Por Fidel Améstica.- Las hormigas saben perfectamente qué hacer desde que nacen hasta que mueren. Funcionan en comunidad como una verdadera red neuronal. Las abejas, otro tanto. Su comportamiento está codificado y construyen una memoria en pro de su supervivencia. Un perro proyecta su conciencia en la del «amo»; un gato… bueno, es un gato. Los humanos —un tipo de homínido que derivó en un sapiens— no sabemos nada, no tenemos ni idea de la que nos espera. El único don con el que contamos al nacer es lo mismo que una funda vacía, el hoyo de un calcetín o las orejas de un saco. No es exactamente el lenguaje —todo ser viviente en este mundo elabora lenguajes—, sino que algo anterior: la posibilidad metafórica, ni siquiera la metáfora: la mera posibilidad de crear metáforas. Y este primer párrafo no está exento de ello.
En muchos insectos y animales, la percepción de la vida se traduce en comportamientos. En los humanos, en una imagen comprehensiva del mundo por efecto metafórico: relacionar uno a uno, como en la teoría de conjuntos, y luego vinculando orígenes distintos a través de puentes de identidad, analógicos. Nuestra mente primero modula en relaciones de continuidad, metonímicamente, y después modela, crea modelos por estas redes trazadas por puentes semántico-simbólicos. Unos versos del poeta cubano Waldo Leyva son más prístinos al respecto:
La utilidad del puente
no es unir las márgenes del río,
sino evitar que puedan encontrarse.
El caso es que nosotros, los seres humanos, no vivimos en las márgenes de los ríos, sino que en los puentes, recorriéndolos, de ida y vuelta, y de este modo, una y otra orilla no dejan de ser lo que son, y así será hasta el fin de los tiempos. De ahí que la metáfora no es exactamente lo que enseñan en las escuelas: un tropo literario, un mero recurso estilístico o una habilidad retórica. Es un procedimiento de la mente, a quien sirve con bastante éxito el cerebro. No es nada nuevo lo que planteo, solo que vino a recordármelo el libro de Marcelo Uribe L’Amour La metáfora visual. Ejercicios para la enseñanza, de Ediciones Universidad Finis Terrae, y que se presenta este jueves 15 de diciembre a las 19:00 horas (Edificio Amberes Sur, sala B-501, metro Inés de Suárez).
La imagen no es algo que sea creado por los ojos, o en ellos. La imagen siempre es mental, y se crea con información que aportan los sentidos, y el ojo es uno más de ellos. De ahí que un ciego no sea exactamente un no-vidente, solo es ciego, porque la imagen de todos modos se genera con los aportes de los otros sentidos en el cerebro. En un sordomudo, igual. De ahí lo interesante del título: La metáfora visual. Remite la palabra «metáfora» a la visualidad de la imagen. Las reflexiones ahí planteadas nos llevan a considerar las imágenes que ha producido nuestra cultura como fonemas visuales que, al conectarse, pueden interpelar o develar el sustrato mental que en cada uno está latente.
Si nuestra percepción se traduce en imágenes, la interacción de estas quizás incide en nuestra conducta por medio del dictum, que viene a ser nuestra oferta de lenguaje, porque el habla (en todas sus formas, fónicas y gestuales) es lo que nos permite no solo interactuar, sino que generar redes, las cuales nos han permitido tomarnos el planeta y marginar al resto de los seres vivos, cuando no someterlos. Es un don que puede acarrear prosperidad o progreso, a la vez que maldición: podemos ver lo que no vemos. Eratóstenes, por ejemplo, un par de siglos antes de nuestra era, ya supo que la Tierra no solo era esférica, sino que cuánto medía su circunferencia, con una exactitud casi perfecta, y para ello utilizó un simple cálculo de arco de circunferencia a partir de una observación relacionada con otros conocimientos. No tuvo que ir a la Luna para comprobarlo. Y hoy, podemos ver algo del universo que no podemos ver y que antes solo era predicho por las teorías. La metáfora, como proceder del habitar humano que genera conocimiento, nos permite ver lo que está a nuestra espalda, y según esto, decidir cómo actuamos. Pero saber, aprender a conocer, nos amaldita también por los males que no conseguimos prever.
La metáfora es y genera conocimiento. No es gratuito por ello que el libro de Uribe apunte a su visualidad antes que a la semántica, universo en que nos comunicamos por medio de símbolos, nodos cargados de memoria. Formado como diseñador, aporta a la academia su experiencia como artista gráfico y, esencialmente, su condición de poeta, cuyo poemario Incendio controlado momentáneamente (2021) hizo exclamar a un lector lo siguiente: «De qué incendio controlado me hablas. Cada vez que lo leo, termino dando explicaciones a los bomberos… Es un fósforo con alas propias». ¡Más metáforas!
Uribe L’Amour abre la posibilidad de que en la universidad pueda ser real lo que antes se llamaba el «discurrir académico», algo que ninguna ristra de posgrados puede reemplazar por sí misma. Y precisamente, porque sabe relacionar mundos heterogéneos, disímiles y distantes, es que logra en el fluir de sus parrafadas acompañarse de imágenes que aporta, por ejemplo, un poeta como Seferis: «Nuestro país es cerrado, todo montañas / que tienen por cubierta el cielo bajo día y noche», y su ojo formado en el oficio del diseño les saca partido:
Las palabras «cerrado», «techo», «cielo bajo», «montañas», confieren en su conjunto un tono asfixiante y quizá tétrico a la noción de «país». Pero al escribir Seferis que las montañas tienen por techo el cielo bajo, la imagen se despliega relacionando —digamos así por ahora— el paisaje natural con unas condiciones propias de una edificación, con límites dibujados a los costados y por arriba: muros y techos. Por definición, asumimos que el paisaje se opone a estas circunstancias fronterizas, propias de la mente y la mano humana. ¿Qué hay aquí, entonces? El poeta ha unido a la palabra «techo» la palabra «cielo» y según entendemos por el contexto, con el objetivo de transferir ciertas propiedades del techo (límite, extremo, término) al cielo. De este modo, el cielo del poema es tergiversado en la dirección opuesta a la impresión que tenemos de él: en vez de abrirse hacia el espacio y la eternidad, aquí es encajonado y circunscrito a unos lindes artificiales. Dicho de otro modo, Seferis nos está «explicando» el cielo de un país en los términos de otra cosa: un techo. El desenlace de la imagen poética presentaría un país estrecho y agobiante (pp. 49-50).
