Fidel Améstica relata un enriquecedor encuentro de dos famosos payadores, uno experimentado, y otro más joven. Una oportunidad de seguir celebrando el mes de los payadores chilenos.
Por Fidel Améstica.- Por casi veinte años, uno de los escenarios payadoriles más esperados eran los encuentros del Banco Estado, en el auditórium de su Instituto Cultural sito en los alrededores de Plaza Italia (y así como están las cosas, ex Plaza Dignidad), en Alameda 123. A mediados de la década pasada, se acabó dicha instancia. Aunque eso es otra historia.
Ahí, cada viernes de agosto, se reunía un equipo de cuatro payadores de 19:30 a 21:00 horas, y en ese lapso desplegaban sus juegos improvisatorios con el aforo a plena capacidad. El legado de esa experiencia, promovida por Patricia Díaz Inostroza (directora entonces del Instituto Cultural) y el poeta Camilo Rojas, es haber contribuido no solo al crecimiento de muchos payadores, sino que también a la formación de un público apropiado que hasta hoy sigue este tipo de actividades.
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Y en ese crecimiento y formación, ese espacio fue una ventana de respiración social, un escape a la tiranía de la subsistencia. Con entrada liberada, el corazón ciudadano recibía el agasajo del verso improvisado como una yesca encendida por las chispas del ingenio y los cordajes que alentaban las voces de la juglaría del pueblo. Todo podía ser tema para las coplas y décimas armadas por el canto. Sin tabúes, la paya se lo permite todo, y la única restricción a su libertad es la fidelidad al oficio mismo del payador.
Si hasta antes del retorno de la democracia muchas cosas no se podían decir, ahora era el momento de aprender a decirlas de nuevo. Y en virtud de ello, muchos de los asistentes, cansados o hastiados por el trabajo y los problemas que se acumulan en el nuevo statu quo, llegan a limpiarse un poco la existencia con algo de recreación, vivo y vivaz, a olvidarse por un momento de la vida que no satisface tanto y más bien oprime con su nueva prosperidad, si es que así se la puede llamar.
Y uno de esos viernes de agosto, del año 2008, fue estelarizado por Dángelo Guerra, Gabriel Torres, Moisés Chaparro y Guillermo «Bigote» Villalobos. Estos dos últimos, recién llegados de España, del Festival Trovalia de Cartagena, en Murcia, no perdieron la chance de manifestarlo todo orondos y exultantes, es más: extasiados. Si hubiesen guitarreado en la playa a la suerte de la gorra, de todos modos, imagino, lo habrían hecho valer como una internacionalización de su carrera de payadores. Viajar da estatus después de todo.
Y su gira a la Madre Patria fue tema de los juegos improvisatorios que se dieron esa noche. Además, también nos enteramos como público que el Bigote Villalobos iría pronto a Cuba, por gracia de un Fondart (en que le ayudó a formularlo desinteresadamente su amigo Chaparro, como suele hacerlo con sus colegas), y que tomaría un curso de repentismo (como se llama allá la paya) en la Casa Iberoamericana de la Décima, uno de los centros —sino el que más— formativos, de estudio y difusión más relevantes de las tradiciones poético-musicales de los pueblos ibero-hispanoamericanos.
En el desarrollo del programa, como siempre, la instancia que más expectativas genera es el contrapunto en décimas. Todo lo anterior prepara el clima escénico para ese momento, desde las décimas de presentación, relances, pies forzados, personificaciones, banquillo y concesión: divertimentos de ingenio y jolgorio, pero también de belleza.
Y el duelo payadoril de esa noche estuvo a cargo de Guillermo «Bigote» Villalobos y Gabriel Torres Garrido. Y el primero quiso marcar su estilo y categoría en una décima que aspiraba a ello:
Es un gusto saludarte,
mi buen amigo cantor;
hoy día como payador
aquí yo vine a encontrarte.
Primero yo quise abrazarte
mientras el canto se incuba,
y antes que la rima suba
hay en mi mente flojera:
trataré de hacerte collera
mientras que vuelvo de Cuba.
En la respuesta, Gabriel aprovecha de hacer alusión a la presentación anterior, una personificación en que, a punta de coplas, dialogaron el gallego con el huaso ciego, elección de personajes que propuso el público en referencia a Moisés Chaparro que venía llegando de España y Dángelo Guerra, joven payador y músico notable, ciego desde su primera infancia:
Antes vimos a un gallego
en personificación
que al compás del guitarrón
se enfrentaba a un huaso ciego.
