Por Mariana Schkolnik.- (A Primo Levi) Después de subir un buen tramo por colinas verdes y donde prima el frescor y la niebla, llegamos por fin a la recepción. Mi chofer toca la bocina de forma estridente -el miedo permanente a ser asaltados o raptados, que es peor- y un portero de correcto uniforme se asoma a abrir el portón.
Un poco más abajo, el jeep atravesó una acequia, saltó sobre un bulto, se escuchó un golpe sordo que me sobresaltó. Desde lo alto del hummer nunca se ven bien las calles, ni de día ni de noche, y menos en esta ciudad sin alumbrado eléctrico, señalización o semáforos.
– ¿Qué fue eso que aplastamos? – digo, alarmado.
– Debe haber sido un perro, jefe. No se preocupe.
– Pero me preocupo. Ya estoy mayor, a punto de jubilar y me agotan estas destinaciones complejas. Además, al contrario de lo que se dice usualmente, estoy poniéndome más sensible con la edad.
“Madame et Monsieur Laurent Dieudonné ofrecen una recepción con motivo de la llegada del nuevo embajador de Japón a Haití. Se invita a todo el cuerpo diplomático y honorables representantes de los poderes del Estado”.
Releo completa la tarjeta invitación -vestir de gala- y al final el respectivo R.S.V.P. Como uno de los pocos representantes del cuerpo diplomático europeo aun en el país, debo asistir. Estas recepciones me producen cada vez menos interés, ya ningún contacto político me importa, menos acá y las conversaciones fatuas que algún día disfruté no me cautivan como antes. Ya hace años que me acostumbré a vivir y asistir solo a todos los eventos, ya que mi mujer decidió no viajar más conmigo y educar a los hijos en el país natal. Pero en Haití no es tan extraño; por la inseguridad imperante se recomienda ir solo.
Desde el patio pavimentado se ven las luces decorando toda la fachada de este palacete. Igual a otros tantos, mezcla de mansión y fortaleza en las cumbres más elevadas de la capital. El chofer me abre la puerta por el costado izquierdo del auto y otro empleado me espera para llevarme a la casa. El ingreso a estas mansiones siempre es de la misma opulencia. Observo las dos escaleras de mármol que suben desde el vestíbulo, todo finamente decorado con flores, plantas tropicales y jarrones de cristal de Bohemia. Preveo una velada ordinaria, como las de toda mi vida diplomática. Me hacen pasar directamente al área contigua a la piscina, afortunadamente ya hay una pequeña aglomeración. Saludo con la mano a mis colegas, mientras los anfitriones se acercan a recibirme. Madame Dieudonné con un traje largo perfecto de seda inmaculada, y probablemente granates en la gargantilla y en los aros, todo traído directamente de Europa. Según diversos comentarios que he escuchado entre mis pares, esta familia, como tantas otras, ha acumulado riquezas desde muy antiguo, primero expropiando tierras a los campesinos pobres, sobornando jueces y autoridades, y luego vendiendo agua potable, bencina y generadores eléctricos a la población mayoritariamente carente de todo servicio público.
Los mozos negros de guantes blancos revolotean con bandejas de whisky, champagne francés y ron dominicano. Al fondo del patio iluminado una pequeña orquesta toca una alegre melodía mezcla de son cubano y ritmos tropicales que no distingo.
En efecto, es una velada ordinaria y transcurre entre discursos protocolares y aplausos. Saboreo una vez más, canapés de langostas de República Dominicana y bocadillos de foie gras y quesos de París. Pero aún persiste en mí una inquietud, un sobresalto interior por el impacto del hummer en la ruta. Cierro los ojos. Ya pronto estaré allá, lejos de este inframundo, pienso mientras respiro hondo los perfumes florales de las damas, mezclados con el de las flamboyantes y buganvillias con que han decorado los maceteros.
Admiro todo esto, como hace meses no lo hacía, pues la vista de mi oficina es mucho menos glamorosa, y no sé si alguna vez lo fue. Llegué después del terremoto y desde el ventanal de mi oficina solo veo lo que fue alguna vez el magnífico palacio presidencial, convertido ahora en una torta de merengue desmoronada.
