Por Juan Medina Torres.- Ninguna orden, prohibición o medida restrictiva surte efecto cuando nos enamoramos. La historia está llena de ejemplos que nos demuestran el fuerte impulso que nos motiva a quebrantar todos los obstáculos para unirnos al ser querido y así aconteció con Alonso de Ribera y Zambrano, designado en 1599 Gobernador de Chile por Felipe III, cuando los españoles después de medio siglo de guerra contra el pueblo mapuche no registraba ningún avance.
El cuento es que el Rey de España había ordenado que los Gobernadores y los otros altos funcionarios de sus colonias de América no contrajesen matrimonio con mujeres en los lugares donde ejercieren su cargo.
Así lo estableció Felipe II en dos reales cédulas, la primera en Madrid el 10 de febrero de 1575, y la segunda, en Lisboa el 26 de febrero de 1582: “Prohibimos y defendemos a todos los gobernadores, corregidores y Alcaldes Mayores por Nos proveídos y sus tenientes letrados, que durante el tiempo en que sirvieren sus oficios se puedan casar, ni casen en ninguna parte del término ni distrito donde ejercieren jurisdicción, sin especial licencia nuestra, pena de nuestra merced y privación de oficio, y de no poder tener ni obtener otro, en las Indias, de ninguna calidad que sea”.
A pesar de lo dispuesto, Alonso de Ribera, desobedeció. Cuentan las crónicas que don Alonso, conoció en Santiago la familia de uno de los más importantes encomenderos de la Imperial, que por problemas de la guerra privada estaba reducida a un estado de pobreza, pero rodeada de cierta aureola de gloria por los servicios militares de mucho de sus miembros. La jefa de esa familia era doña Inés de Aguilera Villavicencio, viuda del capitán Pedro Fernández de Córdova, quien vivía con su hija llamada Inés, joven de gran belleza, por quien el Gobernador se sintió realmente enamorado y proyectó tomarla por esposa.
En enero de 1602, envió a España a su secretario, Domingo de Erazo, a pedir al Rey los socorros que necesitaba para continuar la guerra contra los mapuche y le encargó, especialmente, que solicitara permiso para contraer matrimonio con doña Inés de Córdova y Aguilera. Pero como el permiso se demoraba y Ribera no estaba dispuesto a esperar, se casó el 10 de marzo de 1603. La boda se celebró en Concepción, donde se había trasladado la familia de la novia y el matrimonio fue bendecido por el obispo de la Imperial, Fray Reginaldo de Lizárraga.
Ribera sabía las penas del infierno que le esperaban por haber desobedecido a su soberano a quien le explicó los móviles de su matrimonio en los siguientes términos: “El principal intento con que hice este negocio fue por dejar hijos en servicio de Dios, para que siempre acudan al de vuestra majestad y hacer uso de la merced que espero de su real mano conforme del deseo que siempre he tenido de servir a vuestra majestad”.