Por Fidel Améstica.- No conozco calle sin geranios. Al menos una casa entre los barrios de la memoria reserva un rincón para la maceta polvorienta, o el tarro de café sin etiqueta tiznado de óxido entre abolladuras añosas, con la tierra resquebrajada de sedienta, y ahí, como si nada, geranios. También uno los encuentra bien cuidados, en sinfonías rojizas, entre pelargonios y bulbos, amén del pasto cortado cada quince días. Son plantas casi silvestres los geranios, casi domésticas, no precisan tanta agua ni acusan su falta, como sí lo hacen las boinas verdes, especie de helechos, que a la primera sequedad doblegan sus tallos como falos impotentes, amustiando sus hojas como jetas de mujeronas anorgásmicas. Los geranios no, esperan en incansable garbo, marcando estilo.
No son muchos los que crean y dedican tiempo al jardín de su casa, y aun menos los que saben nombrar lo que plantan. También hay hogares, si pueden llamarse así, que, sin un geranio siquiera, trasuntan una tristeza y un vacío que solo dan ganas de arrancar. Nadie ahí se molesta en orillar una de estas plantitas cerca de la puerta o bajo la ventana, o a los pies de la reja de calle adulzando al menos el miedo al exterior, y dejarla al olvido, que crezca con sus hojas vellosas y recortadas, ondulantes sobre sus pecíolos, haciendo fronda perfumada con sus flores en umbela prieta, arracimadas al final de su tallo espigado. Pero el perfume es tenue, discreto, y en nada se parece al de las rosas: huelen a geranios.
«Carne de perro» les dice la gente, por lo aguantadores e independientes, por su albedrío respetuoso. Sacas un gancho de cualquier antejardín, a la pasada, lo plantas, y al poco brota. Se conforma con el agua que le dejen caer, o el rocío mañanero, o la humedad de las noches, elevándose en plegaria profana, porque su existencia es pura gratitud y festejo. Maximiza sus recursos, y se permite florecer entre cualquier grieta seca. A veces demora, pero solo medita, acumula oxígeno, dilata cualquier decisión, madura a un ritmo interno. Y al final, si lo dejan solo, crece, sus tallos se engruesan, alfombra tupido las paredes externas, las orilla, y sus racimos abren los pequeños botones en un solo conjunto, y el aroma del geranio se transforma en aroma del geranio. Los pétalos caen después en nieve estival para honrar los pasos de la luz. Los pétalos caen y las pelusillas asoman, fáciles a cualquier brisa o corrientes de aire.
A veces crecen en las junturas de las piedras, a la vera de los caminos, en los faldeos costeros nutridos por el aire salino. Silenciosos devuelven la sonrisa al transeúnte despierto, curioso. Podrían ser simplemente silvestres, en extensiones donde no transita un alma, pero como que buscan la cercanía humana: si no en los hogares, en los caminos, en las veredas. No se ven entre las matojeras o entre los cardos, más celosos de su dignidad árida. En un jardín buscan a tientas su propio diseño, una forma intermedia entre lo silvestre y lo cultivado. En general, si lo pensamos, los jardines son esfuerzos de domesticación, pero el geranio opone una resistencia no violenta, inconsciente agregaría. No echa las semillas como el Don Diego de la Noche, a puruñadas de grano alrededor de sus propios pies. Es más cauto y hasta más efectivo. Y por más que lo jibarice la tijera podadora, al primer descuido, expande su naturaleza libertaria y tierna. No calza mucho en la planificación rigurosa; su presencia simple, sin pretensiones, excede cualquier cuadratura, cualquier cerco doctrinario y dogmático de la florística. Sin abandonar su autonomía, algo lo empuja hacia las huellas humanas, a los senderos semiurbanos, a los muros de las casas. No busca el diálogo directo con la presencia humana, más bien con la huella de sus gestos.
No los mata ni el mucho sol –herencia de su origen africano– ni el exceso de sombra, ni la altura, ni el llano a nivel del mar. Aprenden, se adaptan, se integran como un individuo entre otros tantos. Y si la soledad les abre un vacío, detienen hasta su tenue fragancia, quedan a la expectativa, no exentos del miedo… Entonces, matas más fragantosas como el romero se dejan pronunciar. Y el geranio acepta, y se deja invadir por aromas ajenos. Pero las finas hojas que caen del romero, por ejemplo, aunque medicinales, ahogan la tierra circundante, mientras que las del geranio caen secas al interior de su propia fronda verde, nutriendo la tierra con lo que de sí ha muerto. Ama y admira, y sonríe el geranio con sus agudos frutos, porque no guarda ironías más que para sí mismo, al ver que aún no termina de conocer qué significa ser geranio, y ese vacío y ese temor en cierta soledad revienta en hojas lealmente verdes, y en flores, y en pelusillas.
Pudiendo vivir solo, a la buena de Dios, busca estar en otra parte, ganarse un rincón sagradamente cotidiano, aunque lo desganchen, lo jibaricen. No le importa. Es capaz de reponerse… Le sobra el corazón. Geranios, geranios, y más geranios… También los llaman cardenales, por el color, tan propio de las ropas de los prelados papales como de las moraduras de la piel, sea por golpes, apretones o blandura de las carnes. Viene del latín cardinalis, es decir, «fundamental», «cardinal», pero el sentido del color cárdeno, amoratado, es por la flor del cardo, carduus, cardinus. «Geranio» es por el latín geranium, que a su vez viene del griego γεράνος (geranos), que significa grulla, porque el fruto de la planta se parece al pico de esta ave.
Si les llaman «cardenales», debiera ser también porque el tallo de sus flores se empina hacia un punto principal del cielo, marca un «cardo», un polo, como si fuera una brújula polifónica. Y el geranio no es cardenal por ser custodio doctrinal ni jerarca proselitista, ni por ser herida en la piel del paisaje. Flor y herida en el cardenal, en una misma palabra arrinconada contra la vida… Dejémoslo en «geranio», suena más a primo hermano del génesis, de la generosidad, de la generación de vida…
Por eso me basta su amistad, solo me basta su amistad, nada hay que le pida que ya no me lo haya obsequiado, por lo que no le impongo nada, no lo arrastro nada… Solo me basta su prudente compañía a pesar de todas las distancias, y el aroma de sus flores, tenue pero clarísimo, como creo debiera oler el respeto. Y cuando abro la puerta, ahí está, como diciendo: «Vengo a ofrecer mis servicios», entre las pelusillas que le arranca el viento. ¿Es mucho pedir encontrar una vida a la altura de esta gracia? Buenos días, geranio, hermano geranio. Aquí estás con tu propia vibración. De ahí mi reverencia, por eso.