Por Rodrigo Larraín.- Llegan pocas noticias al país desde Nicaragua, donde el régimen personalista de un dictador y su cónyuge han instalado una dictadura tan represiva que desató una feroz persecución contra la religión católica.
Daniel Ortega hace un tiempo encarceló a un obispo y ahora expulsa a los jesuitas de la Universidad Centroamericana, echa a los sacerdotes que trabajaban en esa academia y confisca sus bienes. Veámoslo suscritamente.
El obispo de Matagalpa, Monseñor Rolando Álvarez, está preso: se le acusa de traición a la Patria y él se defiende señalando que sólo se opone a las medidas que suprimen el derecho a reunión impidiendo la libertad de culto.
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Fue amenazado con la expulsión del país o ser encarcelado y prefirió lo segundo, ya que unos tribunales manipulados por el gobierno lo condenaron por delitos inexistentes. Desde entonces está encarcelado. Pero él es uno más entre los más de mil presos de conciencia.
El hostigamiento gubernamental impidió las expresiones de religiosidad popular, como los vía crucis en Semana Santa, disolviendo las procesiones ocupando la policía para ello. El Poder Judicial respalda y legaliza todo esto pues carece de independencia; es el encargado de poner en lenguaje jurídico las injusticias.
El robo continuó con las cuentas bancarias de la Orden y de la Universidad. La Universidad Centroamericana es uno de los centros más importantes del pensamiento humanista latinoamericano; fue perseguida por el régimen dictatorial de Somoza -a quien imita Daniel Ortega entusiastamente- y sobrevivió. Eran ya 53 años antes de su usurpación.
Los bienes de la Universidad permitieron al gobierno inventarse otra institución: la Universidad Nacional Casimiro Sotelo Montenegro, nombre de un joven universitario mártir, asesinado por la dictadura somocista en 1967.
La historia del sacrificio de dirigente estudiantil no quedará ensombrecida por el uso de la dictadura actual. La nueva universidad estatal fue anunciada como gratuita, pero ahora sabemos que cobrará por sus servicios.
No han faltado los “analistas” que consideran a Daniel Ortega un dictador comunista o algo parecido. Sin duda no lo es, pues infligir daño a la población de un país no requiere de ninguna ideología. Ortega traicionó a la Revolución triunfante en Nicaragua luego de una dictadura sangrienta e infame.
Pasado un tiempo, le gustó el poder y para satisfacer su afán desmedido de gloria expulsó a todos sus compañeros, acosándolos social y políticamente, calumniando y movilizando lumpen para ello. Se robó la Revolución y se deshizo de todo aquel que le hiciera sombra, pues el culto a la personalidad es parte de su régimen personalista.
No es el terror rojo ni las turbas proletarias persiguiendo a la Iglesia Católica: es la ambición desmedida de poder, es querer ser un personaje mundial cuando no se tiene la inteligencia ni la conciencia moral necesarias.
No son los ateos de otros tiempos y lugares ya lejanos, es la Iglesia de Centroamérica, con una larga tradición de lucha por los pobres del campo y a ciudad, con mártires y santos. Esa es la fe del pueblo y que, en otro tiempo, Daniel Ortega decía profesar. Las explicaciones de la época de la Guerra Fría son tan ridículas como las del orteguismo, cuando le pidió al papa disolver la Compañía de Jesús.
Difundir la información sobre la realidad nicaragüense ayuda, la solidaridad internacional es muy útil -como sabemos por nuestra experiencia- y también rezar por el pueblo creyente “nica”.
Aquellos que tenemos fe no nos podemos restar para que ese país vuelva a vivir la esperanza y en el que el Evangelio se haga carne.
Chile se ha vuelto raro, y así hemos tenido saludos para el curioso dictador de Corea del Norte, para el nuevo Zar de Rusia en su agresión a otro país, o para el despeinado tremendista al lado de nuestra Patria. Ojalá no haya solidaridad con este tirano e indiferencia con los que oprime en Nicaragua.
Rodrigo Larraín es sociólogo y académico de la U.Central
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