Si la metáfora, entonces, no es tanto un tropo literario, esta cita nos lleva a algo que sí es: un tropo. Y significa «dirección» en el griego τρόπος. En tanto procedimiento, en efecto, es la dirección que toma. La metáfora visual, por tanto, es un elemento retórico, muy utilizado en la publicidad por lo demás. Y el autor entrega herramientas para su aprendizaje. De hecho, propone en la última parte del libro —luego de echar al ruedo voces como las de Paul Ricoeur, Aaron Copland, Terry Eagleton, Umberto Eco, Lakoff, Margarita Schultz, Octavio Paz, Platón, Weber, entre otros— 14 ejercicios para activar bagajes simbólicos, semánticos y semióticos, esquema fruto de una década de docencia. Esto equivale un tanto a lo que Sócrates entrega con sus preguntas en una dinámica dialógica, solo que es un arma de doble filo: así como Alcibíades puede darse vuelta la chaqueta según lo ameriten las circunstancias, quienes aprendan la síntesis y la condensación de la metáfora visual podrán navegar en el mundo laboral y del emprendimiento manipulando símbolos en pro de su propio acomodo o, según les dé el coraje, conectándose a una red semántica y existencial que permite abrir cauce al ojo crítico de lo que vemos o creemos ver.
Y si hay un discurrir académico, la gracia de este libro —imágenes mediante que aportan obras cedidas de Bruna Truffa, Craig Frazier, Chema Madoz, Javier Jaén, Julián Naranjo, Rodrigo Gárate, Pablo Balzo y Felipe Estay— estriba también en la seducción de la prosa que acaricia elementos reconocibles para cualquier persona, o más bien los conectores entre esos elementos en términos icónicos, cosas que no siempre nos detenemos a observar al contrastar palabra e imagen, signo y referente, verbigracia:
La diferencia radica en que la palabra «casa» es significativamente amplia, vaga si se quiere, mientras que la «fotografía de una casa» es específica de un modo que la palabra jamás podrá serlo. La fotografía de la casa, digámoslo así, entrega mucha más información respecto de una casa concreta: tamaño, color, textura, estructura (puertas, ventanas, etcétera), nada de lo cual puede hacer la palabra «casa» (p. 129).
La conciencia de lo anterior ha permitido en el campo del arte y la literatura ampliaciones simbólicas por gracia de la metáfora, como las instalaciones, performances, artefactos, «cadáveres exquisitos», y los que vengan. A su vez, esta misma conciencia puede restringir y achicar el cerco de lo simbólico, y ejemplo de ello hay a diario, como los versos de Machado «Caminante no hay camino, / se hace camino al andar» junto al eslogan de un whisky ad hoc como el Johnnie Walker: Keep walking, don Antonio. Gracias por el favor concedido.
Alcanzar una tejné (techne, τέχνη) en la elaboración de metáforas visuales puede hacernos ampliar la mirada sobre nosotros mismos y lo que el mundo nos presenta, como el arte nos propone. Desde otro ángulo, puede suceder lo contrario: la manipulación icónica de los símbolos puede hacer que las metáforas visuales devengan en anteojeras y nos lleven a ver solo lo que algunos pretenden que veamos, y no otra cosa, como es el caso de la publicidad, que apunta básicamente a pulsar las cuerdas del deseo para crear una necesidad ansiosa que solo se satisface momentáneamente por el consumo, la compra de algo, tener para existir.
Un detalle no menor en el trabajo de este libro es que el autor llama a las márgenes de este río metafórico «sujetos». No habla de vincular elementos o realidades, sino de sujetos que se conectan con otros sujetos, y quien vincula a estos sujetos, ¡vaya paradoja!, es también un sujeto, una conciencia estructurante. Después de todo, al hablar de metáforas, estamos hablando de cosas vivas generadas por cosas vivas que se llaman seres humanos. A propósito, en una de las precuelas de Star Wars, «El ataque de los clones», C3PO exclama: «¡No puedo creerlo! ¡Que alguien me apague! Máquinas haciendo máquinas… ¡Qué perverso!». ¿Somos acaso metáforas haciendo metáforas, imágenes creando imágenes en la maquinaria cósmica de la conciencia?
La metáfora visual es en cierto sentido la continuación de un trabajo anterior junto a otros académicos: La bitácora visual. Quizás el próximo, en esta línea, aborde nociones en torno a la configuración del «sujeto» desde la imagen. Pudiera ser. Pero la presente obra es un libro notable de un académico, diseñador y poeta. Cuando lo lean sus alumnos, o lo respetan y aprecian más todavía, o lo queman en la hoguera, o le soban el lomo para acuchillarlo después. Los maestros de hoy en día no siempre saben a quién están alimentando en sus aulas, pues no sabemos si esos estudiantes crearán metáforas nuevas o nos harán tragarnos aquellas que han dejado de serlo por lo gastadas y manoseadas merced al dominio de su habilidad retórica, en compensación a su falta de talento. No lo sabemos. Aquí, Uribe L’Amour no hace más que arrojar la semilla. Ya veremos dónde cae.