Por Enrique Saldaña Sepúlveda.- A propósito de la nostalgia que se respira en estos momentos de encierro, haciendo frente a la incertidumbre mientras afuera pasan los días, de pronto aparece en el horizonte de las cosas siempre presente, la poesía de Jorge Teillier. Palabras que mueven toda una máquina de recuerdos, de momentos que han pasado, de segundos que se han perdido en la distancia del tiempo, pero que de pronto surgen en estas horas en las que atravesamos el espacio de un invierno incierto.
Sentados ante nosotros mismos, miramos la luz que se enciende en la lejanía y que marca el punto desde dónde salimos y hacia dónde tenemos que llegar. Y en esa simple contemplación del instante que pasa, se deslizan los versos que no cesan de recordarnos que la luz siempre ha estado ahí, que no se ha desdibujado por la desolación de la niebla, que a pesar de la oscuridad, sigue alumbrando para guiar nuestros pasos por mejores caminos:
“Pues lo que importa no es la luz que encendemos día a día,
sino la que alguna vez apagamos
para guardar la memoria secreta de la luz.»
(«Los dominios perdidos»)
Retomo la lectura de Poemas del País de Nunca Jamás, de Jorge Teillier (1935-1996). Tengo un pequeño libro de la colección “El Viento en la Llama” de 1963. Di con él recorriendo las librerías de libros usados a comienzo de los ’90. Luis Rivano lo tenía junto a otros muchos libros en una canasta de textos en ofertas. Pagué $500 por él y salí caminando por calle Tarapacá, saboreando el mejor de los encuentros. Retomo su lectura hoy porque hay algo de la tranquilidad que se respira en esos versos que quiero traer al torbellino de lo que vivimos. Miramos a través de ellos y nos apropiamos de un lugar que siempre ha estado con nosotros, más allá del recuerdo. Un secreto lugar desde donde surgen todas nuestras esperanzas y seguridades; un lugar que no hemos olvidado, por más que la obstinación de la rutina se empeñe en afirmarnos que nada podemos conseguir fuera del pragmatismo de nuestras vidas:
Los niños se esconden
bajo la escalera de caracol
contando sus historias incontables
como mazorcas asoleándose en techos blancos
y para los grandes solo llega el silencio
vacío como un muro que ya no recorren sombras.
(«Juegos en la noche»)
Miramos, y somos los mismos de entonces, algo más viejos, llenos de las arrugas del tiempo. Los mismos que veíamos en las estrellas señales que llevaban hacia mejores parajes, los que pasábamos los días imaginando encuentros y desencuentros, llenos del barro del camino, corriendo bajo la libertad de la lluvia. Ese que éramos, sigue siéndolo todavía. Respiramos la misma ansiedad y tranquilidad y las mismas estrellas se asoman en nuestro ruta para darnos el impulso que necesitamos. Solo que miramos desde la otra orilla y no logramos distinguir que lo uno es el trayecto y no la separación de sus puntos. Aquí y allá son lo mismo, vaivén de la misma naturaleza. Una ida y un regreso vital, necesario, que nos sitúa en la complejidad de lo que somos. Visto desde este lado, pareciera que hemos soltado las amarras y nos hemos abandonado a la desesperanza. Pero ahí está latente la voz que nos invita a regresar para tomar nuevo impulso, nueva fuerza:
“Si pudiera regresar
¿te encontraría más nítida
que en mi memoria fiel?
La manera de ponerte
una cinta en el pelo,
el tren donde subíamos,
la canción que silbabas
cuando preparaste desayuno:
“I walk alone”.
Si pudiera regresar”
(«Si pudiera regresar»)
Somos los únicos que sabemos cómo regresar. La memoria es porfiada, se niega al olvido. Tratamos de engañarla recurriendo al silencio de las palabras sin sentido, pero ahí está, no se va. Avanzamos por un mundo que se disgrega de manera acelerada, un mundo que ha construido una muralla de silencio porque no quiere escuchar, no quiere ver. Habitamos ese mundo lleno de progresos y falsas seguridades y nos ufanamos de nuestras prosperidades. Y sin embargo, aquí estamos, mirando como nuestro mundo se viene abajo. Pero es en esa caída que recordamos. La memoria se nos cuela por la grietas que dejamos y las imágenes comienzan a aparecer, la luz comienza a brillar, aunque apenas la distinguimos. La simplicidad de lo que éramos encierra la riqueza que hay que rescatar. La memoria nos viene a insistir que el secreto de la buena vida está en la sencillez de lo que dejamos hace tiempo atrás:
“Traten de despertar
y acompáñennos
campanas que han olvidado su sed de espacio,
arcoíris en donde quería vivir una niña,tardes que pasábamos en el tejado de zinc
leyendo a Salgari y a Julio Verne,
tardes como las sandías que poníamos a enfriar
en el río,
como los pies desnudos de los niños que
caminaban por los rieles del desvío
al aserradero,
como el beso de la muchacha en la penumbra
de la bodega triguera.”
(«Traten de despertar»)
De uno a otro extremo, somos los mismos. La misma luz desde siempre nos ha llamado. Queríamos hundirnos en el olvido, pero el recuerdo nos rescata para mejores días. Intuimos que nuestras pisadas comenzarán a seguir otro sendero. Nos reconocemos en ese que fuimos, que ha quedado al abrigo de la memoria. Nos miramos en la distancia de los años que han pasado y sabemos que después de esta experiencia terrible algo de la vanidad que hemos sido comenzará a caer. Y eso ya será un gran paso.