Fidel Améstica hace una reseña interesante y reflexiva sobre el libro “La Constitución y los Límites del Poder” de Genaro Arriagada, que aborda la esencia del poder.
Por Fidel Améstica.- ¿Qué sabor tiene un chicle por la tarde cuando se lo empezó a masticar de madrugada, cuando Chile «dispertó»? ¿Más incluso cuando se lo ha dejado pegado bajo la mesa de tanto en tanto para que no se note? Y se endurece y se vuelve a reblandecer estimulando las glándulas salivales, a esta altura con las mandíbulas con calambres hasta las orejas.
Si es por sabor, el actual proceso constituyente tiene menos gusto que el agua destilada, aunque lo que se destila en el Consejo Constitucional es un velado odio parido. Eso no ha cambiado por lo menos en doscientos años, y las mayorías circunstanciales lejos están de alivianar la carga.
Bajo estas percepciones, equivocadas o no, fue que leí La Constitución y los límites del poder, de Genaro Arriagada, cuya bajada versa: «Cómo instalar una democracia fuerte y eficaz». Muchos lo recordarán por su papel en la campaña del plebiscito del 88, pero en especial por cómo se sentó al periodista Claudio Sánchez, en vivo ese 5 de octubre por Canal 13, ante la estupidez de uno de sus comentarios, y cómo Mario Kreutzberger tuvo que intervenir en la conversa para equilibrar el ambiente.
Libro breve, preciso, se lee cómodamente en la micro y el metro. ¡Entretiene! Con generosa didáctica y para nada petulante, busca más comunicar que engalanarse de erudición o academicismo. De que el hombre sabe, ni asomo de duda. Y algo que uno agradece como lector y ciudadano: no esconde de dónde habla ni cuáles son sus preferencias. Un veterano de la Concerta que a la luz de la experiencia es afín si no a un parlamentarismo, por lo menos a un régimen semipresidencial, y con razones de peso, las comparta uno o no.
Sin entrar demasiado en las valoraciones hacia el proceso anterior, de la fenecida Convención Constitucional, es bueno que esta obra nos recuerde que la Carta Magna es un espacio de deliberación y no de militancias, que requiere un mínimo de fortaleza intelectual para no pasar a llevar el sentido común ni menos el sentido de realidad sobre la cual cada quien tiene que construir sus sueños.
¿Y de qué va el constitucionalismo?, ¿cuál es la vaina de este quilombo? Básicamente, se trata de la distribución del poder, nos dice; un poder que se encauza a través del Estado y todo su aparataje, y que nos afecta a todos en cuanto a la protección de derechos y de las vías que como pueblo tenemos para la acción política. Lo palmario es que esta acción política por lo menos nos permite elegir a nuestros gobernantes.
¿Por qué el poder hay que distribuirlo? Porque una concentración del poder abre la puerta al abuso. De ahí que distingamos los poderes Ejecutivo, Legislativo y Judicial, por lo menos. Y aquí la primera pregunta al libro mismo: si el mundo de hoy nos muestra que el verdadero poder está en quienes controlan la economía, en los que tienen dinero y saben moverse en los recovecos del neomercantilismo (que antaño el periodismo francés llamó «neoliberal»), ¿no sería urgente sacar de la Constitución el sistema económico que nos rija para que sea objeto de deliberación en el Congreso, por ejemplo?
La actual Ley Fundamental no explicita bajo qué régimen económico estamos, pero varios entendidos acusan una redacción velada que lo impone de facto. Entonces, si la concentración del poder se traduce en la concentración de la riqueza, ¿cómo se distribuye esa riqueza? Ya vimos que el «chorreo» ni chorrea ni salpica.
Sin ser un listado de derechos, Genaro Arriagada no se cierra a la posibilidad de que una Constitución democrática consagre un conjunto acotado de estos, siempre y cuando observe principios basales, como que la distribución y división del poder sea compatible con los derechos de las personas, que una Constitución sin declaración de derechos sigue siendo una Constitución y que el núcleo de esta es la estructura de gobierno. No fuera, como bien apunta, que un inventario de derechos encubra una estructuración no democrática del poder.
Ahora bien, la estructura de gobierno se da en un sistema político, sea presidencial, parlamentario o semipresidencial, con sus respectivos contrapesos o subsistemas, que atañen a los partidos, sistema electoral, financiamiento de la política, organización de las cámaras, vetos y un cuantohay.
Y en este punto, se adentra en lo interesante, o en lo que más se esfuerza de su interés: pinchar la memoria institucional de nuestro sistema político, que es presidencial, y pone en relieve sus debilidades, contradicciones, fracturas, ventajas y desventajas, y el contrasentido en algunas propuestas o ideas en torno a atenuar el presidencialismo creando una vicepresidencia, como fue en la fracasada Convención Constitucional, una limitación que al no ir en favor del Congreso apuesta por un presidencialismo fracturado, y esto, desde la UDI al PC.
Asimismo, da una breve pero clara visión de lo que ha sido el parlamentarismo chileno de 1891 a 1925, y expone experiencias tanto latinoamericanas como europeas y del norte de nuestro continente con sus sistemas políticos. Algo que ayuda bastante es la inserción de recuadros de textos que señalan errores, falsedades u observaciones que el autor llama «intereses creados» en relación con las dificultades que enfrenta una voluntad de cambio estructural.
Donde me detuve fue en el tema de los partidos políticos. Creo que ahí está el centro de gravedad. Todo sistema político requiere de partidos. No es una creencia, sino un hecho y una necesidad. ¿Pero cuántos partidos es óptimo tener sea cual fuere el sistema político? No más de cinco o seis, apuesta Arriagada. Su explicación, notable: la fragmentación política (dividir es debilitar) favorece a un autócrata, puesto que se acomoda a una oposición débil, pero puede llegar a ser una tragedia para un gobernante democrático dada la falta de cohesión de sus bases.