Mujeres de voz tintineante y largos brazos, casi todos blancos o mulatos, luciendo diamantes y vestidos de gala, comprados en sus interminables viajes a Miami y New York, en los que pasan años o meses con el pretexto de estar cerca de sus hijos estudiantes. Qué placer reencontrarme con vajilla de porcelana europea, copas de cristal, candelabros de plata: es el momento de lucir, mostrar, saborear y gozar todo lo que en las calles y a plena luz no se debe. Me reúno con los hombres, todos hablando de política y economía con un whisky en las manos, lejos de las mesas y de las mujeres. Los temas de siempre la crisis de gobernabilidad, los problemas estructurales de la economía haitiana y la recientemente importada pandemia de cólera.
Sólo la llegada de Jean-Claude Duvalier causa un pequeño revuelo, especialmente, por la cantidad de guardaespaldas que lo rodean, pero que desaparecen ante un mínimo movimiento de cabeza. Breve brindis por el retorno del dictadorcillo al país, luego todo se apacigua.
A pesar de que he disfrutado algunos breves momentos de lujo y ostentación, me retiro temprano, no me quedaré. No soy tan íntimo con esas familias y prefiero beber mi propio whisky. Mañana tengo una reunión muy temprano con un grupo de jóvenes arquitectos españoles que creen que podrán ayudar a reconstruir este país. Ilusos ellos. En fin, qué puedo hacer, sino alentarlos.
Camino a mi residencia esa noche, todavía retumba en mi cabeza el rechinar de neumáticos pasando sobre ese algo que había cerca de la entrada de la mansión, un algo que no sé qué era y que jamás hubiéramos bajado a verificar. No logro dormir, otra noche blanca, solo lo consigo luego de una buena porción de alcohol.
A pesar de llevar pocos meses en este país miserable, la situación que veo acá no me afecta como a otros diplomáticos, porque he vivido gran parte de mi carrera en África, tan disímil y similar a la vez. Rostros habituados al sol y a los mosquitos, hombres y mujeres que transitan en taptap, mototaxi o a pie por calles imposibles, llenas de piedras y polvo o barro. Y así, cada día circulan vendiendo sus productos, o preparando comida en hornallas de carbón, que luego se come también en las calles. Antes de anochecer, mientras yo vuelvo a mi residencia, ellos suben a sus cuartos de cemento, sin ventanas, que cuelgan de los cerros áridos. Ese símil de viviendas, tumbas de cemento sin luz, sin agua ni piso. También me acostumbré a ver niños tomando agua en lodazales y madres lavando concienzudamente la ropa en acequias pestilentes.
Pero ese día desperté con la compulsión de verlo, de asegurarme que él todavía estuviera ahí y no hubiera sido aplastado por un auto. Ya que en mis sueños se me reveló con absoluta claridad, entre sudores y fiebres, que habíamos atropellado un cuerpo inerte, aún dormido y seguía oyendo ese ruido seco, ese rápido y breve sobresalto, que quedaron en algún lugar de mi mente. Esa especie de mole blanda, dúctil, orgánica y muda, que no ladró, ni gimió, ni se rebeló cuando pasamos por encima.
Pues hay solo una visión a la que no me acostumbro y ahí está, todos los días, todas las tardes fuera de mi embajada. Ahí, mimetizado con el paisaje, sin pedir nada, nadie lo ve, ni le da nada, no parece necesitar nada. Está sentado, ¿sentado? Mejor dicho agazapado sobre el polvo y la suciedad, con los pies medio metidos en ese líquido infecto que corre calle abajo, mezcla de bencina, inmundicias y agua. Su rostro y sus ojos no parecen saber que es humano, están vacíos. A la hora de más calor revuelca su cuerpo, cara y pelo en la humedad y luego en el polvo, para evitar el sol quemante y los mosquitos -como he visto hacerlo a las bestias en África- y entonces, él adquiere un aire espectral, de estatua de barro, de escultura de gres blanco y ocre.
Hoy al llegar a la embajada, bajé la ventanilla del hummer, a pesar de las imploraciones de mi chofer. La bajé para ver mejor las calles y sobre todo para poder verlo con claridad. Y, por fin, lo distinguí: no había sido arrollado aún por nadie, como temí en mis pesadillas, no fue ese.
Esta vez, esta única y primera vez, nuestras miradas se cruzaron, le sonreí en un sinsentido, le sonreí a ese ser deforme, desnudo, sucio y probablemente loco. Él me devolvió la sonrisa, una sonrisa inmensa y blanca, desde el fondo sus ojos negros. Me invadió una alegría absurda y una paz, como si un dios omnipotente me hubiera absuelto de toda una vida de pusilánime observador, de pésimo padre, de mal profesional, de hombre indolente, y marido lejano.
Él era un hombre, y así se me había manifestado.