Entiende, tú, no hagas ruego
con un jugo de la parra
que está regando esta farra
pa’ fundir este crisol:
¿A qué gallego español
le compraste esa guitarra?
Transcritas, estas líneas pierden por lo menos la mitad de su sabor, pues nacieron sobre la marcha del canto en presencia de muchas personas, en un clima propicio para ello. Su primer destino y el más esencial es ser escuchadas, sopesadas en y entre los asistentes. Y lo que no puede percibirse en la letra es que la guitarra del Bigote tenía cuerdas especiales para ser afinada en un tono más bajo, más grave, por lo cual el brillo de los arpegios y rasgueos se opaca. El timbre guitarrero era atípico, sin llamativos arpegios ni mayor compaseo. Y para el Bigote, un modo de soslayar la observación fue tratar de redireccionar el tema:
Aquí saluda el Bigote
y a ti te estoy enfrentando,
yo recién vengo llegando
de las tierras del Quijote.
No quiero payar al lote,
a esta verdad yo no falto.
Y un pavimentado asfalto
me tendrá que sorprender:
de Cuba espero volver
pa’ poder volar más alto.
La factura de esta décima improvisada habla de una vocación aspiracional, de relumbre metafórico, que es quizás como quisiera verse a sí mismo el payador, por las nubes en su vuelo. Y Gabriel devuelve el saque situándose a sí mismo desde dónde habla y cuál es su condición, aunque suene obvio, sin otro estímulo que ser quien es:
Yo soy cantor de Puente Alto,
por eso soy puentealtino,
y algunos malos vecinos
lo han llamado «Puente Asalto».
A mi verdad nunca falto,
tengo un canto natural.
Tu suerte será fatal,
que la alegría se suba:
aunque estudies allá en Cuba
seguirás payando mal.
La reacción del público fue inmediata: aplausos y risas se abrazaban con entusiasmo y prolongación; y muchos ya no podíamos ejecutar las dos acciones al mismo tiempo: o batíamos palmas o nos reíamos a destajo. Cerca de donde estaba, alguien comentó como pudo y a tropezones entre las carcajadas: «El Torres levantó al Bigote y lo dejó caer; y lo volvió a levantar para dejarlo caer de nuevo».
Guillermo no pudo pararse más en el contrapunto, llegó apenas hasta el canto de despedida con el ano apretado de coraje. Y Gabriel, sereno y sonriente, ni transpiró; aquella noche se encontraba en estado de gracia, todo le salía. Así pasa con los payadores, como todo en la vida: hay momentos luminosos y otros no tanto.
Años después, Guillermo «Bigote» Villalobos recordaba la anécdota (todos tenemos por lo menos una), y reconoció que esa noche cometió un error grande al subponderar a Gabriel; porque uno puede tener o creer que en el silencio interior hay grandes riquezas verbales, altas metáforas bañadas de ingenio y sabiduría, pero lo real es lo que cada cual termina diciendo. Las intenciones no valen más que aquello que finalmente enunciamos con la voz. No es más que eso, ni menos tampoco. Lección aprendida.
Pero al Bigote no lo define aquella jornada, una entre tantas. Más importante fue su viaje a Cuba para perfeccionar su arte payadoril. En los meses que estuvo allá, aparte de asistir y trabajar a conciencia en cada una de las clases que tuvo, hizo amistades importantes y acopió material instructivo que luego a su regreso compartió espontánea y generosamente con sus pares. Y más relevante incluso fue el taller que implementó al año siguiente para transmitir lo aprendido así como su experiencia.
Ese taller fue la primera forja para payadores como Luciano Fuentes e Ignacio Reyes, que levantaron un proyecto artístico llamado «La Décima Orquesta» con otros talentosos entusiastas como Américo Huerta y Gorki Largo. O también Fanny Fregni Da Silva, que venía de los talleres que impartió Luis Ortúzar, «El Chincolito», y logró darle curso a un proyecto teatral alimentado por el verso y el canto: el Teatro Histórico La Chupilca.
Más significativo que la anécdota de esa noche, fue el trabajo de Guillermo de transmisión y formación, porque sus alumnos, tras una década, le rinden homenaje en el mismo espacio donde aprendieron con él: la Biblioteca Nacional, con su Sala América siempre dispuesta a la historia y la cultura que propone un Chile transversal.
El gesto de esos muchachos hace que el Bigote sea digno de aprecio y reconocimiento, porque actuó con generosidad, sin mezquindades ni pensando que los más jóvenes pudieran quitarle los espacios artísticos de su trabajo. Lejos de él una actitud espuria como esa, tan poco digna en un payador de verdad.