Dos términos describen a nuestros partidos hoy en día y que impiden reducir su número, nos cuenta don Genaro Arriagada: el transfuguismo y el camisetazo. Casi sinónimos, el primero es pasar de un partido o grupo parlamentario a otro, y el segundo es lo mismo, pero con un matiz: cambiarse de una tienda a otra en busca de ganar más peso como negociador, o declararse libre de votar por quien quiera y cuando se le dé la reverenda gana. Ejemplos, sobran. Además de lo anterior, un problema ya tradicional: el clientelismo, apoyo a cambio de prebendas.
Sin ser especialista, leer este libro de cien páginas me hizo volver al chicle, pero uno nuevo a masticar en el tema constitucional. Ya no es qué clase de Constitución tendremos, sino qué tipo de clase política será la que administrará el poder, independiente del sistema político.
Quiérase o no, dependemos de los partidos políticos para la representatividad del Soberano, es decir, todos nosotros, a efecto de los contrabalances en el ejercicio del poder. Pero hablar del Soberano es una abstracción que impide concretar su ejercicio: «El Pueblo manda». Si la clase política se ha caracterizado por ser endogámica, los partidos cierran filas solo para su gente. La mal llamada «élite política» se vuelca siempre sobre sí misma, como una casta, con su propio lenguaje, con sus propios códigos y canales.
En estos años de procesos constitucionales, los partidos no han tenido la inteligencia ni la voluntad para abrirse hacia los ciudadanos, hacia el pueblo, de modo de abrir el poder hacia abajo, mejor dicho, devolver el poder hacia abajo. Bachelet lo intentó en su segundo gobierno con los cabildos y los resultados Piñera los guardó en el cajón, hasta que le estallaron en la cara en 2019.
Es un asunto de lenguaje. Puede que la señora que habla en el matinal entrevistada en la calle no sea tan escolarizada, pero su palabra también tiene que estar sobre la mesa, porque sin entender mucho de muchas cosas, sabe perfectamente cómo es su vida y qué problemas tiene. Y esto, de algún modo, tiene que entrar en la deliberación.
Si revisamos La batalla de Chile de Patricio Guzmán, hay una observación en que la mayoría coincidimos: los chilenos cambiamos en nuestro modo de hablar. En ese documental, podemos ver y oír a muchos pobladores, obreros y estudiantes expresarse con claridad, y no les importaba mostrar sus bocas desdentadas, algo que sucede cuando en la infancia la alimentación no ha sido buena. Tras esos rostros hay una dignidad y una libertad que hemos perdido merced a la mejora en los tratamientos dentales y otros progresos materiales.
Los partidos no buscaron entre la población a sus candidatos para el proceso constitucional, no se vincularon ni con juntas de vecinos, ni clubes deportivos, ni sindicatos, ni gremios artesanales ni artísticos… No alentaron el fortalecimiento del tejido social, y no lo hacen desde que cerraron las casas del NO el 6 de octubre de 1988, para desmovilizar a la ciudadanía, a los trabajadores, a los pobladores, a las mujeres dueñas de casa, a los estudiantes, que son los que verdaderamente nos permitieron volver a la democracia tras el fracaso de la clase política que derivó en el golpe del 73.
Que no existe un tejido social fuerte, lo demuestra el que los presidentes, de cualquier signo político, prioricen hablar ante la Sofofa o en la Enade, fuertes organizaciones del empresariado que ha sabido validarse como interlocutor válido y relevante ante el poder, ¡porque tienen poder! El Poder Ejecutivo no tiene esa misma consideración ni urgencia con gremios de trabajadores ni con el magisterio. ¿Qué porcentaje de los trabajadores agrupa la CUT?, ¿qué porcentaje representa el Colegio de Profesores de nuestros formadores? ¿Es suficiente para ser un interlocutor válido? No basta la unidad si falta cohesión y, lo que es peor, coherencia.
Si la Constitución limita y distribuye el poder del Soberano, el Soberano queda fuera con el debilitamiento de su tejido social, una educación que no lo prepara más allá de financiar o endeudarse para un individualismo consumista, y que a la hora de votar se transforma en una masa veleidosa que opta por sus candidatos como si fueran mercancías expuestas en un mall, en que la decisión obedece a un mero gusto personal, sin la necesidad de socializar lo que se piensa, cuando se piensa.
Si finalmente la Constitución limita y distribuye un poder que ya no tenemos, dado que los partidos y nuestra clase política lo administran desconectados de aquellos que dicen representar, lo que se requiere entonces es crear poder. Y esto parte en la casa, en aprender a encontrar un destino, a descubrirlo, y buscar redes que ayuden a conquistarlo, y dejar de marcar el paso con la mera subsistencia y el mero goce de cuanto producto venden con la felicidad envasada.
Una democracia fuerte y eficaz depende de sus instituciones y del respeto a las reglas del juego, signadas por su Carta Magna, con base técnica, como propone Genaro Arriagada, para que los gobiernos implementen soluciones a problemas concretos, graves y urgentes. Solo difiero en la bajada de título: «Cómo se instala una democracia fuerte y eficaz». La democracia no es algo que se instala, sino que un modo de vida que se conquista solidariamente en orden a una visión de la libertad, y que requiere una educación apropiada para ello; lo que se instala son las instituciones y el aparataje legal que le abren espacio para su maduración y crecimiento.
Por ahora, a seguir mascando el chicle constitucional y veamos hasta dónde se puede estirar con las deliberantes militancias del actual proceso.