Por Mariana Schkolnik.- Entrecerrando los ojos todavía se puede ver a esas mujeres de vestidos de seda flotante, tacos altos y peinados voluminosos bailando con sus parejas en trajes de lino de perfecto blanco. Se entremezclan mulatos, rockeros, Martini, ron y trompetistas, un jazz lejano y trasnochado, noches en blanco, brisa lunar, palmeras cimbreantes contra el cielo estrellado. Es el magnífico Hotel Olofsson.
Graham Greene, el inglés errante, escribe afiebrado en su pieza, con un cigarrillo en una mano y un daiquiri en la otra, tecleando sin piedad una vieja máquina de escribir. Es el año 1966, publicará una de sus mejores novelas: Los Comediantes, obra de denuncia contra el terror de la dictadura del doctor Duvalier.
Greene visitaba Haití desde 1954, cuando todavía ese país era destino del jet-set internacional. Cuando el gobierno de Duvalier empezó a tomar tintes dictatoriales, Greene decidió tomar notas acerca de todo lo que veía y a hacer entrevistas para construir una novela. Al salir de Haití hacia Republica Dominicana, metió todos sus papeles entre páginas de otros libros ingleses, pensó que no lograría publicar su novela. El terror también se había apoderado de él.
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La novela y la película, con Elizabeth Taylor y Richard Burton, entre otros, fueron prohibidas por el doctor Duvalier. Graham Greene no regresó nunca más a ese país. Las músicas y bailes del hotel Olofsson se apagaron. La Perla del Caribe había perdido su brillo.
Antonio e Isidoro mis amigos más cercanos a la cultura haitiana, me anunciaron que iríamos a uno de bailes de los jueves del hotel Olofsson para que viera algo más local y saliera del ambiente agringado y aséptico de nuestra vida cotidiana. Comprobaría, con mis propios ojos, cómo había sido el pasado esplendor de ese país, su cultura, su gente y su vegetación.
Este hotel era una de las pocas construcciones sobrevivientes del terremoto en el centro mismo de la ciudad, todos los edificios que lo rodeaban habían colapsado. El milagro del Olofsson, se debía a su arquitectura de madera, décadas anteriores a la fiebre del cemento. Era un palacete de cuatro pisos (tipo ginger bread), con balcones y balastros que parecían bordados de macramé; un oasis fuera del tiempo, en el centro mismo de Puerto Príncipe, completamente devastado por el terremoto y la miseria.
La legendaria mansión había sido hospital durante la larguísima ocupación norteamericana de principios del siglo XX y luego se reconvirtió en un exitoso hotel de prestigio internacional. A lo largo de los años, habían tocado, jazzistas, trovadores, músicos de son cubano, samba brasileña, y merengue tropical, hasta conformar el Kompa, un mix de todos esos compases con raíces africanas.
Ya en nuestra primera incursión, bailamos, y bebimos al tiempo que sonaba la música. Era la primera vez que veía haitianos y blancos bailando acompasadamente, no empleados y jefes, no choferes y jefes, todos; cooperantes y “nativos”, dejándose llevar por el ritmo del Kompa.
Me impresionó ver por primera vez haitianos y haitianas orgullosas, luciendo ropas de estilo africano de gran colorido, collares y pulseras tintineantes en piernas y brazos, pañuelos en la cabeza, y no vestidos comprados en Miami. Todos bailaban, con ritmos y cadencias que sólo los caribeños pueden ejecutar. Nosotros ahí, o sea, los blancos, más bien avergonzados de nuestra falta de gracia. Pero alentados por todos a seguir bailando entre cantos, saltos, y gritos al son del grupo musical que tocaba intenso y acalorado, como nosotros.
Imbuida de ese Haití desconocido, bailé con los ojos cerrados, hasta agotarme, sudé y gocé el ron con limón y la cadencia de la música. Percibí, por primera vez, el espíritu mágico y embriagador de este país y entreví, por una noche, su pasado esplendor. Me sentía mojada, tocada, rozada, a veces ahogada y apretada por brazos, piernas, caras y ojos acuosos de blancos y negros por igual. Me perdí, sin intención de encontrarme, entre salones repletos de danzantes frenéticos y músicos en trance; me dejé ir con el ritmo, adormilada de alcohol y música.
Era como si la violencia y la tragedia, desaparecieran los jueves por la noche. Este hotel se convirtió, luego del fin de la dictadura del Duvalier hijo, en el lugar de encuentro para la clase culta de Haití, artistas, corresponsales extranjeros, diplomáticos, trabajadores de ONG y un elenco de personajes tal vez, sacados directamente de la novela de Graham Greene.
Medio muerta de calor y ahogada, me apoyé como pude, en un pilar de la baranda en la terraza, frente al exuberante y milagrosamente bien conservado jardín del hotel. Entonces, vi acercarse a una viejecita haitiana, pequeña, arrugada, vestida de blanco, con un pañuelo en la cabeza y totalmente desdentada que, tomándome del brazo, me dijo en voz baja:
– No se quede sola, madame, mire bien los árboles, las plantas, el aire y esas estatuas. Todo tiene vida – y con su flaco y huesudo dedo índice, me señaló el jardín selvático del hotel.
Observé las estatuas de seres mágicos de las creencias vudú, que se encontraban entre los árboles. El temible Baron Samedi, Ghede, Maman Brigitte, y varios de los guardianes del paso entre los vivos y los muertos, y otros muertos no recordados, que vagan por el mundo. Muchos de esos dioses pequeños geniecillos diabólicos y bromistas, tramposos con los vivos. Dioses del mar, de la pesca, sirenas y diosas voladoras que viven y castigan a los humanos vanidosos desde la cima de los árboles.
Si, el jardín de ese hotel y el hotel mismo parecían habitados por todos los espíritus fundadores de ese país, con sus terrores, su violencia, sus ironías, sus comicidades y arrojos.
Esos dioses sin duda guiaron a los esclavos negros a ser los primeros en independizarse de Francia y a abolir la esclavitud. De otro modo, ¿cómo se explicaba la valentía y el temple de esos hombres desnudos al enfrentar el látigo, los grilletes y la muerte?
Miré nuevamente a la mujer y vi que entrecerraba aún más sus ojos, asintió con la cabeza en señal de sabiduría y siguió caminando por la galería.
En ese momento, se levantó una suave brisa y me vi rodeada de inmensos caobas, cedros, buganvilias y palmeras, flamboyanes, heliconias y bromelias, que cobrando vida estiraban sus ramas hacia mí. Todo estaba débilmente iluminado por una luna mezquina. El Barón Samedi me miraba fijamente desde su podio de piedra.
Me estremecí, a pesar del sudor y volví al salón. Esa noche manejaba Antonio y, a su lado, Isidoro; yo opté por irme atrás. Permanecí adormecida y encantada todo el trayecto hasta Camp Charlie, pensando en los dioses buenos y malos, y sus rencillas y peleas que quizás, provocaban terremoto, huracanes y pestes que diezmaban el país.
Esos dioses que espantaron a los franceses que habían convertido esas bellas selvas en plantaciones de algodón, luego a lo largo de años pusieron y sacaron dictadores, corrompieron presidentes y ministros, atrajeron y devoraron cooperantes y funcionarios internacionales como nosotros.