del otro, repitiendo (poiéticamente) un diálogo sordo. Esto no anuncia nada bueno. Espero que esto cambie, se impongan los principios Humanistas y los valores democráticos.
La realidad a que nos enfrenta esta crisis, me recuerdan las ideas de Hannah Arendt, la filósofa alemana, de religión judía, nacionalizada estadounidense, que en su libro: “Eichmann en Jerusalén” desplegó su potente expresión “Banalidad del Mal”, que trascendió más allá, constituyéndose en una potente categoría de pensamiento que remueve consciencias y genera controvertidas reacciones. En su argumento, la base del mal está en la banalidad, es decir, en cuestiones triviales, insustanciales, de poco interés o trascendencia, surge de la irreflexión, de la nulidad, de la negación de la persona, de la pasividad activa, de la vacuidad de conciencia, sea por influencia de un liderazgo autócrata o que se trate de una sociedad aborregada, que actúa con docilidad de manada.
La filósofa enseñó que el mal radical (degradación ético-valórica) no necesita un ser intrínsecamente maligno, solo requiere de la presencia de (seres) personas pequeñas, insignificantes, concentradas en sus obligaciones, burócratas que no cuestionan nada, vulgares, superficiales, vacíos. El mal se desborda cuando los seres (ciudadanos) y sus organizaciones se muestran pusilánimes, plagados de lenidad, es decir, blandos en exigir el cumplimiento de los deberes o para castigar las faltas, individuos plenos de permisividad e indiferencia, sin conciencia (ética) ni consciencia (percepción de la realidad). Esto hoy aplica a la política, espiritualidad y filosofía. Hace sentido cuando pensamos en la violencia, el terrorismo, el narco delito, la corrupción, el nepotismo y la endogamia socioeconómica, en nuestro entorno.
Para enfrentar la “Banalidad del Mal” se requiere promover principios y valores, es imperioso el reencuentro con la responsabilidad colectiva, que cada individuo se sienta responsable de la comunidad, ese espacio en que habitamos juntos, para mantener y cuidar el bien común. Los que no lo hacen pudiendo o debiendo hacerlo, actúan como hipócritas con banalidad y lenidad. Debemos promover un fuerte sentido ético, republicano, ciudadano, social y cívico, reafirmando el compromiso con el interés público, respetar el sentir de las grandes mayorías y las reivindicaciones de las minorías. El equilibrio y anclaje del éxito en este desafío está en volver a los principios, cautelando su vigencia y el bien común.
Carlos Cantero es geógrafo (UCN), Master en la Universidad de Granada y Doctor en Sociología en la UNED-España.